Bueno, todo iba bien hasta que llegó a Manchester un joven físico danés, de inclinación teórica. «Mi nombre es Bohr, Niels Henrik David Bohr, profesor Rutherford. Soy un joven físico teórico y estoy aquí para ayudarle.» Os podréis imaginar la reacción del rudo neozelandés, que no se andaba por las ramas.
La revolución en marcha que se conoce por el nombre de teoría cuántica no nació ya crecida del todo en las cabezas de los teóricos. Fue gestándose poco a poco a partir de los datos que generaba el átomo químico. Cabe considerar el esfuerzo por comprender este átomo como un ensayo de la verdadera lucha, la del conocimiento del subátomo, de la jungla subnuclear.
El lento desarrollo del mundo es seguramente una bendición. ¿Qué habrían hecho Galileo o Newton si todos los datos que salen del Fermilab les hubiesen sido comunicados de alguna forma? A un colega mío de Columbia, un profesor muy joven, muy brillante, con gran facilidad de palabra, entusiasta, se le asignó una tarea pedagógica singular. Toma los cuarenta o más novatos que han optado por la física como disciplina académica principal y dales dos años de instrucción intensiva: un profesor, cuarenta aspirantes a físicos, dos años. El experimento resultó un desastre. La mayoría de los estudiantes se pasaron a otros campos. La razón la dio más tarde un estudiante de matemáticas: «Mel era terrible, el mejor profesor que jamás haya tenido. En esos dos años, no sólo fuimos viendo lo usual —la mecánica newtoniana, la óptica, la electricidad y demás—, sino que abrió una ventana al mundo de la física moderna y nos hizo vislumbrar los problemas con que se enfrentaba en sus propias investigaciones. Me pareció que no había manera de que pudiese vérmelas con un conjunto de problemas tan difíciles, así que me pasé a las matemáticas».
Esto suscita una cuestión más honda, la de si el cerebro humano estará alguna ver preparado para los misterios de la física cuántica, que en los años noventa siguen conturbando a algunos de los mejores entre los mejores físicos. El teórico Heinz Pagels (que murió trágicamente hace unos pocos años escalando una montaña) sugirió, en su excelente libro
The Cosmic Code
, que el cerebro humano podría no estar lo suficientemente evolucionado para entender la realidad cuántica. Quizá tenga razón, si bien unos cuantos de sus colegas parecen convencidos de que han evolucionado mucho más que todos nosotros.
Por encima de todo está el que la teoría cuántica, teoría muy refinada, la dominante en los años noventa, funciona. Funciona en los átomos. Funciona en las moléculas. Funciona en los sólidos complejos, en los metales, en los aislantes, los semiconductores, los superconductores y allá donde se la haya aplicado. El éxito de la teoría cuántica esta tras una fracción considerable del producto nacional bruto (PNB) del mundo entero. Pero lo que para nosotros es más importante, no tenemos otra herramienta gracias a la cual podarnos abordar el núcleo, con sus constituyentes, y aún más allá, la vasta pequeñez de la materia primordial, donde nos enfrentaremos al
á-tomo
y la Partícula Divina. Y allí es donde las dificultades conceptuales de la teoría cuántica, despreciadas por la mayoría de los físicos ejercientes como mera «filosofía», desempeñarán quizá un papel importante.
El descubrimiento de Rutherford, que vino tras varios resultados experimentales que contradecían la física clásica, fue el último clavo del ataúd. En la pugna en marcha entre el experimento y la teoría, habría sido una buena oportunidad para insistir una vez más: «¿Hasta qué punto tendremos que dejar las cosas claras los experimentadores antes de que los teóricos os convenzáis de que os hace falta algo nuevo?». Parece que Rutherford no se dio cuenta de cuánta desolación iba a sembrar su nuevo átomo en la física clásica.
Y en éstas aparece Bohr, el que seria el Maxwell del Faraday Rutherford, el Kepler de su Brahe. El primer puesto de Bohr en Inglaterra fue en Cambridge, adonde fue a trabajar con el gran J. J., pero irritó al maestro porque, con veinticinco años de edad, le descubría errores. Mientras estudiaba en el Laboratorio Cavendish, nada más y nada menos que con una ayuda de las cervezas Carlsberg, Bohr asistió en el otoño de 1911 a una disertación de Rutherford sobre su nuevo modelo atómico. La tesis de Bohr había consistido en un estudio de los electrones «libres» en los metales, y era consciente de que no todo iba bien en la física clásica. Sabía, por supuesto, hasta qué punto Planck y Einstein se habían desviado de la ortodoxia clásica. Y las líneas espectrales que emitían ciertos elementos al calentarlos daban más pistas acerca de la naturaleza del átomo. A Bohr le impresionó tanto la disertación de Rutherford, y su átomo, que dispuso las cosas para visitar Manchester durante cuatro meses en 1912.
