Los detectores son la última línea de todo este negocio.
Ahora sabéis todo lo que os hace falta saber de los aceleradores, o quizá más. Puede, de hecho, que sepáis más que la mayoría de los teóricos. No es una crítica, sólo un hecho. Más importante es lo que estas nuevas máquinas nos dicen acerca del mundo.
Como he mencionado, gracias a los sincrociclotrones de los años cincuenta aprendimos mucho sobre los piones. La teoría de Hideki Yukawa apuntaba que mediante el intercambio de una partícula de una masa concreta se podía crear una contrafuerza atractiva intensa que enlazaría a los protones con los protones, a los protones con los neutrones y a los neutrones con los neutrones. Yukawa predijo la masa y la vida media de la partícula que se intercambiaba: el pión.
La energía de la masa en reposo del pión es de 140 MeV, y en los años cincuenta se creaba prolíficamente en las máquinas de 300 a 800 MeV de los campus de universidades de distintas partes del mundo. Los piones se desintegran en muones y neutrinos. El muón, el gran problema de los años cincuenta, parecía ser una versión más pesada del electrón. Richard Feynman fue uno de los físicos prominentes que luchó agónicamente con esos dos objetos que se portaban en todos los aspectos de forma idéntica, sólo que uno pesaba doscientas veces lo que el otro. La resolución de este misterio es una de las claves de todo nuestro empeño, una pista hacia la propia Partícula Divina.
La siguiente generación de máquinas produjo una sorpresa generacional: al golpear el núcleo con partículas de
mil millones de voltios
pasaba «algo diferente». Repasemos lo que se puede hacer con un acelerador, sobre todo teniendo en cuenta que el examen final va a ser muy pronto. En esencia, la gran inversión en ingenio humano que se ha descrito en este capítulo —el desarrollo de los aceleradores modernos y de los detectores de partículas— nos permite hacer dos tipos de cosas:
dispersar
los objetos o —y esto es el «algo diferente»— producir objetos nuevos.
Dispersión. En los experimentos de dispersión miramos cómo se alejan las partículas en varias direcciones. La expresión técnica que designa el producto final de un experimento de dispersión es «distribución angular». Cuando se los analiza conforme a las reglas de la física cuántica, estos experimentos nos dicen mucho acerca del núcleo que dispersa a las partículas. A medida que la energía de la partícula de entrada procedente del acelerador aumenta, la estructura se enfoca mejor. Así conocimos la composición de los núcleos: los neutrones, los protones, la manera en que se disponen, el baile de San Vito con que mantienen la manera en que están dispuestos. Cuando aumentamos aún más la energía de nuestros protones, podemos «ver» dentro de los protones y de los neutrones. Cajas dentro de cajas.
Para que las cosas sean más simples, podemos usar como blancos protones sueltos (núcleos de hidrógeno). Los experimentos de dispersión nos dicen cuál es el tamaño del protón y cómo se distribuye en él la carga eléctrica positiva. Un lector inteligente nos preguntará si la sonda misma —la partícula que golpea el blanco— no contribuye a la confusión; la respuesta es que sí. Por eso usamos una variedad de sondas. Las partículas alfa de la radiación cedieron el paso a los protones y electrones disparados por los aceleradores, y más tarde usamos partículas secundarias: fotones que salían de los electrones, piones que salían de las colisiones de protones y núcleos. A medida que a lo largo de los años sesenta y setenta fuimos haciéndolo mejor, usamos partículas terciarias como partículas de bombardeo: los muones de las desintegraciones de los piones se convirtieron en sondas, lo mismo que los neutrinos de esa misma fuente, y también muchas otras partículas más.
El laboratorio del acelerador se convirtió en un centro de servicios con una variedad de productos. A finales de los años ochenta, la división de ventas del Fermilab anunciaba a los clientes potenciales que se disponía de los siguientes haces calientes y fríos: protones, neutrones, piones, kaones, muones, neutrinos, antiprotones, hiperiones, fotones polarizados (todos giran en la misma dirección), fotones marcados (sabemos sus energías), y si no lo ve, ¡pregunte!
