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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

La partícula divina (32 page)

BOOK: La partícula divina
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Ya estoy listo para hacer trajes. Si esos estudiantes fuesen mi mercado (previsión improbable si estuviera en el negocio de la confección), puedo calcular qué tanto por ciento de mis trajes tendrían que ser de las tallas 36, 38 y así sucesivamente. Si no tuviera la gráfica de las estaturas, tendría que adivinarlo, y si me equivocase, al final de la temporada tendría 137 trajes de la talla 46 sin vender (y le echaría la culpa a mi socio Jake, ¡el muy bruto!).

Cuando se resuelve la ecuación de Schrödinger para cualquier situación en la que intervengan procesos atómicos, se genera una curva análoga a la distribución de estaturas de los estudiantes. Sin embargo, puede que el perfil sea muy distinto. Si quiero saber por dónde está el electrón en el átomo de hidrógeno —a qué distancia está del núcleo—, hallaremos una distribución que caerá bruscamente a unos 10
−8
centímetros, con una probabilidad de un 80 por 100 de que el electrón esté dentro de la esfera de 10
−8
centímetros. Ese es el estado fundamental. Si excitamos el electrón al siguiente nivel de energía, obtendremos una curva de Bell cuyo radio medio es unas cuatro veces mayor. Podemos también computar las curvas de probabilidad de otros procesos. Aquí debemos diferenciar claramente las predicciones de
probabilidad
de las
posibilidades
. Los niveles de energía posibles se conocen con mucha precisión, pero si preguntamos en qué estado de energía se encontrará el electrón, calculamos sólo una probabilidad, que depende de la historia del sistema. Si el electrón tiene más de una opción a la hora de saltar aun estado de energía inferior, podemos también calcular las probabilidades; por ejemplo, un 82 por 100 de saltar a
E1
, un 9 por 100 de saltar a
E2
, etc. Demócrito lo dijo mejor cuando proclamó: «Nada hay en el universo que no sea fruto del azar y la necesidad». Los distintos estados de energía son necesidades, las únicas condiciones posibles. Pero sólo podemos predecir las probabilidades de que el electrón esté en cualquiera de ellos. Es cosa del azar.

Los expertos actuariales conocen hoy bien los conceptos de probabilidad. Pero eran perturbadores para los físicos educados en la física clásica de principios de siglo (y siguen perturbando a muchos hoy). Newton describió un mundo determinista. Si tirases una piedra, lanzaras un cohete o introdujeras un planeta nuevo en el sistema solar, podrías predecir adónde irían a parar con toda certidumbre, al menos en principio, mientras conozcas las fuerzas y las condiciones iniciales. La teoría cuántica decía que no: las condiciones iniciales son inherentemente inciertas. Sólo se obtienen probabilidades como predicciones de lo que se mida: la posición de la partícula, su energía, su velocidad o lo que sea. La interpretación de Schrödinger que dio Born perturbó a muchos físicos, que en los tres siglos pasados desde Galileo y Newton habían llegado a aceptar el determinismo como una forma de vida. La teoría cuántica amenazaba con transformarlos en actuarios de alto nivel.

Sorpresa en la cima de una montaña

En 1927, el físico inglés Paul Dirac intentaba extender la teoría cuántica, que en ese momento no casaba con la teoría especial de la relatividad de Einstein. Sommerfeld ya había presentado una teoría a la otra. Dirac, con la intención de hacer que las dos teorías fuesen felizmente compatibles, supervisó el matrimonio y su consumación. Al hacerlo dio con una ecuación nueva y elegante para el electrón (curiosamente, la llamamos ecuación de Dirac). De esta poderosa ecuación sale la orden
a posteriori
de que los electrones deben tener espín y producir magnetismo. Recordad el factor g del principio de este capítulo. Los cálculos de Dirac mostraron que la intensidad del magnetismo del electrón tal y como lo medía g era 2,0. (Sólo mucho más tarde vinieron los refinamientos que condujeron al valor preciso dado antes.) ¡Aún más! Dirac (que tenía veinticuatro años o así) halló, al obtener las ondas de electrón que resolvían su ecuación, que había otra solución con extrañas consecuencias. Tenía que haber otra partícula cuyas propiedades fuesen idénticas a las del electrón, pero con carga eléctrica opuesta. Matemáticamente, se trata de un concepto sencillo. Como sabe hasta un niño, la raíz cuadrada de cuatro es más dos, pero además está menos dos porque menos dos por menos dos es también cuatro: 2 × 2 = 4 y −2 × −2 = 4. Así que hay dos soluciones. La raíz cuadrada de cuatro es más o menos dos.

El problema es que la simetría implícita en la ecuación de Dirac quería decir que para cada partícula tenía que existir otra partícula de la misma masa pero carga opuesta. Por eso, Dirac, conservador caballero que carecía hasta tal punto de carisma que ha dado lugar a leyendas, luchó con esa solución negativa y acabó por predecir que la naturaleza tiene que contener electrones positivos además de electrones negativos. Alguien acuñó la palabra
antimateria
. Esta antimateria debería estar en todas partes, y sin embargo nadie había dado con ella.