Bohr vio la verdadera importancia del nuevo modelo. Sabía que los electrones que describían órbitas circulares alrededor de un núcleo central tenían que radiar, según las leyes de Maxwell, energía, como un electrón que se acelera arriba y abajo por una antena. Para que se satisfagan las leyes de conservación de la energía, las órbitas deben contraerse y el electrón, en un abrir y cerrar de ojos, caerá en espiral hacia el núcleo. Si se cumpliesen todas esas condiciones, la materia sería inestable. ¡El modelo era un desastre clásico! Sin embargo, no había en realidad otra posibilidad.
A Bohr no le quedaba otra salida que intentar algo que fuera muy nuevo. El átomo más simple de todos es el hidrógeno, así que estudió los datos disponibles acerca de cómo las partículas alfa se frenan en el hidrógeno gaseoso, por ejemplo, y llegó a la conclusión de que el átomo de hidrógeno tiene un solo electrón en una órbita de Rutherford alrededor de un núcleo cargado positivamente. Otras curiosidades alentaron a Bohr a no achicarse a la hora de romper con la teoría clásica.
Observó que no hay nada en la física clásica que determine el radio de la órbita del electrón en el átomo de hidrógeno. En realidad, el sistema solar es un buen ejemplo de una variedad de órbitas planetarias. Según las leyes de Newton, se puede imaginar cualquier órbita planetaria; hasta con que se arranque de la forma apropiada. Una vez se fija un radio, la velocidad del planeta en la órbita y su periodo (el año) quedan determinados. Pero parecía que todos los átomos de hidrógeno son exactamente iguales. Los átomos no muestran en absoluto la variedad que exhibe el sistema solar. Bohr hizo la afirmación, sensata pero absolutamente anticlásica, de que sólo ciertas órbitas estaban permitidas.
Bohr propuso, además, que en esas órbitas especiales el electrón
no
radia. En el contexto histórico, esta hipótesis fue increíblemente audaz. Maxwell se revolvió en su tumba, pero Bohr sólo intentaba dar un sentido a los hechos. Uno importante tenía que ver con las líneas espectrales que, como Kirchhoff había descubierto hacía ya muchos años, emitían los átomos. El hidrógeno encendido, como otros elementos, emite una serie distintiva de líneas espectrales. Para obtenerlas, Bohr se percató de que tenía que permitirle al electrón la posibilidad de elegir entre distintas órbitas correspondientes a contenidos energéticos diferentes. Por lo tanto, le dio al único electrón del átomo de hidrógeno un conjunto de radios permitidos que representaban un conjunto de estados de energía cada vez mayor. Para explicar las líneas espectrales se sacó de la manga que la radiación se produce cuando un electrón «salta» de un nivel de energía a otro inferior; la energía del fotón radiado es la diferencia entre los dos niveles de energía. Propuso entonces un verdadero delirio de regla para esos radios especiales que determinan los niveles de energía. Sólo se permiten, dijo, las órbitas en las que el momento orbital, magnitud de uso corriente que mide el impulso rotacional del electrón, tome, medido en una nueva unidad cuántica, un valor entero. La unidad cuántica de Bohr no era sino la constante de Planck,
h
. Bohr diría después que «estaba al caer el que se empleasen las ideas cuánticas ya existentes».
¿Qué está haciendo Bohr en su buhardilla, tarde ya, de noche, en Manchester, con un mazo de papel en blanco, un lápiz, una cuchilla afilada, una regla de cálculo y unos cuantos libros de referencia? Busca reglas de la naturaleza, reglas que concuerden con los hechos que listan sus libros de referencia. ¿Qué derecho tiene a inventarse las reglas por las que se conducen los electrones invisibles que dan vueltas alrededor del núcleo (invisible también) del átomo de hidrógeno? En última instancia, la legitimidad se la da el éxito a la hora de explicar los datos. Parte del átomo más simple, el de hidrógeno. Comprende que sus reglas han de dimanar, al final, de algún principio profundo, pero lo primero son las reglas. Así trabajan los teóricos. En Manchester, Bohr quería, en palabras de Einstein, conocer el pensamiento de Dios.