Producción de partículas nuevas
. Aquí el objetivo es hallar si un nuevo dominio de energía da lugar a la creación de partículas nuevas, que no se hayan visto nunca antes. Si hay una partícula nueva, queremos saberlo todo de ella: su masa, su espín, su carga, su familia y demás. Hemos de saber además su vida media y en qué otras partículas se desintegra. Por supuesto, hemos de saber su nombre y qué papel desempeña en la gran arquitectura del mundo de las partículas. El pión se descubrió en los rayos cósmicos, pero pronto hallamos que no llegan a las cámaras de niebla de la nada. Los protones de los rayos cósmicos procedentes del espacio exterior entran en la atmósfera de la Tierra, y en ella chocan con los núcleos de nitrógeno y de oxígeno (hoy tenemos también más contaminantes); en esas colisiones se crean los piones. El estudio de los rayos cósmicos identificó unos cuantos objetos raros más, como las partículas K
+
y K
−
y los que recibían el nombre de lambda (la letra griega λ.) Cuando, a partir de mediados de los años cincuenta y, con creces, en los años sesenta, el dominio fue de los grandes aceleradores, se crearon varias partículas exóticas. El chorreo de objetos nuevos se convirtió enseguida en un diluvio. Las enormes energías de que se disponía en los aceleradores desvelaron la existencia no de una o cinco o diez, sino de cientos de partículas nuevas, en las que no había soñado, Horacio, apenas ninguna de nuestras filosofías. Estos descubrimientos fueron la obra de grupos, el fruto de la Gran Ciencia y de la aparición como hongos de tecnologías y métodos nuevos de la física experimental de partículas.
A cada objeto nuevo se le dio un nombre, por lo usual una letra griega. Los descubridores, generalmente una colaboración de sesenta y tres científicos y medio, anunciaban el nuevo objeto y daban todas las propiedades —masa, carga, espín, vida media y una larga lista de propiedades adicionales— que se conociesen. Pronunciaban entonces su «¡adelante!», juntaban doscientos dólares, escribían una tesis o dos y esperaban a que se les invitara a dar seminarios, a leer artículos en los congresos, a que se les promocionase, todo eso. Y más que nada, estaban ansiosos por seguir adelante y asegurarse de que otros confirmaban sus resultados, preferiblemente mediante alguna otra técnica, para que se minimizasen los sesgos instrumentales. Es decir, todo acelerador concreto y sus detectores tienden a «ver» los sucesos de una manera particular. Hace falta que el suceso sea confirmado por unos ojos diferentes.
La cámara de burbujas fue una técnica poderosa para el descubrimiento de partículas; gracias a ella se podían ver y medir los contactos estrechos con mucho detalle. Los experimentos donde se usaban detectores electrónicos apuntaban, por lo general, a procesos más específicos. Una vez una partícula se había hecho un hueco en la lista de objetos confirmados, se podían diseñar colisiones y dispositivos específicos que proporcionasen datos sobre otras propiedades, como la vida media —todas las partículas nuevas eran inestables— y modos de desintegración. ¿En qué se desintegraban? Un lambda se desintegra en un protón y un pión; un sigma, en un lambda y un pión; y así sucesivamente. Tabular, organizar, intentar que los datos no fueran abrumadores. Estas eran las líneas directrices para conservar la cordura a medida que el mundo nuclear exhibía una complejidad cada vez más profunda. Todas las partículas nombradas con una letra griega que se crearon en las colisiones regidas por la interacción fuerte recibieron la denominación colectiva de
hadrones
—la palabra griega que significa «pesado»—, y las había a cientos. No era eso lo que queríamos. En vez de a una sola partícula, minúscula, indivisible, la búsqueda del
á-tomo
democritiano había llevado hasta cientos de partículas pesadas y muy divisibles. ¡Qué desastre! De nuestros colegas de la biología aprendimos qué había que hacer cuando no se sabe qué hacer: ¡clasificar! Y nos abandonamos a la tarea. Los resultados —y las consecuencias— de esta clasificación se consideran en el capítulo siguiente.
Cerramos este capítulo con un nuevo punto de vista acerca de lo que realmente pasa en las colisiones de los aceleradores, que se nos ofrece como cortesía de nuestros colegas dedicados a la astrofísica. (Hay un pequeño grupo, pero muy divertido, de astrofísicos que se acurrucan tan a gusto en el Fermilab.) Esta gente nos asegura —no tenemos razones para dudar de ellos— que el mundo se creó hace unos 15.000 millones de años en una explosión catastrófica, el big bang. En los primeros instantes tras la creación, el universo recién nacido era una sopa caliente y densa de partículas primordiales que chocaban entre sí con energías (que equivalen a temperaturas) muchísimo mayores que cualquiera que podamos siquiera soñar con reproducir, aun con una megalomanía aguda, ni a marchas forzadas. Pero el universo se enfría mientras se expande. En algún punto, unos 10
−12
segundos después de la creación, la energía media de las partículas de la sopa caliente del universo se redujo a 1 billón de electronvoltios, o 1 TeV, que viene a ser la energía que el Tevatrón del Fermilab produce en cada haz. Por lo tanto, podemos ver los aceleradores como máquinas del tiempo. El Tevatrón reproduce, por un breve instante durante las colisiones frontales de los protones, el comportamiento del universo entero a la edad de «una billonésima de segundo». Podemos calcular la evolución del universo si conocemos la física de cada época y las condiciones que la época anterior les dejó.