En 1932, un joven físico del Cal Tech, Carl Anderson, construyó una cámara de niebla diseñada para registrar y fotografiar las partículas subatómicas. El aparato estaba circundado por un imán poderoso; su misión era doblar la trayectoria de las partículas, lo que daba una medida de su energía. Anderson metió en el saco una partícula nueva y rara —o, mejor dicho, su traza— gracias a la cámara de niebla. Llamó a este extraño objeto nuevo
positrón
, porque era idéntico al electrón excepto porque tenía carga positiva en vez de negativa. La comunicación de Anderson no hacía referencia a la teoría de Dirac, pero enseguida se ataron los cabos. Había hallado una nueva forma de materia, la antipartícula que había saltado de la ecuación de Dirac unos pocos años antes. Las trazas habían sido dejadas por los rayos cósmicos, la radiación que viene de las partículas que dan en la atmósfera procedente de los confines de nuestra galaxia. Anderson, para obtener mejores datos todavía, transportó el aparato de Pasadena a lo alto de una montaña de Colorado, donde el aire es fino y los rayos cósmicos más intensos.

Una fotografía de Anderson que apareció en la primera plana del New York Times anunciando el descubrimiento inspiró al joven Lederman, y por primera vez cayó bajo el influjo de la romántica aventura de llevar a cuestas un equipo científico a la cima de una montaña muy alta para hacer mediciones de importancia. La antimateria dio mucho de sí y se unió inextricablemente a la vida de los físicos de partículas; prometo decir más de ella en los capítulos siguientes. Otro triunfo de la teoría cuántica.

La incertidumbre y esas cosas

En 1927 Heisenberg concibió sus relaciones de incertidumbre, que coronaron la gran revolución científica a la que damos el nombre de teoría cuántica. La verdad es que la teoría cuántica no se completó hasta finales de los años cuarenta. En realidad, su evolución sigue hoy, en su versión de teoría cuántica de campos, y la teoría no estará completa hasta que se combine plenamente con la gravitación. Pero para nuestros propósitos el principio de incertidumbre es un buen sitio para acabar. Las relaciones de incertidumbre de Heisenberg son una consecuencia matemática de la ecuación de Schrödinger. También podrían haber sido postulados lógicos, o supuestos, de la nueva mecánica cuántica. Como las ideas de Heisenberg son fundamentales para entender cómo es el nuevo mundo cuántico, hemos de demorarnos aquí un poco.

Los ideadores cuánticos insisten en que sólo las mediciones, tan caras a los experimentadores, cuentan. Todo lo que podemos pedirle a una teoría es que prediga los resultados de los hechos que quepa medir. Parecerá una obviedad, pero olvidarla conduce a las paradojas que tanto les gusta explotar a los escritores populares carentes de cultura. Y, debería añadir, es en la teoría de la medición donde la teoría cuántica encuentra sus críticos pasados, presentes y, sin duda, futuros.

Heisenberg anunció que nuestro conocimiento
simultáneo
de la posición de una partícula y de su movimiento es limitado y que la incertidumbre combinada de esas dos propiedades debe ser mayor que…, cómo no, la constante de Planck,
h
, que encontramos por vez primera en la fórmula
E = hf
. Nuestras mediciones de la posición de una partícula y de su movimiento (en realidad, de su momento) guardan una relación recíproca. Cuanto más sabemos de una, menos sabemos de la otra. La ecuación de Schrödinger nos da las probabilidades de esos factores. Si concebimos un experimento que determine con exactitud la posición de una partícula —es decir, que está en alguna coordenada con una incertidumbre sumamente pequeña—, la dispersión de los valores posibles del momento será, en la medida correspondiente, grande, como dicta la relación de Heisenberg. El producto de las dos incertidumbres (podemos asignarles números) es siempre mayor que la ubicua h de Planck. Las relaciones de Heisenberg prescinden, de una vez por todas, de la representación clásica de las órbitas. El mismo concepto de posición o lugar es ahora menos definido. Volvamos a Newton y a algo que podamos visualizar.

Suponed que tenemos una carretera recta por la que va tirando un Toyota a una velocidad respetable. Decidimos que vamos a medir su posición en un instante de tiempo determinado mientras pasa zumbando ante nosotros. Queremos saber además lo deprisa que va. En la física newtoniana, la determinación exacta de la posición y la velocidad de un objeto en un instante concreto de tiempo le permite a uno predecir con precisión dónde estará en cualquier momento futuro. Sin embargo, al montar nuestras reglas y relojes, flases y cámaras, vemos que cuando medimos con más cuidado la posición, menor es nuestra capacidad de medir la velocidad y viceversa. (Recordad que la velocidad es el cambio de la posición dividido por el tiempo.) Sin embargo, en la física clásica podemos mejorar sin cesar nuestra exactitud en ambas magnitudes hasta un grado de precisión indefinido. Basta con que le pidamos a una oficina gubernamental más fondos para construir un equipo mejor.

