Al salir, parpadeó con fuerza por la luz del día y no se molestó en cerrar la puerta. Se quedó quieto durante un momento, escuchando el riachuelo y dejando que el aire de la montaña le acariciara el rostro. Incluso con la pena que sentía, el paisaje era hermoso. Se alcanzaba a ver todo el valle del río y casi podía distinguir su finca, a lo lejos.
Al día siguiente, cuando Jack no regresó de los campos a la hora de comer, Mabel experimentó solo un leve desconcierto. Supuso que no había querido parar para el almuerzo. Pero al caer la noche, y mientras la cena se enfriaba en el plato, supo que pasaba algo malo. El pánico le oprimía la garganta, pero se puso el abrigo y las botas con cierta serenidad. En el último minuto decidió coger el rifle que estaba colgado en la pared y llenarse los bolsillos de munición. Y, al hacerlo, se juró a sí misma que aprendería a disparar.
El borde de la falda se fue manchando de barro mientras seguía el sendero hacia los campos. Su suegro había muerto en el huerto, fulminado por un infarto, y Mabel se imaginó a Jack inerte en el campo. Se quedaría sola, sin más opción que regresar a casa de sus padres donde entonces vivía su hermana. O instalarse con la familia de Jack.
Su mirada recorrió el primer campo, pero no descubrió la menor señal de Jack ni del caballo. Las sombras de la noche oscurecían la silueta de los árboles y en el cielo un puñado de estrellas se esparcían sobre aquella sábana azul. Una bandada de grullas se elevó de una pradera, sus chillidos eran tan fantasmales como su color grisáceo y el lento batir de sus alas. El lodo empezaba a endurecerse por el frío. Mabel avanzó por el sendero, sin poder evitar que la invadiera un intenso temblor.
Oyó el relincho lastimero del caballo entre los árboles. Siguió andando hasta el campo nuevo y allí distinguió la silueta del caballo, levantando una pata y luego otra, aún sujeto a un arado volcado.
—¿Jack? ¿Jack? —gritó ella.
Solo conseguía atisbar formas en aquella lúgubre penumbra, pero caminó hacia el caballo. Entonces oyó un gemido ronco.
—¿Mabel?
Quiso correr en dirección a la voz, pero el abrupto terreno no se lo permitía. Seguía sin ver ni rastro de Jack.
—Aquí. Mabel… aquí…
Aquella voz dirigió sus pasos. A pesar de que andaba con la cabeza baja, no lo vio hasta que casi tropezó con él. Jack yacía de bruces en el suelo, cara al cielo oscuro.
—¿Qué ha pasado? ¿Estás herido?
—El caballo. Me arrastró. Hace horas. —Sus palabras parecían salir de entre la tierra, teñidas de sangre.
Mabel se arrodilló en el campo a su lado y, con la manga del abrigo, intentó limpiar aquella mezcla de tierra y sangre de su boca.
—¿Cómo ha podido pasar?
—Un oso negro.
—¿Aquí?
—En el borde del bosque. Me cargué un perno del maldito arado y, cuando lo estaba cambiando, el caballo vio al oso y se puso a brincar.
Mabel miró hacia el bosque.
—Ya se ha ido. No creo que quisiera hacernos daño. Se movía como si tan siquiera nos viera. Intenté salir del arado, pero el caballo se asustó y dio media vuelta. Se me quedó la pierna enganchada debajo, y me arrastró por el suelo hasta que logré soltarme. Esperaba que siguiera tirando del maldito arado hasta casa, y así te habrías enterado, pero se quedó aquí parado.
Jack intentó sentarse, pero se le escapó una mueca de dolor.
—¿Dónde te duele?
—Por todas partes. —Su ensayo de risa se quedó en una tos seca—. La espalda, sobre todo.
—¿Qué hago?
—Suelta al caballo. No. No te pongas nerviosa. Ahora está agotado.
—¿Y luego?
—Tenemos que lograr subirme a él para que puedas llevarnos a casa.
—¿Puedes ponerte en pie?
—No lo sé.
