Aquí apareció un fantasma. La naturaleza de la luz era de antiguo un campo de batalla. Acordaos de que Newton y Galileo sostenían que la luz estaba hecha de «corpúsculos». El astrónomo holandés Christian Huygens defendió una teoría ondulatoria. La batalla histórica entre los corpúsculos de Newton y las ondas de Huygens quedó zanjada a principios del siglo XIX por el experimento de la doble rendija de Thomas Young (del que hablaremos enseguida). En la teoría cuántica, el corpúsculo resucitó en la forma de fotón, y el dilema onda-corpúsculo revivió y tuvo un final sorprendente.
Pero la física clásica aún debió enfrentarse a más problemas, gracias a Ernest Rutherford y su descubrimiento del núcleo.
Ernest Rutherford es uno de esos personajes que es casi demasiado bueno para ser de verdad, como si la Central de Repartos lo hubiera elegido para la continuidad científica. Rutherford, neozelandés grande y rudo que lucía un gran mostacho, fue el primer estudiante extranjero admitido en el célebre Laboratorio Cavendish, que por entonces dirigía J. J. Thomson. Rutherford llegó justo a tiempo para asistir al descubrimiento del electrón. Tenía, al contrario que su jefe, J. J., buenas manos, y fue un experimentador de experimentadores, digno de ser el rival de Faraday al título de mejor experimentador que haya habido jamás. Era bien conocida su creencia de que maldecir en un experimento hacía que funcionase mejor, idea que los resultados experimentales, si no la teoría, ratificaron. Al valorar a Rutherford hay que tener en cuenta especialmente a sus alumnos y posdoctorados, quienes, bajo su terrible mirada, llevaron a cabo grandes experimentos. Fueron muchos: Charles D. Ellis (descubridor de la desintegración beta), James Chadwick (descubridor del neutrón) y Hans Geiger (famoso por el contador), entre otros. No penséis que es fácil supervisar a unos cincuenta estudiantes graduados. Para empezar, hay que leerse sus trabajos. Escuchad cómo empieza su tesis uno de mis mejores alumnos: «Este campo de la física es tan virgen que el ojo humano nunca ha puesto el pie en él». Pero volvamos a Ernest.
Rutherford a duras penas ocultaba su desprecio por los teóricos, aunque, como veremos, él mismo fue uno nada malo. Y es una suerte que a finales del siglo pasado la prensa no le hiciese tanto caso a la ciencia como ahora. De Rutherford se podrían haber citado tantas ocurrencias, que habría tenido que colgarse, de tantas toneladas de subvenciones. He aquí unos cuantos rutherfordismos que han llegado a nosotros a lo largo del tiempo:
Este tipo condenadamente listo terminó su tiempo con Thomson, cruzó el Atlántico, trabajó en la Universidad McGill de Montreal y volvió a Inglaterra para ocupar un puesto en la Universidad de Manchester. En 1908 ganó un premio Nobel por sus trabajos sobre la radiactividad. Para casi cualquiera, este habría sido el clímax adecuado de toda una carrera, pero no para Rutherford. Entonces fue cuando empezó en serio (
earnest
) su trabajo.
No se puede hablar de Rutherford sin hablar del laboratorio Cavendish, creado en 1874 en la Universidad de Cambridge como laboratorio de investigación. El primer teórico fue Maxwell (¿un teórico, director de laboratorio?). El segundo fue lord Rayleigh, al que siguió, en 1884, Thomson. Rutherford llegó del paraíso de Nueva Zelanda como estudiante investigador especial en 1895, un momento fantástico para los progresos rápidos. Uno de los ingredientes principales para tener éxito profesional en la ciencia es la suerte. Sin ella, olvidaos. Rutherford la tuvo. Sus trabajos sobre la recién descubierta radiactividad —rayos de Becquerel se la llamaba— le prepararon para su descubrimiento más importante, el núcleo atómico, en 1911. El descubrimiento lo efectuó en la Universidad de Manchester y volvió en triunfo al Cavendish, donde sucedió a Thomson como director.
Recordaréis que Thomson había complicado mucho el problema de la materia al descubrir el electrón. El átomo químico, del que se creía que era la partícula indivisible planteada por Demócrito, tenía ahora cositas que revoloteaban en su interior. La carga de estos electrones era negativa, lo que suponía un problema. La materia es neutral, ni positiva ni negativa. Así que ¿qué compensa a los electrones?