Bohr volvió pronto a Copenhague, para que la semilla de su idea germinase. Finalmente, en tres artículos publicados en abril, junio y agosto de 1913 (la gran trilogía), presentó su teoría cuántica del átomo de hidrógeno, una combinación de leyes clásicas y suposiciones totalmente arbitrarias (hipótesis) cuyo claro designio era obtener la
respuesta correcta
. Manipuló su modelo del átomo para que explicase las líneas espectrales conocidas. Las tablas de esas líneas espectrales, una serie de números, habían sido compiladas laboriosamente por los seguidores de Kirchhoff y Bunsen, y contrastadas en Estrasburgo y en Gotinga, en Londres y en Milán. ¿De qué tipo eran esos números? Estos son algunos: λ
1
= 4.100,4; λ
2
= 4.339,0; λ
3
= 4.858,5; λ
4
= 6.560,6. (Perdón, ¿decía usted? No os preocupéis. No hace falta sabérselos de memoria.) ¿De dónde vienen estas vibraciones espectrales? ¿Y por qué sólo ésas, no importa cómo se le dé energía al hidrógeno? Extrañamente, Bohr le quitó luego importancia a las líneas espectrales: «Se creía que el espectro era maravilloso, pero con él no cabe hacer progresos. Es como si tuvieras un ala de mariposa, muy regular, qué duda cabe, con sus colores y todo eso. Pero a nadie se le ocurriría que uno pudiese sacar los fundamentos de la biología de un ala de mariposa». Y sin embargo, resultó que las líneas espectrales del hidrógeno proporcionaron una pista crucial.
La teoría de Bohr se confeccionó de forma que diese los números del hidrógeno que salen en los libros. En sus análisis fue decisivo el dominante concepto de
energía
, palabra que se definió con precisión en los tiempos de Newton, y que luego había ido evolucionando y creciendo. Dediquémosle, pues, un par de minutos a la energía.
En la física de bachillerato se dice que un objeto de cierta masa y cierta velocidad tiene energía cinética (energía en virtud del movimiento). Los objetos tienen, además, energía por lo que son. Una bola de acero en lo más alto de las torres Sears tiene energía potencial porque alguien trabajó lo suyo para llevarla hasta allí. Si se la deja caer desde la torre, irá cambiando, durante la caída, su energía potencial por energía cinética.
La energía es interesante sólo porque se conserva. Imaginaos un sistema gaseoso complejo, con miles de millones de átomos que se mueven todos rápidamente y chocan con las paredes del recipiente y entre sí. Algunos átomos ganan energía; otros la pierden. Pero la energía total no cambia nunca. Hasta el siglo XVIII no se descubrió que el calor es una forma de energía. Las sustancias químicas desprenden energía por medio de reacciones como la combustión del carbón. La energía puede cambiar, y cambia, continuamente de una forma a otra. Hoy conocemos las energías mecánica, térmica, química, eléctrica y nuclear. Sabemos que la masa puede convertirse en energía mediante
E = mc²
. A pesar de estas complejidades, estamos convencidos aún a un 100 por 100 de que en las reacciones químicas la energía total (que incluye la masa) se conserva siempre. Ejemplo: déjese que un bloque se deslice por un plano liso. Se para. Su energía cinética se convierte en calor y calienta, muy, muy ligeramente, el plano. Ejemplo: llenáis el depósito del coche; sabéis que habéis comprado cincuenta litros de energía química (medida en julios), con los que podréis dar a vuestro Toyota cierta energía cinética. La gasolina se agota, pero es posible medir su energía: 500 kilómetros, de Newark a North Hero. La energía se conserva. Ejemplo: una caída de agua se precipita sobre el rotor de un generador eléctrico y convierte su energía potencial natural en energía eléctrica para calentar e iluminar una ciudad lejana. En los libros de contabilidad de la naturaleza todo cuadra. Acabas con lo que trajiste.
Vale, ¿qué tiene esto que ver con el átomo? En la imagen que de él ofrecía Bohr, el electrón debe mantenerse dentro de órbitas específicas, cada una de ellas definidas por su radio. Cada uno de los radios permitidos corresponde a un estado (o nivel) de energía bien definida del átomo. Al radio menor le toca la energía más baja, el llamado estado fundamental. Si metemos energía en un volumen de hidrógeno gaseoso, parte de ella se empleará en agitar los átomos, que se moverán más deprisa. Pero el electrón absorberá parte de la energía; será un puñado muy concreto (recordad el efecto fotoeléctrico), que permitirá que el electrón llegue a otro de sus niveles de energía o radios. Los niveles se numeran 1, 2, 3, 4…, y cada uno tiene su energía,
E1
,
E2
,
E3
,
E4
y así sucesivamente. Bohr construyó su teoría de manera que incluyera la idea de Einstein de que la energía de un fotón determina su longitud de onda.
Si cayeran fotones de todas las longitudes de onda sobre un átomo de hidrógeno, el electrón acabaría por tragarse el fotón apropiado (un puñado de luz con una energía concreta) y saltaría de
E1
, a
E2
o
E3
, por ejemplo. De esta forma los electrones pueblan niveles de energía más altos. Esto es lo que pasa, por ejemplo, en un tubo de descarga. Cuando entra la energía eléctrica, el tubo resplandece con los colores característicos del hidrógeno. La energía mueve a algunos electrones de los billones de átomos que hay allí a saltar a niveles de energía altos. Sí la cantidad de energía eléctrica que entra es suficientemente grande, muchos de los átomos tendrán electrones que ocuparán prácticamente todos los niveles altos de energía posibles.