Este uso como máquina del tiempo es en realidad un problema de los astrofísicos. Bajo circunstancias normales, a los físicos de partículas nos divertiría y halagaría, pero no nos preocuparía, que los aceleradores imitasen el universo primitivo. En los últimos años, sin embargo, hemos empezado a ver el nexo. Retrocediendo aún más en el tiempo, cuando las energías eran bastante mayores que 1 TeV —el límite de nuestro inventario actual de aceleradores—, se halla un secreto que hemos de desvelar. Ese universo anterior y más caliente contiene una pista crucial acerca de la madriguera de la Partícula Divina.
El acelerador en cuanto máquina del tiempo —la conexión astrofísica— es un punto de vista que hay que considerar. Otra conexión es la que plantea Robert Wilson, el vaquero constructor de aceleradores, que escribió:
Como suele ocurrir, las consideraciones estéticas y técnicas se combinaban de manera inextricable [en el diseño del Fermilab]. Hasta encontré, muy marcada, una extraña semejanza entre la catedral y el acelerador: el propósito de una de estas estructuras era alcanzar una altura espacial vertiginosa; el de la otra, alcanzar una altura comparable en energía. Sin duda, el atractivo estético de ambas estructuras es primariamente técnico. En la catedral, lo encontramos en la funcionalidad de la construcción basada en el arco ojival, en el empuje y el contraempuje tan viva y bellamente expresados, de manera tan impresionante utilizados. También hay una estética tecnológica en el acelerador. Como las agujas de la catedral caen abriendo su círculo, así giran en espiral las órbitas. Y hay un empuje eléctrico y un contraempuje magnético. Una y otro viven en permanente erupción que eleva su propósito y su función hasta que la expresión final se logre, pero esta vez se trata de la energía de un brillante haz de partículas.
Así arrebatado, le presté un poco más de atención a la construcción de la catedral. Hallé una chocante semejanza entre la estrecha comunidad de los constructores de catedrales y la comunidad de los constructores de aceleradores: unos y otros eran innovadores audaces, unos y otros eran fieros competidores dentro de sus naciones, y, sin embargo, en esencia, los unos y los otros eran internacionalistas. Me gusta comparar al gran Maitre d'Oeuvre, Suger de Saint Denis, con Cockcroft de Cambridge; o a Sully de Notre-Dame con Lawrence de Berkeley; y a Villard de Honnecourt con Budker de Novosibirsk.
A lo que yo sólo puedo añadir que hay este vínculo más profundo: tanto las catedrales como los aceleradores se construyen, con un precio muy alto, por una cuestión de fe. Aquéllas y éstos proporcionan elevación espiritual, trascendencia y, devotamente, revelación. Por supuesto, no todas las catedrales salieron bien.
Uno de los momentos gloriosos de nuestro negocio es la escena de la sala de control abarrotada, cuando los jefes, es un día especial, están ante la consola, atentos a las pantallas. Todo está en su sitio. El trabajo de tantos científicos e ingenieros durante tantos años está a punto de salir a la luz cuando se sigue al haz desde la botella de hidrógeno por la intrincada víscera… ¡Funciona! ¡El haz! En menos tiempo del que se tarda en decir hurra, el champán se vierte en las copas de Styrofoam, escritos el júbilo y el éxtasis en todos los rostros. En nuestra metáfora sacra, veo a los trabajadores colocando la última gárgola en su sitio mientras los sacerdotes, los obispos, los cardenales y el imprescindible jorobado se apiñan tensamente alrededor del altar, a ver si la cosa funciona.
Además de los GeV y sus otros atributos técnicos, se deben tener en cuenta las cualidades estéticas del acelerador. Dentro de miles de años, puede que los arqueólogos y los antropólogos juzguen nuestra cultura por los aceleradores. Al fin y al cabo, son las mayores máquinas que nuestra civilización haya construido.
Hoy visitamos Stonehenge o las Grandes Pirámides, y primero nos maravillamos por su belleza y por el logro técnico que supuso su construcción. Pero también tenían un propósito científico; eran unos «observatorios» burdos con los que se seguía el curso de los cuerpos astronómicos. Debemos, pues, emocionarnos también con el impulso que llevó a las culturas de la Antigüedad a erigir grandes estructuras para medir los movimientos de los cielos intentando comprender el universo y vivir en armonía con él. La forma y la función se combinaban en las pirámides y en Stonehenge para que sus creadores pudieran perseguir las verdades científicas. Los aceleradores son nuestras pirámides, nuestro Stonehenge.
El tercer final se refiere al hombre cuyo nombre lleva el Fermilab. Enrico Fermi, uno de los físicos más famosos de los años treinta, cuarenta y cincuenta. Era italiano, y su trabajo en Roma estuvo marcado por brillantes avances tanto en el experimento como en la teoría, y por una muchedumbre de estudiantes excepcionales reunidos en torno a él. Fue un maestro dedicado y dotado. Recibió el premio Nobel en 1938, y aprovechó la ocasión para escapar de la Italia fascista y establecerse en los Estados Unidos.