Si la descuidada falta de seriedad de estos autores carece de interés para mí, los verdaderos charlatanes hacen que me desconecte. En realidad, Tao y Wu Li constituyen un nivel medio relativamente respetable entre los libros científicos buenos y el sector lunático de timadores, charlatanes y locos. Esta gente te garantiza la vida eterna si no comes otra cosa que raíces de zumaque. Te dan pruebas de primera mano de la visita de extraterrestres. Sacan a la luz la falacia de la relatividad en favor de una versión sumeria del Almanaque del Granjero. Escriben para el
New York Inquirer
y contribuyen al correo delirante que todo científico destacado recibe. La mayoría de estas personas son inofensivas, como la mujer de setenta años de edad que me contaba, en ocho páginas de apretada caligrafía, la conversación que tuvo con unos pequeños visitantes verdes del espacio. Pero no todos son inofensivos. Una secretaria de la revista
Physical Review
fue asesinada a tiros por un hombre al que se le rechazó un artículo incoherente.
Lo importante, creo, es esto: todas las disciplinas, todo campo de actividad, tienen un «orden establecido», sea la colectividad de los profesores de físicas de cierta edad de las universidades prestigiosas, los magnates del negocio de las comidas rápidas, los dirigentes de la Asociación Norteamericana de la Abogacía o los viejos jefes de la Orden Fraternal de los Trabajadores Postales. En ciencia, el camino del progreso es más rápido cuando se derriba a los gigantes. (Sabía que me saldría de todo esto una buena metáfora mezclada.) Por lo tanto, se buscan con celo iconoclastas y rebeldes con bombas (intelectuales); hasta el propio régimen científico los busca. Por supuesto, a ningún teórico le divierte que tiren su teoría a lo basura; algunos hasta pueden reaccionar —momentánea, instintivamente—, como un régimen político ante una rebelión. Pero la tradición del derrocamiento está demasiado enraizada. Alimentar y premiar al joven y creativo es una obligación sagrada del régimen científico. (Lo más triste que te pueden decir de fulano de tal es que no basta con ser joven.) Esta lección moral —que debemos mantenernos abiertos a lo joven, lo heterodoxo y lo rebelde— deja un resquicio para los charlatanes y los descarriados, que pueden hacer presa en los periodistas y editores —y otros responsables de los medios de comunicación— descuidados y científicamente analfabetos. Algunos timadores han tenido notable éxito, como el mago israelí Uri Geller o el escritor Immanuel Velikovsky, incluso ciertos doctores en ciencias (un doctorado es aún una garantía de la verdad menor que un premio Nobel) que han promovido cosas tan fuera de quicio como las «manos que ven», la «psicoquinesia», la «ciencia de la creación», la «poliagua», la «fusión fría» y tantas otras ideas fraudulentas. Lo usual es que se diga que la verdad revelada está siendo suprimida por el acomodado régimen, que quiere así preservar el statu quo con todos sus derechos y privilegios.
Sin duda, eso puede pasar. Pero en nuestra disciplina, hasta los miembros del orden establecido hacen campaña contra el régimen. Nuestro santo patrón, Richard Feynman, en el ensayo «¿Qué es la ciencia?», hacía al estudiante esta admonición: «Aprende de la ciencia que debes dudar de los expertos. … La ciencia es la creencia en la ignorancia de los expertos». Y más adelante: «Cada generación que descubre algo a partir de su experiencia debe transmitirlo, pero debe transmitirlo guardando un delicado equilibrio entre el respeto y la falta de respeto, para que la raza… no imponga con demasiada rigidez sus errores a sus jóvenes, sino que transmita junto a la sabiduría acumulada la sabiduría de que quizá no sea tal sabiduría».
Este elocuente pasaje expresa la educación que todos los que laboramos en el viñedo de la ciencia tenemos profundamente imbuida. Por supuesto, no todos los científicos pueden reunir la agudeza crítica, la mezcla de pasión y percepción que Feynman era capaz de ponerle a un problema: Eso es lo que diferencia a los científicos, y también es verdad que muchos grandes científicos se toman a sí mismos demasiado en serio. Se ven entonces lastrados a la hora de aplicar su capacidad crítica a su propio trabajo o, lo que es peor todavía, al trabajo de los chicos que les están poniendo en la estacada. No hay especialidad perfecta. Pero lo que raras veces entienden los profanos es lo presta, ansiosa, desesperadamente que la comunidad científica de una disciplina dada le abre los brazos al iconoclasta intelectual… si él o ella tienen lo que hace falta.
En todo esto lo trágico no son los escritores pseudocientíficos chapuceros, ni el vendedor de seguros de Wichita que sabe exactamente dónde se equivocó Einstein y publica su propio libro al respecto, ni el timador que dirá lo que sea por ganar unos duros, los Geller o los Velikovsky. Lo trágico es el daño que se le hace al público común, crédulo y científicamente analfabeto, a quien con tanta facilidad se le toma el pelo. Ese público construirá pirámides, pagará una fortuna por inyecciones de glándula de mono, mascará huesos de albaricoque, irá adonde sea y hará lo que sea tras los pasos del charlatán de feria que, habiendo progresado de la trasera de un carromato a la hora punta de un canal de televisión, venderá lenitivos aún más escandalosos en el nombre de la «ciencia».
