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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

La partícula divina (15 page)

BOOK: La partícula divina
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Aceptemos que un instrumento bien calibrado proporciona una buena aproximación a la realidad. Tan buena, quizá, como el instrumento último, nuestro cerebro. Hasta el cerebro ha de ser calibrado algunas veces, y hay que aplicarle salvaguardas y factores de corrección de errores para compensar la distorsión. Por ejemplo, aunque se tenga vista de lince, con unos pocos vasos de vino puede que el número de amigos que hay alrededor de uno se doble.

El Carl Sagan de 1600

Galileo contribuyó a que se abriese paso la aceptación de los instrumentos, logro cuya importancia para la ciencia y la experimentación no puede exagerarse. ¿Qué tipo de persona era? Se nos aparece como un pensador profundo, de mente sutil, capaz de hallazgos intuitivos que envidiaría cualquier físico teórico de hoy, pero con una energía y unas habilidades técnicas gracias a las que pulió lentes y construyó muchos instrumentos: telescopios, el microscopio compuesto, el reloj de péndulo. Políticamente, pasaba del conservadurismo dócil a los ataques audaces y mortificantes contra sus oponentes. Debió de ser una dinamo de actividad, siempre atareado, pues dejó una correspondencia enorme y volúmenes monumentales de obras publicadas. Fue un divulgador, y tras la supernova de 1604 dio conferencias a grandes audiencias; su latín era claro, vulgarizado. Nadie se acercó tanto a ser el Carl Sagan de su época. No muchas facultades le habrían dado una plaza, tan vigoroso era su estilo y tan punzantes sus críticas, por lo menos antes de su condena.

¿Fue Galileo el físico completo? Tan completo fue, al menos, como pueda haberlo habido en toda la historia; combinó las habilidades tanto del teórico como del experimentador consumado. Si tuvo fallos, cayeron del lado teórico. Aunque esta combinación fue hasta cierto punto común en los siglos XVIII y XIX, en la actual época de especialización es rara. En el siglo XVII, mucho de lo que habría pasado por «teoría» venía en tan estrecho apoyo del experimento que desafiaba toda distinción entre aquélla y éste. Pronto veremos las ventajas de que haya un gran experimentador al que siga un gran teórico. En realidad, en el tiempo de Galileo ya había habido una sucesión así de importancia crucial.

El hombre sin nariz

Dejadme que, por un minuto, vuelva atrás, pues no hay libro sobre los instrumentos y el pensamiento, el experimento y la teoría, que esté completo sin dos nombres que van juntos como Marx y Engels, Emerson y Thoreau o Siegfried y Roy. Hablo de Brahe y Kepler. Eran astrónomos puros, no físicos, pero merecen una breve digresión.

Tycho Brahe fue uno de los personajes más peculiares de la historia de la ciencia. Este noble danés, nacido en 1546, fue medidor de medidores. Al contrario que los físicos atomistas, que miran hacia abajo, él elevó la vista a los cielos, y lo hizo con una precisión inaudita. Brahe construyó todo tipo de instrumentos para medir la posición de las estrellas, de los planetas, de los cometas, de la Luna. A Brahe se le escapó la invención del telescopio por un par de decenios, así que construyó elaborados dispositivos visorios —semicírculos acimutales, reglas ptolemaicas, sextantes metálicos, cuadrantes acimutales, reglas paralácticas— con los que él y sus ayudantes determinaban, a simple vista, las coordenadas de las estrellas y de otros cuerpos celestes. La mayor parte de las diferencias entre esos aparatos y los sextantes actuales consistía en la presencia de brazos transversales con arcos entre ellos. Los astrónomos usaban los cuadrantes como rifles, y alineaban las estrellas mirando por las mirillas metálicas que había en los extremos de los brazos. Los arcos que conectaban los brazos transversales funcionaban como los transportadores angulares que usabais en la escuela, y con ellos los astrónomos medían el ángulo que formaba la línea visual a la estrella, planeta o cometa que se observase.

