79
—Ojalá no existieras, fanfarrón, ni hubieses nacido, puesto que tiemblas y temes de tal modo a un viejo abrumado por el infortunio que le persigue. Lo que voy a decir se cumplirá. Si ése quedare vencedor por tener más fuerza, te echaré en una negra embarcación y te mandaré al continente, al rey Equeto, plaga de todos los mortales, que te cortará la nariz y las orejas con el cruel bronce y te arrancará las vergüenzas para dárselas crudas a los perros.
88
Así habló; y a Iro crecióle el temblor que agitaba sus miembros. Condujéronlo al centro y entrambos contendientes levantaron los brazos. Entonces pensó el paciente y divinal Odiseo si le daría tal golpe a Iro que el alma se le fuera en cayendo a tierra, o le daría con más suavidad, derribándolo al suelo. Y después de considerarlo bien, le pareció que lo mejor sería pegarle suavemente, para no ser reconocido por los aqueos. Alzados los brazos, Iro dio un golpe a Odiseo en el hombro derecho; y Odiseo tal puñada a Iro en la cerviz, debajo de la oreja, que le quebrantó los huesos allá en el interior y le hizo echar roja sangre por la boca; cayó Iro y, tendido en el polvo, rechinó los dientes y pateó con los pies la tierra; y en tanto los ilustres pretendientes levantaban los brazos y se morían de risa. Pero Odiseo cogió a Iro del pie y arrastrándolo por el vestíbulo hasta llegar al patio y a las puertas del pórtico, lo asentó recostándolo contra la cerca, le puso un bastón en la mano y le dirigió estas aladas palabras:
105
—Quédate ahí sentado para ahuyentar a los puercos y a los canes; y no quieras, siendo tan ruin, ser el señor de los huéspedes y de los pobres; no sea que te atraigas un daño aún peor que el de ahora.
108
Dijo, y colgándose del hombro el astroso zurrón lleno de agujeros, con su cuerda retorcida, volvióse al umbral y allí tomó asiento. Y entrando los demás, que se reían placenteramente, le festejaron con estas palabras:
112
—Zeus y los inmortales dioses te den, oh huésped, lo que más anheles y a tu ánimo le sea grato, ya que has conseguido que ese pordiosero insaciable deje de mendigar por el pueblo; pues en seguida lo llevaremos al continente, al rey Equeto, plaga de todos los mortales.
117
Así dijeron; y el divinal Odiseo holgó del presagio. Antínoo le puso delante un vientre grandísimo, lleno de gordura y de sangre, y Anfínomo le sirvió dos panes, que sacó del canastillo, ofrecióle vino en copa de oro, y le habló de esta manera:
122
—¡Salve, padre huésped! Sé dichoso en lo sucesivo, ya que ahora te abruman tantos males.
124
Respondióle el ingenioso Odiseo:
125
—¡Anfínomo! Me pareces muy discreto, como hijo de tal padre. Llegó a mis oídos la buena fama que el duliquiense Niso gozaba de bravo y de rico; dicen que él te ha engendrado, y en verdad que tu apariencia es la de un varón afable. Por esto voy a decirte una cosa, y tú atiende y óyeme. La tierra no cría animal alguno inferior al hombre, entre cuantos respiran y se mueven sobre el suelo. No se figura el hombre que haya de padecer infortunios mientras las deidades le otorgan la felicidad y sus rodillas se mueven; pero cuando los bienaventurados dioses le mandan la desgracia, ha de cargar con ella mal de su grado, con ánimo paciente, pues es tal el pensamiento de los terrestres varones, que se muda según el día que les trae el padre de los hombres y de los dioses. También yo, en otro tiempo, tenía que ser feliz entre los hombres; pero cometí repetidas maldades, aprovechándome de mi fuerza y de mi poder y confiando en mi padre y en mis hermanos. Nadie, por consiguiente, sea injusto en cosa alguna antes bien disfrute sin ruido las dádivas que los númenes le deparen. Reparo que los pretendientes maquinan muchas iniquidades consumiendo las posesiones y ultrajando a la esposa de un varón que te aseguro que no estará largo tiempo apartado de sus amigos y de su patria, porque ya se halla muy cerca de nosotros. Ojalá un dios te conduzca a tu casa y no te encuentres con él cuando torne a la patria tierra; que no ha de ser incruenta la lucha que entable con los pretendientes tan luego como vuelva a vivir debajo de la techumbre de su morada.