Siguiendo las indicaciones de Jack, Mabel desenganchó al caballo y lo condujo hasta él. Luego se inclinó sobre Jack y deslizó los brazos por detrás de los suyos, con la intención de levantarlo del suelo. Pesaba más de lo que esperaba, y acabó hundiéndose en el frío lodo por su peso. Él le echó los brazos al cuello y, aullando de dolor, consiguió arrodillarse.
—Dios. —Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Debería ir a buscar ayuda. Avisar a George.
—No. Podemos conseguirlo. Vamos. —Volvió a apoyar los brazos en sus hombros y ella tiró de él, hundiendo la cara en la camisa embarrada—. Despacio. Despacio. Coge las riendas.
Con una mano, Mabel intentó mantener quieto al caballo mientras éste sacudía la cabeza. Jack se apartó de Mabel y se dejó caer sobre el costado del animal.
—Jack, no puedes… ¿Cómo vas a montar así?
—No hay más remedio.
Apoyó ambas manos con firmeza en el lomo del caballo y se izó sobre su grupa con un grito de dolor, quedando tumbado sobre el animal.
—Chist, chist…
Mabel hacía esfuerzos por tranquilizar al animal. Jack consiguió pasar una pierna a un lado y apoyó la cabeza contra el cuello del animal. Sus crines estaban rígidas del sudor seco. A Jack le costaba respirar.
—Dios —susurró—. Dios…
—¿Jack? ¿Quieres que empiece a andar?
—Sí, pero despacio… Despacio.
El camino de regreso les resultó largo, confuso. Mabel no distinguía las distancias o la profundidad bajo aquella luz nocturna. Llevaba el rifle en una mano y guiaba al caballo con la otra. Cada vez que el animal daba un traspié Jack soltaba un grito. Mabel deseó tener consigo una cuerda. En las ocasiones en que el caballo se soltaba de sus manos, ella temía que pudiera arrojar a Jack al suelo y volver a casa por su cuenta.
—Está bien, Mabel. Tómalo con calma.
Por fin llegaron a la puerta de la cabaña. Ella ayudó a Jack a deslizarse hasta el suelo hasta que estuvo de rodillas en él.
—Vamos —dijo él—. Llévalo al establo.
—Pero…
—Entraré en casa solo. Ve.
Mientras se llevaba al caballo, miró por encima de su hombro y vio a Jack arrastrándose hacia la puerta.
Una concentración serena se apoderó de ella mientras calentaba agua y ayudaba a Jack a desnudarse. Extendió una manta de lana en el suelo, delante del horno, para que pudiera tumbarse mientras le lavaba la sangre y la suciedad del pelo y de la piel. Él emitía algún quejido, sobre todo cuando le tocó el turno a las abrasiones que tenía en los omóplatos. Lo que más la preocupó, sin embargo, fue el intenso moretón que había empezado a formarse en la zona lumbar.
—Debería ir a pedir ayuda.
Él meneó la cabeza.
—Ayúdame a acostarme.
Ella decidió dejar las heridas superficiales sin vendar, con la esperanza de que curaran antes así, y le puso una camiseta de manga larga por la cabeza. Medio desnudo, Jack fue hasta el dormitorio apoyándose en manos y rodillas. Mabel le ayudó a meterse en la cama. Luego le llevó una taza de caldo e intentó dársela a cucharadas, pero él solo podía apretar los dientes debido al dolor.
Entrada ya la noche, Mabel permanecía despierta, con una vela encendida en la mesa y una taza de té. De vez en cuando oía crujir la cama y los gemidos de Jack. No era la primera vez que se rompía algo —una vez se había pillado las manos entre los palés en la granja de la familia, y otra un caballo lo arrolló y le partió la pierna—, pero lo cierto es que nunca lo había visto así. Sabía, también, que el dolor sería mayor a la mañana siguiente. Pensó en los campos vacíos y en el ritmo de trabajo frenético que había llevado, a menudo de doce horas sin descanso, y aun así le había oído decir que no lograría acabar. Incluso contando con una pronta recuperación, aquello los condenaba a la ruina.
La verdad es que aquella noche Mabel no llegó a dormirse. Su mente inquieta calculó sin descanso los días que faltaban para terminar de plantar y las ganancias previstas, un incesante círculo que se cerraba sin respuesta. En algún momento dio una cabezada, sentada en la silla, pero los lamentos de Jack la despertaron enseguida.
