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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

La partícula divina (13 page)

BOOK: La partícula divina
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Los pitagóricos amaban el estudio de las razones, de las proporciones entre las cosas. Idearon el «rectángulo de oro», la figura perfecta, cuyas proporciones son visibles en el Partenón y en muchas otras estructuras griegas, así como en las pinturas renacentistas.

Pitágoras fue el primero que le dio al rollo cósmico. Fue él (y no Carl Sagan) quien acuñó la palabra
kosmos
para referirse a todo lo que hay en nuestro universo, de los seres humanos a la Tierra y a las estrellas en rotación sobre nuestras cabezas.
Kosmos
es una palabra griega intraducible que denota las cualidades de orden y belleza. El universo es un
kosmos
, dijo, un todo ordenado, y cada uno de nosotros, seres humanos, también es un
kosmos
(algunos más que otros).

Si Pitágoras viviese hoy, lo haría en las colinas de Malibú o quizá en Marin County. Se pasaría la vida en los restaurantes macrobióticos acompañado por un séquito entusiasta de mujeres jóvenes llenas de odio hacia las judías y que llevarían nombres del estilo de Sundance Acacia o Princesa Gaia. O quizá fuese profesor adjunto de matemáticas en la Universidad de California en Santa Cruz.

Pero me estoy saliendo del tema. El hecho crucial de nuestra historia es que los pitagóricos amaban la música, a la que aportaron su obsesión por los números. Pitágoras creía que la consonancia musical dependía de los «números sonoros». Sostenía que las consonancias perfectas eran los intervalos de la escala musical que se pueden expresar como razones de los números 1, 2, 3 y 4. Estos números suman 10, el número perfecto según la concepción pitagórica del mundo. Los pitagóricos llevaban a sus reuniones sus instrumentos musicales, y las convertían en
jamm sessions
. No sabemos si eran buenos; no se grababan discos compactos por entonces. Pero un crítico posterior hizo una docta conjetura al respecto.

Vincenzo Galilei pensaba que los pitagóricos debieron de tener un oído colectivo de hormigón armado, habida cuenta de sus ideas sobre la consonancia. A Vincenzo su oído le decía que Pitágoras estaba equivocado de todas, todas. Otros músicos ejercientes del siglo XVI tampoco les hicieron caso a estos antiguos griegos. Sin embargo, las ideas de Pitágoras perduraron incluso hasta los días de Vincenzo, y los números sonoros eran aún un componente respetado de la teoría musical, si no de la práctica. El mayor defensor de Pitágoras en el siglo XVI fue Gioseffo Zarlino, el principal teórico musical de su tiempo y, además, maestro de Vincenzo. Vincenzo y Zarlino entablaron una agria disputa sobre el asunto, y Vincenzo, para probar lo que sostenía, ideó un método revolucionario en aquel tiempo:
experimentó
. Mediante la realización de experimentos con cuerdas de diferentes longitudes o cuerdas de igual longitud pero diferentes tensiones, halló nuevas relaciones matemáticas no pitagóricas en la escala musical. Algunos mantienen que Vincenzo fue el primero en desacreditar mediante la experimentación una ley matemática universalmente aceptada. Como muy poco, perteneció a la vanguardia de un movimiento que puso en lugar de la vieja polifonía la armonía moderna.

Sabemos que hubo al menos una persona que asistió con interés a estos experimentos musicales. El hijo mayor de Vincenzo le observaba mientras medía y calculaba. Exasperado por el dogma de la teoría musical, Vincenzo despotricó ante su hijo contra la estupidez de las matemáticas. No conocemos las palabras exactas, pero dentro de mí puedo oírle vociferar algo del estilo de: «Olvídate de esas teorías con números estúpidos. Escucha lo que tus oídos te digan. ¡Que no tenga que oír nunca que quieres ser matemático!». Enseñó bien al chico, e hizo de él un competente ejecutante del laúd y de otros instrumentos. Educó sus sentidos y le enseñó a detectar los errores de tiempo, habilidad esencial para un músico. Pero quiso que su hijo mayor renunciara tanto a la música como a las matemáticas. Padre al fin y al cabo, Vincenzo quería que su hijo fuese médico; deseaba que tuviera unos ingresos decentes.

Contemplar estos experimentos causó en el joven un efecto mayor de lo que Vincenzo pudo haber imaginado. Al chico le apasionó especialmente un experimento en el que su padre aplicó varias tensiones a sus cuerdas colgándoles pesos distintos de sus cabos. Al pinzarlas, estas cuerdas cargadas hacían de péndulos, y ahí puede que empezase el joven Galileo a pensar en las maneras características con que los objetos se mueven en este universo.

El hijo se llamaba, claro, Galileo. Desde el punto de vista moderno, los logros de Galileo son tan luminosos que cuesta percibir en ese periodo de la historia a nadie que no sea él. Galileo ignoró las diatribas de Vincenzo sobre lo espurias que eran las matemáticas, y se hizo profesor de matemáticas precisamente. Pero, por mucho que amase el razonamiento matemático, lo subordinó a la observación y la medición. De su hábil mezcla de una cosa y la otra se dice con frecuencia que supuso el verdadero comienzo del «método científico».