151
Así habló y hecha la libación, bebió el dulce vino y puso nuevamente la copa en manos del príncipe de hombres. Este se fue por la casa, con el corazón angustiado y meneando la cabeza, pues su ánimo le presagiaba desventuras; aunque no por eso había de librarse de la muerte, pues Atenea lo detuvo a fin de que cayera vencido por las manos y la robusta lanza de Telémaco. Mas entonces volvióse a la silla que antes había ocupado.
158
Entre tanto Atenea, la deidad de ojos de lechuza, puso en el corazón de la discreta Penelopea, hija de Icario, el deseo de mostrarse a los pretendientes para que se les alegrara grandemente el ánimo y fuese ella más honrada que nunca por su esposo y por su hijo. Rióse Penelopea sin motivo y profirió estas palabras:
164
—¡Eurínome! Mi ánimo desea lo que antes no apetecía: que me muestre a los pretendientes, aunque a todos los detesto. Quisiera hacerle a mi hijo una advertencia, que le será provechosa: que no trate de continuo a estos soberbios que dicen buenas palabras y maquinan acciones inicuas.
169
Respondióle Eurínome, la despensera:
170
—Si, hija, es muy oportuno cuanto acabas de decir. Ve, hazle a tu hijo esa advertencia y nada le ocultes, pero antes lava tu cuerpo y unge tus mejillas: no te presentes con el rostro afeado por las lágrimas que es malísima cosa afligirse siempre y sin descanso, ahora que tu hijo ya tiene la edad que anhelabas cuando pedías a las deidades que pudieses verle barbilucio.
177
Respondióle la discreta Penelopea:
178
—¡Eurínome! Aunque andes solícita de mi bien, no me aconsejes tales cosas —que lave mi cuerpo y me unja con aceite—, pues destruyeron mi belleza los dioses que habitan el Olimpo cuando aquél se fue en las cóncavas naves. Pero manda que Autónoe e Hipodamia vengan y me acompañarán por el palacio; que sola no iría adonde están los hombres, porque me da vergüenza.
185
Así habló; y la vieja se fue por el palacio a decirlo a las mujeres y mandarles que se presentaran.
187
Entonces Atenea, la deidad de ojos de lechuza, ordenó otra cosa. Infundióle dulce sueño a la hija de Icario, que se quedó recostada en el lecho y todas las articulaciones se le relajaron; acto continuo la divina entre las diosas la favoreció con inmortales dones, para que la admiraran los aqueos; primeramente le lavó la bella faz con ambrosía, que aumenta la hermosura, del mismo modo que se unge Citerea, la de linda corona, cuando va al amable coro de las Cárites; y luego hizo que pareciese más alta y más gruesa, y que su blancura aventajara la del marfil recientemente labrado.
197
Después de lo cual, partió la divina entre las diosas.
198
Llegaron del interior de la casa hablando, las doncellas de níveos brazos, y el dulce sueño dejó a Penelopea, que se enjugó las mejillas con las manos y habló de esta manera:
201
—Blando sopor se apoderó de mi, que estoy tan apenada. Ojalá que ahora mismo me diera la casta Artemis una muerte tan dulce, para que no tuviese que consumir mi vida lamentándome en mi corazón y echando de menos las cualidades de toda especie que adornaban a mi esposo, el más señalado de todos los aqueos.