Nada había de especialmente nuevo en el concepto básico de los instrumentos de Brahe, pero quien marcaba el estado de desarrollo más avanzado de la instrumentación era él. Experimentó con distintos materiales. Se le ocurrió cómo hacer que esos artilugios tan engorrosos girasen con facilidad en los planos vertical u horizontal, fijándolos al mismo tiempo en un sitio de forma que siguiesen el movimiento de los objetos celestes desde un mismo punto noche tras noche. Y lo más importante de todo, los aparatos de medida de Brahe eran
grandes
. Como veremos al llegar a la era moderna, lo grande no siempre es mejor, pero suele serlo. El más famoso instrumento de Brahe fue el cuadrante mural; ¡tenía un radio de seis metros! Hicieron falta cuarenta hombres fuertes para empujarlo hasta su sitio; fue en su tiempo un verdadero Supercolisionador. Los grados marcados en su arco estaban tan separados entre sí que Brahe pudo dividir cada uno de los sesenta minutos de cada grado en seis subdivisiones de diez segundos. En términos más sencillos, el margen de error de Brahe era el ancho de una aguja que se sostiene con el brazo extendido. ¡Y todo esto con el mero ojo nada más! Para datos una idea del ego de este hombre, dentro del arco del cuadrante había un retrato a tamaño natural del propio Brahe.

Podría creerse que tanta puntillosidad señalaría a un ratón de biblioteca medio bobo. Tycho Brahe fue cualquier cosa menos eso. Su rasgo más inusual era su nariz o, más bien, el que no la tuviese. A los veinte años y siendo aún estudiante, mantuvo una furiosa discusión con un estudiante llamado Manderup Parsbjerg acerca de una cuestión matemática. La disputa, que ocurrió en una celebración en casa de un profesor, se calentó tanto que los amigos hubieron de separar a los dos. (Vale, puede que fuese un poco un ratón de biblioteca medio bobo, peleándose por unas fórmulas y no por chicas.) Una semana más tarde Brahe y su rival se encontraron otra vez en una fiesta de Navidad, se tomaron unas cuantas copas y reanudaron la pelea matemática. Esta vez no les pudieron calmar. Se dirigieron a un lugar a oscuras junto a un cementerio y allí se enfrentaron a espada. Parsbjerg acabó enseguida el duelo al rebanarle un buen pedazo de nariz a Brahe.

El episodio de la nariz perseguiría a Brahe toda su vida. Se cuentan dos historias sobre la manera en que se hizo la cirugía estética. La primera, casi con toda seguridad apócrifa, dice que encargó toda una serie de narices artificiales, de materiales diferentes para diferentes ocasiones. Pero la versión que aceptan la mayoría de los historiadores es casi tan buena. Según ella, Brahe ordenó una nariz permanente hecha de oro y plata, cuidadosamente pintada y con la forma de una nariz de verdad. Se dice que llevaba consigo una pequeña caja de pegamento, que aplicaba cuando empezaba a temblarle la nariz. Esta fue motivo de chistes. Un científico rival decía que Brahe hacía sus observaciones astronómicas por la nariz, que usaba de mirilla.

Pese a estas dificultades, Brahe tenía una ventaja sobre muchos científicos de hoy: su noble cuna. Fue amigo del rey Federico II, y tras hacerse famoso por sus observaciones de una supernova en la constelación de Casiopea, el rey le dio la isla de Hven en el Öresund para que la emplease como observatorio. A Brahe se le dio también el señorío sobre todos los campesinos de la isla, las rentas que se produjesen y fondos adicionales. De esta forma, Tycho Brahe se convirtió en el primer director de un laboratorio del mundo. ¡Y qué director fue! Con sus rentas, la donación del rey y su propia fortuna llevó una existencia regia. Sólo le faltaron los beneficios de tratar con las instituciones financiadoras de la Norteamérica del siglo XX.