Galileo, Zsa Zsa y yo

Galileo marcó un nuevo principio. En este capítulo y en el que sigue veremos la creación de la física clásica. Conoceremos a un imponente conjunto de héroes: Galileo, Newton, Lavoisier, Mendeleev, Faraday, Maxwell y Hertz, entre otros. Cada uno atacó el problema de hallar el ladrillo último de la naturaleza desde un ángulo diferente. Este capítulo me intimida. De todos ésos se ha escrito una y otra vez. La física es un terreno bien cubierto. Me siento como el séptimo marido de Zsa Zsa Gabor. Sé qué hacer, pero ¿cómo hacer que resulte interesante?

Gracias a los pensadores posteriores a Demócrito, poco pasó en la ciencia desde la época de los atomistas hasta el alba del Renacimiento. Esta es una de las razones por las que la Edad Oscura fue tan oscura. Lo bueno de la física de partículas es que podemos pasar por alto casi dos mil años de pensamiento intelectual. La lógica aristotélica —geocéntrica, humanocéntrica, religiosa— dominó la cultura occidental de este periodo, creando un entorno estéril para la física. Ni que decir tiene que Galileo no brotó ya crecido en un completo desierto. Rindió tributo a Arquímedes, Demócrito y al poeta-filósofo romano Lucrecio. Sin duda estudió, y se basó en ellos, a otros precursores que hoy sólo conocen bien los eruditos. Galileo aceptó la visión del mundo de Copérnico (tras haberla comprobado cuidadosamente), y ello determinó su futuro personal y político.

Veremos en este periodo un apartamiento del método griego. Ya no basta la Razón Pura. Entramos en una era de la experimentación. Como Vincenzo le dijo a su hijo, entre el mundo real y la razón pura (es decir, las matemáticas) están los sentidos y, lo que es más importante, la medición. Conoceremos a varias generaciones de medidores y de teóricos. Veremos de qué manera la interrelación de estos dos campos sirvió para que se forjase un edificio intelectual magnífico, lo que ahora conocemos como física clásica. De su obra no sacaron provecho sólo académicos y filósofos. De sus descubrimientos salieron técnicas que cambiaron la manera en que los seres humanos viven en este planeta.

Por supuesto, las mediciones no son nada sin las correspondientes varas de medir, sin sus instrumentos. Fue un periodo de científicos maravillosos, sí, pero también de maravillosos instrumentos.

Bolas e inclinaciones

Galileo prestó particular atención al estudio del movimiento. Puede que dejara caer piedras desde la torre inclinada de Pisa o puede que no, pero su análisis lógico de la relación que guardan entre sí la distancia, el tiempo y la velocidad seguramente es anterior a los experimentos que efectuó. Galileo estudió de qué manera se movían las cosas, no dejándolas caer libremente, sino por medio de un truco, un sustitutivo: el plano inclinado. Galileo razonó que el movimiento de una bola que rueda hacia abajo por una lámina lisa inclinada tenía que guardar una relación estrecha con el de una bola en caída libre, pero el plano tenía la enorme ventaja de retardar el movimiento lo bastante para que cupiese medirlo.

Pudo al principio comprobar este razonamiento con inclinaciones muy suaves —levantando un extremo de la lámina, de unos dos metros de largo, unos cuantos centímetros para crear un pequeño declive— y repitiendo sus mediciones con inclinaciones crecientes hasta que la velocidad llegase a ser tan grande que no fuera posible medirla con precisión. De esta forma debió de ganar confianza en que sus conclusiones se podían extender hasta la inclinación máxima, la caída libre vertical.

Ahora bien, necesitaba algo que midiese los tiempos durante el descenso. La visita de Galileo al centro comercial de la localidad para comprar un cronómetro falló; faltaban todavía trescientos años para que se inventase. Aquí es donde la educación que le impartió su padre entró en juego. Recordad que Vincenzo refinó el oído de Galileo para los tiempos musicales. Una marcha, por ejemplo, debe marcar un tiempo cada medio segundo. Con ese compás un músico competente, y Galileo lo era, puede detectar un error de alrededor de un sesenta y cuatroavo de segundo.

Galileo, perdido en un mundo sin relojes, decidió hacer de su plano inclinado una especie de instrumento musical. Dispuso a través del plano una serie de cuerdas de laúd, a intervalos. Así, al dejar caer una bola por la pendiente sonaba un clic cada vez que pasaba sobre una cuerda. Galileo las fue corriendo hacia arriba y hacia abajo hasta que su oído percibió una sucesión de clics constante. Tocaba al laúd una marcha; dejaba caer la bola en un tiempo, y una vez estaban las cuerdas puestas adecuadamente, la bola pasaba por cada cuerda de laúd coincidiendo justo con los tiempos sucesivos de la pieza, separados entre sí medio segundo. Cuando Galileo midió los espacios entre las cuerdas —
mirabile dictu!
—, halló que pendiente abajo crecían geométricamente. En otras palabras, la distancia que había desde el punto de arranque hasta la segunda cuerda era cuatro veces la que había del arranque a la primera cuerda. La distancia desde el principio hasta la tercera cuerda era nueve veces el primer intervalo; la cuarta cuerda estaba dieciséis veces más abajo que la primera; y así sucesivamente, aun cuando cada hueco entre las cuerdas representaba siempre medio segundo. (Las razones de los intervalos, 1 a 4 a 9 a 16, pueden también expresarse como cuadrados: 1², 2², 3², 4², y así sucesivamente.)