206
Diciendo así, bajó del magnífico aposento superior, no yendo sola, sino acompañada de dos esclavas. Cuando la divina entre las mujeres hubo llegado adonde estaban los pretendientes, paróse ante la columna que sostenía el techo sólidamente construido con las mejillas cubiertas por espléndido velo y una honrada doncella a cada lado. Los pretendientes sintieron flaquear sus rodillas, fascinada su alma por el amor, y todos deseaban acostarse con Penelopea en su mismo lecho.
214
Mas ella habló de esta suerte a Telémaco, su hijo amado:
215
—¡Telémaco! Ya no tienes ni firmeza de voluntad ni juicio. Cuando estabas en la niñez, revolvías en tu inteligencia pensamientos más sensatos; pero ahora que eres mayor por haber llegado a la flor de la juventud, y que un extranjero, al contemplar tu estatura y tu belleza, consideraría dichoso al varón de quien eres prole, no muestras ni recta voluntad ni tampoco juicio. ¡Qué acción no se ha ejecutado en esta sala, donde permitiste que se maltratara a un huésped de semejante modo! ¿Qué sucederá si el huésped que se halla en nuestra morada es blanco de una vejación tan penosa? La vergüenza y el oprobio caerán sobre ti, a la faz de todos los hombres.
226
Respondióle el prudente Telémaco:
227
—¡Madre mía! No me causa indignación que estés irritada, mas ya en mi ánimo conozco y entiendo muchas cosas buenas y malas, pues hasta ahora he sido un niño. Esto no obstante, me es imposible resolverlo todo prudentemente, porque me turban los que se sientan en torno mío, pensando cosas inicuas, y no tengo quien me auxilie. El combate del huésped con Iro no se efectuó por haberlo acordado los pretendientes, y fue aquél quien tuvo más fuerza. Ojalá ¡oh padre Zeus, Atenea, Apolo!, que los pretendientes ya hubieran sido vencidos en este palacio y se hallaran, unos en el patio y otros dentro de la sala, con la cabeza caída y los miembros relajados, del mismo modo que Iro, sentado a la puerta del patio, mueve la cabeza como un ebrio y no logra ponerse en pie ni volver a su morada por donde solía ir, porque tiene los miembros relajados.
243
Así éstos conversaban. Y Eurímaco habló con estas palabras a Penelopea:
245
—¡Hija de Icario! ¡Discreta Penelopea! Si todos los aqueos te viesen en Argos de Yaso, muchos más serían los pretendientes que desde el amanecer celebrasen banquetes en tu palacio, porque sobresales entre las mujeres por tu belleza, por tu talle y por tu buen juicio.
250
Contestóle la discreta Penelopea:
251
—¡Eurímaco! Mis atractivos —la hermosura y la gracia de mi cuerpo— destruyéronlos los inmortales cuando los argivos partieron para Ilión, y se fue con ellos mi esposo Odiseo. Si éste, volviendo, cuidara de mi vida, mayor y más bella sería mi gloria. Ahora estoy angustiada por tantos males como me envió algún dios. Por cierto que Odiseo, al dejar la tierra patria, me tomó por la diestra y me habló de esta guisa:
259
«¡Oh mujer! No creo que todos los aqueos de hermosas grebas tornen de Troya sanos y salvos pues dicen que los teucros son belicosos, sumamente hábiles en tirar dardos y flechas, y peritos en montar carros de veloces corceles, que suelen decidir muy pronto la suerte de un empeñado y dudoso combate. No sé, por tanto, si algún dios me dejará volver o sucumbir en Troya. Todo lo de aquí quedará a tu cuidado; acuérdate, mientras estés en el palacio, de mi padre y de mi madre, como lo haces ahora o más aún durante mi ausencia; y así que notes que a nuestro hijo le asoma la barba, cásate con quien quieras y desampara esta morada.» Así habló aquél y todo se va cumpliendo. Vendrá la noche en que ha de celebrarse el casamiento tan odioso para mí, ¡oh infeliz!, a quien Zeus ha privado de toda ventura. Pero un pesar terrible me llega al corazón y al alma, porque antes de ahora no se portaban de tal modo los pretendientes. Los que pretenden a una mujer ilustre, hija de un hombre opulento, y compiten entre sí por alcanzarla, traen bueyes y pingües ovejas para dar convite a los amigos de la novia, hácenle espléndidos regalos y no devoran impunemente los bienes ajenos.