Los ocho kilómetros cuadrados de la isla se convirtieron en el paraíso del astrónomo, cubiertos por los talleres de los artesanos que fabricaban los instrumentos, un molino de viento y casi sesenta estanques con peces. Brahe construyó para sí mismo una magnífica casa y observatorio en el punto más alto de la isla. La llamó Uraniborg, o «castillo celeste», y la encerró en un recinto amurallado dentro del cual había también una imprenta, los cuartos de los sirvientes y perreras para los perros guardianes de Brahe, más jardines de flores, herbarios y unos trescientos árboles.

Brahe acabó por abandonar la isla en circunstancias no precisamente gratas tras la muerte de su benefactor, el rey Federico, de un exceso de Carlsberg o del brebaje que se llevase por entonces en Dinamarca. El feudo de Hven revirtió a la corona, y el nuevo rey le dio la isla a una tal Karen Andersdatter, una amante a la que había conocido en una fiesta de bodas. Que esto sirva de lección a todos los directores de laboratorios, en cuanto a su posición en el mundo y lo poco imprescindibles que son ante los ojos de los poderes que en él hay. Por fortuna, Brahe cayó de pie y trasladó sus datos e instrumentos a un castillo cercano a Praga, donde se le dio la bienvenida para que continuase su obra.

La regularidad del universo promovió el interés de Brahe por la naturaleza. A los catorce años se quedó fascinado ante el eclipse de Sol predicho para el 21 de agosto de 1560. ¿Cómo les era posible a los hombres conocer los movimientos de las estrellas y los planetas con tanta precisión que pudiesen anticipar sus posiciones con años de adelanto? Brahe dejó un legado enorme: un catálogo de las posiciones de exactamente mil una estrellas fijas. Superó al catálogo clásico de Ptolomeo y destruyó muchas de las viejas teorías.

Una gran virtud de la técnica experimental de Brahe fue la atención que le prestó a los posibles errores de sus mediciones. Insistía, y ello no tenía en 1580 precedentes, en que las mediciones se repitiesen muchas veces y a cada medida le acompañase una estimación de su exactitud. Se adelantó en mucho a su tiempo al poner tanto cuidado en presentar los datos con los límites de su fiabilidad. Como medidor y observador, Brahe no tuvo igual. Como teórico, dejó mucho que desear. Nacido sólo tres años después de la muerte de Copérnico, nunca aceptó del todo el sistema copernicano, que mantenía que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés, como Ptolomeo había dicho muchos siglos antes. Las observaciones de Brahe le demostraron que el sistema ptolemaico no era válido, pero, aristotélico por educación, nunca pudo creer en la rotación de la Tierra, ni pudo abandonar la creencia de que la Tierra era el centro del universo. Al fin y al cabo, razonaba, si fuera verdad que la Tierra se mueve y uno disparase una bola de cañón en la dirección de rotación de la Tierra, debería llegar más lejos que si se la disparase en la dirección contraria, pero no es eso lo que ocurre. Así que Brahe propuso un compromiso: la Tierra permanecía inmóvil en el centro del universo, pero, al contrario que en el sistema ptolemaico, los planetas daban vueltas alrededor del Sol, que a su vez giraba en torno a la Tierra.

El místico cumple

A lo largo de su carrera, Brahe tuvo muchos ayudantes extraordinarios. El más brillante de todos fue un extraño matemático-astrónomo místico llamado Johannes Kepler. Luterano devoto, alemán, Kepler habría preferido ser clérigo, de no haberle ofrecido las matemáticas una forma de ganarse la vida. La verdad sea dicha, suspendió los exámenes de calificación para el ministerio y cayó de bruces en la astronomía, con una dedicación secundaria a la astrología muy considerable. Aun así, estaba destinado a convertirse en el teórico que discerniría verdades simples y profundas en la montaña de datos observacionales de Brahe.