Pero ¿qué pasa si se levanta el plano una pizca y la inclinación crece? Galileo trabajó con muchos ángulos distintos y obtuvo esa misma relación, esa misma secuencia de cuadrados, para cada inclinación, de suave a menos suave, hasta que el movimiento se volvió demasiado veloz para que su «reloj» registrase las distancias con suficiente precisión. Lo crucial era que Galileo había demostrado que un objeto que cae no sólo se precipita hacia el suelo, sino que se precipita más y más y más deprisa. Se acelera, y la aceleración es constante.

Como era matemático, enunció una fórmula que describe este movimiento. La distancia
s
que cubre un cuerpo que cae es igual a un número
A
de veces el cuadrado del tiempo
t
que le lleva cubrir esa distancia. En el viejo lenguaje del álgebra, abreviamos esto diciendo:
s = At²
. La constante
A
cambia con la inclinación del plano.
A
representa el concepto básico de aceleración, es decir, el incremento de la velocidad a medida que el objeto va cayendo. Galileo fue capaz de deducir que la velocidad cambia en función del tiempo de manera más sencilla que la distancia, pues aumenta simplemente con el tiempo, en vez de con su cuadrado.

El plano inclinado, la capacidad del oído educado para medir los tiempos hasta un sesenta y cuatroavo de segundo y la de medir distancias con una exactitud del orden del milímetro le dieron a Galileo la precisión que necesitaba para hacer sus mediciones. Galileo inventó más tarde un reloj que se basaba en el periodo regular del péndulo. Hoy, la precisión de los relojes atómicos de cesio de la Oficina de Pesos y Medidas supera ¡la millonésima de segundo al año! Estos relojes tienen por rivales a los propios de la naturaleza: los púlsares astronómicos, que son estrellas de neutrones rotatorias que barren el cosmos con haces de ondas de radio y lo hacen con una regularidad que ya la quisierais para vuestros relojes. Pueden, de hecho, ser más precisos que el pulso atómico del átomo de cesio. Galileo habría entrado en trance por esta conexión profunda entre la astronomía y el atomismo.

Bueno, ¿qué hay en
s = At²
que sea tan importante?

Fue, que sepamos, la primera vez que se describió el movimiento matemáticamente de una forma correcta. Los conceptos básicos de aceleración y velocidad se definieron nítidamente. La física es el estudio de la materia y del movimiento. El movimiento de los proyectiles, el movimiento de los átomos, el giro de los planetas y de los cometas deben todos describirse cuantitativamente. Las matemáticas de Galileo, confirmadas por el experimento, proporcionaron el punto de partida.

Por si todo esto suena demasiado fácil, deberíamos tener en cuenta que la obsesión de Galileo por la ley de la caída libre duró décadas. Hasta publicó una forma incorrecta de la ley. Casi todos nosotros, que somos en esencia aristotélicos (¿sabéis, queridos lectores, que sois en esencia aristotélicos?), supondríamos que la velocidad de la caída dependería del peso de la bola. Galileo, como era listo, razonó de manera distinta. Pero ¿es tan absurdo creer que las cosas pesadas caen más deprisa que las livianas? Lo creemos porque la naturaleza nos confunde. Listo como era, Galileo hubo de realizar experimentos cuidadosos para mostrar que la dependencia
aparente
del tiempo de caída de un cuerpo de su peso se debe a la fricción de la bola con el plano. Así que pulió y pulió para disminuir el efecto de la fricción.

La pluma y la moneda

Sacar una ley simple de la física de una serie de mediciones no es tan sencillo. La naturaleza oculta la simplicidad con una maraña de circunstancias que van añadiendo complejidad, y la tarea del experimentador es eliminar esas complicaciones. La ley de la caída libre es un ejemplo espléndido. En la física para principiantes sostenemos una pluma y una moneda en lo alto de un largo tubo de cristal y las dejamos caer a la vez. La moneda cae más deprisa y golpea el fondo en menos de un segundo. La pluma flota y cae suavemente, y llega en cinco o seis segundos. Observaciones como esta condujeron a Aristóteles a formular su ley de que los objetos más pesados caen más deprisa que los ligeros. Extraigamos ahora el aire del tubo y repitamos el experimento. La pluma y la moneda tardarán lo mismo en caer. La resistencia del aire oscurece la ley de la caída libre. Para progresar, hemos de retirar este rasgo que complica las cosas a fin de obtener una ley simple. Luego, si es importante, podremos aprender a reintegrar ese efecto y llegar a una ley más compleja pero más aplicable.

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