281
Así dijo, y el paciente divinal Odiseo se holgó de que les sacase regalos y les lisonjeara el ánimo con dulces palabras, cuando era tan diferente lo que en su inteligencia revolvía.
284
Respondióle Antínoo, hijo de Eupites:
285
—¡Hija de Icario! ¡Prudente Penelopea! Admite los regalos que cualquiera de los aqueos te trajere, porque no está bien que se rehuse una dádiva; pero nosotros ni volveremos a nuestros campos, ni nos iremos a parte alguna, hasta que te cases con quien sea el mejor de los aqueos.
290
Así se expresó Antínoo; a todos les plugo cuanto dijo, y cada uno envió su propio heraldo para que le trajese los presentes. El de Antínoo le trajo un pleplo grande, hermosísimo, bordado, que tenía doce hebillas de oro sujetas por sendos anillos muy bien retorcidos. El de Eurímaco le presentó luego un collar magníficamente labrado, de oro engastado en electro, que parecía un sol. Dos servidores le trajeron a Euridamante unos pendientes de tres piedras preciosas grandes como ojos, espléndidas, de gracioso brillo. Un siervo trajo de la casa del príncipe Pisandro Polictórida un collar, que era un adorno bellísimo, y otros aqueos mandaron a su vez otros regalos. Y la divina entre las mujeres volvió luego a la estancia superior con las esclavas, que se llevaron los magníficos presentes.
304
Los pretendientes volvieron a solazarse con la danza y el deleitoso canto, aguardando que llegase la noche. Sobrevino la obscura noche cuando aún se divertían, y entonces colocaron en la sala tres tederos para que alumbrasen, amontonaron a su alrededor leña seca cortada desde mucho tiempo, muy dura, y partida recientemente con el bronce, mezclaron teas con la misma, y las esclavas de Odiseo, de ánimo paciente, cuidaban por turno de mantener el fuego. A ellas el ingenioso Odiseo, del linaje de Zeus, les dijo de esta suerte:
313
—¡Mozas de Odiseo, del rey que se halla ausente desde largo tiempo! Idos a la habitación de la venerable reina y dad vueltas a los husos y alegradla, sentadas en su estancia, o cardad lana con vuestras manos, que yo cuidaré de alumbrarles a todos los que están aquí. Pues aunque deseen esperar a la Aurora de hermoso trono, no me cansarán, que estoy habituado a sufrir mucho.
320
Así dijo; ellas se rieron, mirándose las unas a las otras, e increpóle groseramente Melanto, la de bellas mejillas, a la cual engendró Dolio y crió y educó Penelopea como a hija suya, dándole cuanto le pudiese recrear el ánimo; mas con todo eso, no compartía los pesares de Penelopea y se juntaba con Eurímaco, de quien era amante.
326
Esta, pues, zahirió a Odiseo con injuriosas palabras:
327
—¡Miserable forastero! Estás falto de juicio y en vez de irte a dormir a una herrería o a la Lesque, hablas aquí largamente y con audacia ante tantos varones, sin que el ánimo se te turbe: o el vino te trastornó el seso, o tienes este genio, y tal es la causa de que digas necedades. ¿Acaso te desvanece la victoria que conseguiste contra el vagabundo Iro? Mira no se levante de súbito alguno más valiente que Iro, que te golpee la cabeza con su mano robusta y te arroje de la casa, llenándote de sangre.