Su predicción fue acertada: el dolor se intensificó durante la noche, y por la mañana Jack apenas podía hablar. Ella consiguió ponerlo de lado, con suavidad, y le levantó la camiseta. Las magulladuras iban hasta el hueso.
—¡Se me han dormido los pies, Mabel! —susurró él, desesperado.
Ella le acarició la frente y le dio un beso en los labios. Habló en un tono de confianza tranquila que no era sincero.
—Volveré enseguida.
Le llevó agua y pan blando, y luego le dijo que salía a dar de comer a los animales.
Mabel solo había ensillado un caballo unas cuantas veces en toda su vida, pero decidió que sería más rápido que usar la carreta. No quería dejar solo a Jack, pero, al igual que sucedía con los problemas que la habían tenido despierta toda la noche, no parecía existir otra opción. Iría a por el médico.
A pesar del verano que había pasado en la ciudad, no recordaba dónde estaba la consulta del doctor. Supuso que tendría una habitación alquilada en la pensión o en el hotel. Tras el agotador viaje de dos horas, Mabel desmontó y tiró del caballo por el camino de tierra que conducía hasta el almacén. Jack siempre le había hablado bien de Joseph Palmer, el dueño, y ella le recordaba como a un hombre amable, de barba corta y blanca y porte tranquilo.
El viejo dio muestras de sentirse incómodo cuando Mabel preguntó por un médico.
—No hay ninguno por aquí. El más cercano está en Anchorage. Tendrá que tomar el tren.
—¿Qué?
—No tenemos médico aquí, querida. Nunca lo hemos tenido —repitió, paciente.
—Tiene que estar bromeando… ¿No hay médico? ¿Acaso no estamos en una ciudad, por el amor de Dios?
Mabel respiró hondo, intentando echar mano de la reserva de fuerzas que tenía en su interior. El señor Palmer asintió mientras ella le hablaba de las heridas de Jack. Él había conocido a hombres que se habían partido la espalda y ningún doctor pudo hacer gran cosa por ellos de todos modos.
—Debe dejar que el tiempo siga su curso. Las heridas se curarán o no. —Lo dijo como si lamentara la verdad, como si entendiera lo que había en la balanza.
Aparte del billete de tren a Anchorage, lo único que podía ofrecerle el señor Palmer era una botella de vidrio marrón rellena de un líquido.
—Dele una cucharada cada pocas horas. Le aliviará el dolor y le ayudará a dormir —explicó—. Y no se preocupe por la cantidad. Conozco a hombres que lo toman regularmente y no parece afectarles demasiado.
Mabel le pagó y le dio las gracias. Cuando ya estaba en la puerta, él añadió:
—Espero que no se ofenda por la sugerencia, pero unas cuantas botellas de alcohol no le irían mal. Ted Swanson, al otro lado de las vías, cerca del río. Él la ayudará. Mezclar eso que le he dado con alcohol podría sentarle bien. No suelo hacer esta clase de recomendaciones, pero tengo la sensación de que va a necesitarlo.
Láudano y alcohol barato, lo único que aquel lugar le ofrecía para su marido herido. Mabel volvió a montar y cabalgó hacia la finca, demasiado enfadada para sentir también miedo.
Las pegajosas hojas de los chopos asomaron bajo el cielo azul y el lodo de los campos se convirtió en un suelo fértil y húmedo, pero la desazón que invadía a Mabel parecía ya algo viejo, polvoriento y demasiado familiar. Algo similar al hambre o la sed pegado a su garganta, hasta tal punto que se planteó la posibilidad de tomar un poco de láudano, aunque no lo hizo. Recortada bajo el sol brillante, la cabaña aparecía oscura y fresca. No encendió el fuego, pero mantuvo las velas encendidas. En la cama donde ya no dormía, Jack yacía atontado, y solo la llamaba cuando se pasaba el efecto del analgésico. Pensó en lo que Esther le había contado de los alces, cómo a menudo ayunaban hasta la muerte justo cuando empezaba la primavera. Tras sobrevivir al intenso invierno, aquellos animales de patas largas se hundían en la pesada nieve, rendidos a la desesperación.