¿Por qué somos, y me refiero a nosotros, el público, tan vulnerables? Una respuesta posible es que los profanos se sienten incómodos con la ciencia, porque la manera en que se desenvuelve y progresa no les es familiar. El público ve la ciencia como un edificio monolítico de reglas y creencias inflexibles, y si los científicos —gracias al retrato que ofrecen los meditas de ellos como envarados ratones de biblioteca de bata blanca— como unos plúmbeos, vetustos, escleróticos defensores del statu quo. En verdad, la ciencia es algo mucho más flexible. La ciencia no tiene que ver con el statu quo. La ciencia tiene que ver con la revolución.
La teoría cuántica es un blanco fácil para los escritores que la declaran afín a alguna forma de religión o misticismo. Se suele pintar a menudo a la física clásica newtoniana como segura, lógica, intuitiva. Y la teoría cuántica, contraria a la intuición, fantasmagórica, viene y la «reemplaza». Cuesta entenderla. Es amenazadora. Una solución —la solución de algunos de los libros que se han comentado antes— es pensar en la física cuántica como si fuese una religión. ¿Por qué no considerarla una forma del hinduismo (o del budismo, etc.)? De esa manera podemos, simplemente, abandonar la lógica por completo.
Otra vía es pensar en la teoría cuántica como, bueno, una ciencia. Y no dejarse engañar por esa idea de que «reemplaza» a lo que vino antes. La ciencia no tira por la ventana ideas que tienen cientos de años, por capricho, sobre todo si esas ideas han funcionado. Merece la pena hacer aquí una breve digresión, para explorar cómo suceden las revoluciones en la física.
La nueva física no tiene por qué, necesariamente, tomar al asalto a la vieja. Las revoluciones tienden en la ciencia a ejecutarse conservadoramente y buscándole el mayor rendimiento a lo que cuestan. Quizá tengan consecuencias filosóficas anonadantes, y puede que parezca que abandonan lo que se daba por sabido acerca de la manera en que el mundo actúa. Pero lo que en realidad pasa es que el dogma establecido se extiende a un nuevo dominio.
Pensad en Arquímedes, de la Grecia antigua. En el año 100 a.C. resumió los principios de la estática y de la hidrostática. La estática es el estudio de la estabilidad de las estructuras, de las escaleras, los puentes y los arcos, por ejemplo, de cosas habitualmente que el hombre ha concebido para sentirse más a gusto. La obra de Arquímedes sobre la hidrostática tenía que ver con los líquidos y con qué flota y qué se hunde, con qué cosas flotan de pie y cuáles se tumban, con los principios de la flotabilidad y por qué uno grita «¡Eureka!» en la bañera, y más cosas. Estos problemas y el tratamiento que Arquímedes les dio son hoy tan válidos como hace dos mil años.
En 1600 Galileo examinó las leyes de la estática y de la hidrostática, pero extendió sus mediciones a los objetos en movimiento, a los objetos que ruedan por los planos inclinados, a las bolas que se dejan caer desde una torre, a las cuerdas de laúd, tensadas por pesos, que oscilaban de un lado a otro en el taller de su padre. La obra de Galileo incluía en sí la de Arquímedes, pero explicaba mucho más. Hasta explicaba las características de la superficie de la Luna y de las lunas de Júpiter. Galileo no tornó al asalto a Arquímedes. Lo englobó. Si hemos de representar gráficamente su obra, sería algo parecido a esto:
Newton llegó mucho más lejos que Galileo. Al añadir la causación, pudo examinar el sistema solar y las mareas diurnas. La síntesis de Newton incluyó nuevas mediciones del movimiento de los planetas y de sus lunas. Nada había en la revolución newtoniana que arrojase duda alguna sobre las contribuciones de Galileo o Arquímedes, pero extendió las regiones del universo que quedaban sujetas a esa gran síntesis.
En los siglos XVIII y XIX, los científicos empezaron a estudiar un fenómeno que estaba más allá de la experiencia humana normal. Excepción hecha de los amedrentadores relámpagos, si se quería estudiar un fenómeno eléctrico había que prepararlo (lo mismo que algunas partículas han de ser «fabricadas» en los aceleradores). La electricidad era entonces tan exótica como los quarks hoy. Lentamente, las corrientes y los voltajes, los campos eléctricos y magnéticos fueron siendo conocidos e incluso controlados. James Maxwell extendió y codificó las leyes de la electricidad y del magnetismo. A medida que Maxwell, y luego Heinrich Hertz, y luego Guglielmo Marconi, y luego Charles Steinmetz, y luego muchos otros dieron utilidad a esas ideas, el entorno humano fue cambiando. La electricidad nos rodea, las comunicaciones vibran en el aire que respiramos. Pero el respeto de Maxwell por todos los que le precedieron no tenía quiebras.
¿Había algo más allá de Maxwell y Newton o no? Einstein centró su atención en el borde del universo newtoniano. Sus ideas conceptuales fueron más hondas; le preocuparon algunos aspectos de las suposiciones de Galileo y Newton y ocasionalmente le llevaron a especular con nuevas premisas. No obstante, el dominio de sus observaciones incluía cosas que se movían a velocidad considerable. Tales fenómenos eran considerados irrelevantes por los observadores anteriores al siglo XX, pero como los seres humanos examinaban los átomos, ideaban ingenios nucleares y empezaban a considerar los acontecimientos acaecidos en los primeros momentos de la existencia del universo, las observaciones de Einstein adquirieron relevancia.