En el dominio atómico, por el contrario, Heisenberg propuso que hay una incognoscibilidad básica que no se puede reducir por mucho equipo, ingenio o fondos que se inviertan. Enunció que es una propiedad fundamental de la naturaleza que el producto de las dos incertidumbres es siempre mayor que la constante de Planck. Por extraño que suene, esta incertidumbre en la mensurabilidad del micromundo tiene una base física firme. Intentemos, por ejemplo, determinar la posición de un electrón. Para ello, debemos «verlo». Es decir, hay que hacer que la luz, un haz de fotones, rebote en el electrón. ¡Vale, ahí está! Ahora vemos el electrón. Sabemos su posición en un momento dado. Pero un fotón que dé en un electrón cambia el estado de movimiento de éste. Una medición socava a la otra. En la mecánica cuántica, la medición produce inevitablemente un cambio porque uno se las ve con sistemas atómicos, y los instrumentos de medición no se pueden hacer más pequeños, suaves o amables que ellos. Los átomos tienen una diez mil millonésima de centímetro de radio y pesan una billonésima de una billonésima de gramo, así que no cuesta mucho afectarlos a fondo. Por el contrario, en un sistema clásico se puede estar seguro de que el acto de medir apenas influye en el sistema que se mide. Suponed que queremos medir la temperatura del agua. No cambiamos la temperatura de un lago, digamos, cuando metemos en él un pequeño termómetro. Pero sumergir un termómetro gordo en un dedal de agua sería una estupidez, pues el termómetro cambiaría la temperatura del agua. En los sistemas atómicos, dice la teoría cuántica, debemos incluir la medición como parte del sistema.

La tortura de la rendija doble

El ejemplo más famoso e instructivo de que la naturaleza de la teoría cuántica va contra la intuición es el experimento de la rendija doble; el médico Thomas Young fue el primero que lo realizó, en 1804, y se celebró como la prueba experimental de la naturaleza ondulatoria de la luz. El experimentador dirigía un haz de luz amarilla, por ejemplo, a una pared donde había abierto dos rendijas paralelas muy finas y separadas por una distancia muy pequeña. Una pantalla alejada recoge la luz que brota a través de las rendijas. Cuando Young cubría una de ellas, se proyectaba en la pantalla una imagen simple, brillante, ligeramente ensanchada de la otra. Pero cuando estaban descubiertas las dos rendijas, el resultado era sorprendente. Un examen cuidadoso del área encendida sobre la pantalla mostraba una serie de franjas brillantes y oscuras igualmente espaciadas. Las franjas oscuras son lugares donde no llega la luz.

Las franjas son la prueba, decía Young, de que la luz es una onda. ¿Por qué? Forman parte de un patrón de interferencia, de los que se producen cuando las ondas del tipo que sean chocan entre sí. Cuando dos ondas de agua, por ejemplo, chocan cresta con cresta, se refuerzan mutuamente y se crea una onda mayor. Cuando chocan valle con cresta, se anulan y la onda se allana.

Young interpretó que en el experimento de la rendija doble las perturbaciones ondulatorias de las dos rendijas llegaban a la pantalla en ciertos sitios con las fases justas para anularse mutuamente: un pico de la onda de luz de la rendija uno llega exactamente en el valle de luz de la rendija dos. Se produce una franja oscura. Estas anulaciones son las indicaciones quintaesenciales de la interferencia ondulatoria. Cuando coinciden sobre la pantalla dos picos o dos valles tenemos una franja brillante. Se aceptó que el patrón de franjas era la prueba de que la luz era un fenómeno ondulatorio.

Ahora bien, en principio cabe efectuar el mismo experimento con electrones. En cierta forma, eso es lo que Davisson hizo en los laboratorios Bell. Cuando se usan electrones, el experimento arroja también un patrón de interferencia. La pantalla se cubre con contadores Geiger minúsculos, que suenan cuando un electrón da en ellos. El contador Geiger detecta partículas. Para comprobar que los contadores funcionan, ponemos una pieza de plomo gruesa sobre la rendija dos: los electrones no pueden atravesarla. En este caso, todos los contadores Geiger sonarán si esperamos lo suficiente para que unos miles de electrones pasen a través de la otra rendija, la que está abierta. Pero cuando las dos rendijas lo están, ¡hay columnas de contadores Geiger que no suenan nunca!

Esperad un minuto. Prestad atención a esto. Cuando se cierra una rendija, los electrones, que brotan a través de la otra, se dispersan, y unos van a la izquierda, otras en línea recta, otros a la derecha, y hacen que se forme a lo largo y ancho de la pantalla un patrón más o menos uniforme de ruidos de contadores, lo mismo que la luz amarilla de Young creaba una ancha línea brillante en su experimento de una sola rendija. En otras palabras, los electrones se comportan, lo que es bastante lógico, como partículas. Pero si retiramos el plomo y dejamos que pasen algunos electrones por la rendija dos, el patrón cambia y ningún electrón llega a esas columnas de contadores Geiger que están donde caen las franjas oscuras. Los electrones actúan entonces como ondas. Sin embargo, sabemos que son partículas porque los contadores suenan.

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