Kepler, protestante en un mal momento (la Contrarreforma barría Europa), fue un hombre frágil, neurótico, corto de vista, que en absoluto tuvo la seguridad en sí mismo de un Brahe o un Galileo. Toda la familia de Kepler fue un poquito rara. El padre de Kepler era mercenario, a su madre se la procesó por bruja y el propio Johannes dedicó muy buena parte de su tiempo a la astrología. Por fortuna, lo hacía bien, y gracias a ello pagó algunas facturas. En 1595 elaboró un calendario para la ciudad de Graz que predecía un invierno gélido, alzamientos campesinos e invasiones de los turcos; todo ello sucedió. Para ser justos con Kepler, hay que decir que no sólo él se pluriempleaba como astrólogo. Galileo preparó horóscopos para los Médicis, y Brahe también jugueteó con los pronósticos, pero no lo hizo tan bien: el eclipse lunar del 28 de octubre de 1566 hizo que predijera la muerte del sultán Solimán el Magnífico. Por desgracia, en ese momento el sultán ya había muerto.

Brahe trató a su ayudante de una forma bastante miserable: más como un posdoctorado, lo que Kepler era, que como un igual, lo que sin duda merecía ser. El desprecio encrespaba al sensible Kepler, y los dos tuvieron muchas peleas y otras tantas reconciliaciones, pues Brahe acabó por apreciar la brillantez de Kepler. En octubre de 1601 Brahe asistió a una cena y, como era su costumbre, bebió mucho más de la cuenta. Según la estricta etiqueta de la época, no era correcto abandonar la mesa durante una comida, y cuando por fin corrió como pudo al cuarto de baño, era demasiado tarde. «Algo de importancia» había estallado dentro de él. Once días después, moría. Ya había designado a Kepler ayudante principal suyo; en su lecho de muerte le confió todos los datos que había tomado a lo largo de su ilustre y bien financiada carrera, y le rogó que emplease su mente analítica para crear una gran síntesis que llevase adelante el conocimiento de los cielos. Ni que decir tiene que Brahe añadió que esperaba que Kepler siguiese la hipótesis ticónica del universo geocéntrico.

Kepler aceptó el deseo del agonizante, sin duda con los dedos cruzados, pues creía que el sistema de Brahe no valía nada. ¡Pero qué datos! No tenían par. Kepler estudió atentamente la información, en busca de los patrones que describiesen los movimientos de los planetas. Kepler rechazó de antemano los sistemas ticónico y ptolemaico por su engorrosidad. Pero tenía que partir de algún sitio. Así que, para empezar, tomó como modelo el sistema copernicano porque, con su sistema de órbitas circulares, no existía nada más elegante.

El místico que había en Kepler abrazó además la idea de un Sol colocado en el centro, que no sólo iluminaba los planetas sino que les proporcionaba la fuerza, o motivo, como se decía entonces, de sus movimientos. No sabía en absoluto cómo hacía esto el Sol —conjeturaba que debía de tratarse de algo por el estilo del magnetismo—, pero le preparó el camino a Newton. Fue uno de los primeros en defender que hace falta una fuerza para explicar el sistema solar.

Y, lo que no fue menos importante, halló que el sistema copernicano no ligaba del todo con los datos de Brahe. El viejo e iracundo danés le había enseñado bien a Kepler, le había infundido la práctica del método inductivo: pon un cimiento de observaciones, y sólo entonces asciende a las causas de las cosas. A pesar de su misticismo y de su reverencia hacia las formas geométricas, de su obsesión por ellas, Kepler se aferraba fielmente a los datos. De su estudio de las observaciones de Brahe —de las relativas a Marte sobre todo— sacó Kepler las tres leyes del movimiento planetario que, casi cuatrocientos años después, aún son la base de la astronomía planetaria moderna. No entraré en sus detalles aquí; sólo diré que la primera destruyó la bella noción copernicana de las órbitas circulares, noción que desde los días de Platón nadie había puesto en entredicho. Kepler estableció que los planetas describen en su movimiento orbital elipses en uno de cuyos focos está el Sol. El excéntrico luterano había salvado el copernicanismo y lo había liberado de los engorrosos epiciclos de los griegos; consiguió tal cosa al hacer que sus teorías siguiesen las observaciones de Brahe con la precisión de un minuto de arco.

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