El drama empieza muy prosaicamente. El jefe entra en el laboratorio. Allí están un posdoctorado, Hans Geiger, y un meritorio aún no graduado, Ernest Marsden. Están liados con unos experimentos de dispersión de partículas alfa. Una fuente radiactiva —por ejemplo, el radón 222— emite natural y espontáneamente partículas alfa. Resulta que las partículas alfa no son más que átomos de helio sin los electrones, es decir, núcleos de helio, como descubrió Rutherford en 1908. La fuente de radón se coloca en un recipiente de plomo en el que ha abierto un agujero angosto que dirige las partículas alfa hacia una lámina de oro finísima. Cuando las alfas atraviesan la lámina, los átomos de oro les desvían la trayectoria. El objeto de su estudio son los ángulos de esas desviaciones. Rutherford había montado el que llegaría a ser el prototipo de los experimentos de dispersión. Se disparan partículas a un blanco y se ve adónde van a parar. En este caso las partículas alfa eran pequeñas sondas y el propósito era descubrir cómo se estructuran los átomos. La hoja de oro que hace de blanco está rodeada por todas partes —360 grados— de pantallas de sulfuro de zinc. Cuando una partícula alfa choca con una molécula de sulfuro de zinc, ésta emite un destello de luz que permite medir el ángulo de desviación. La partícula alfa se precipita a la lámina de oro, choca con un átomo y se desvía a una de las pantallas de sulfuro de zinc. ¡Flash! Muchas de las partículas alfa son desviadas sólo ligeramente y chocan con la pantalla de sulfuro de zinc directamente por detrás de la lámina de oro. Fue dura la realización del experimento. No tenían contadores de partículas —Geiger no los había inventado todavía—, así que Geiger y Marsden no tenían más remedio que permanecer en una sala a oscuras durante horas hasta que su vista se hacía a ver los destellos. Luego tenían que tomar nota y catalogar el número y las posiciones de las pequeñas chispas.
Rutherford —que no tenía que meterse en habitaciones a oscuras porque era el jefe— decía: «Ved si alguna de las partículas alfa se
refleja
en la lámina». En otras palabras, ved si alguna de las alfas da en la hoja de oro y retrocede hacia la fuente. Marsden recuerda que «para mi sorpresa observé ese fenómeno… Se lo dije a Rutherford cuando me lo encontré luego, en las escaleras que llevaban a su cuarto».
Los datos, publicados después por Geiger y Marsden, daban cuenta de que una de cada 8.000 partículas alfa se reflejaba en la lámina metálica. Esta fue la reacción de Rutherford, hoy célebre, a la noticia: «Fue el suceso más increíble que me haya pasado en la vida. Era como si disparases un cañón de artillería a una hoja de papel cebolla y la bala rebotase y te diera».
Esto fue en mayo de 1909. A principios de 1911 Rutherford, actuando esta vez como físico teórico, resolvió el problema. Saludó a sus alumnos con una amplia sonrisa: «Sé a qué se parecen los átomos y entiendo por qué se da la fuerte dispersión hacia atrás». En mayo de ese año se publicó el artículo donde declaraba la existencia del núcleo atómico. Fue el final de una era. Ahora se veía, correctamente, que el átomo era complejo, no simple, y divisible, en absoluto
a-tómico
. Fue el principio de una era nueva, la era de la física nuclear, y supuso la muerte de la física clásica, al menos dentro del átomo.
Rutherford hubo de pensar al menos dieciocho meses en un problema que hoy resuelven los estudiantes de primero de físicas. ¿Por qué le desconcertaron tanto las partículas alfa? La razón estribaba en la imagen que los científicos se hacían entonces del átomo. Ahí tenían la pesada y positivamente cargada partícula alfa que carga contra un átomo de oro y rebota hacia atrás. En 1909 había consenso en que la partícula alfa no debería hacer otra cosa que abrirse paso por la lámina de oro, como, por usar la metáfora de Rutherford, una bala de artillería a través del papel cebolla.
El modelo del papel cebolla del átomo se remontaba a Newton, quien decía que las fuerzas han de cancelarse para que haya estabilidad mecánica. Por lo tanto, las eléctricas de atracción y repulsión habían de equilibrarse en un átomo estable del que pudiera uno fiarse. Los teóricos del nuevo siglo se entregaron a un frenesí realizador de modelos, con los que intentaban disponer los electrones de forma que se constituyese un átomo estable. Se sabía que los átomos tienen muchos electrones cargados negativamente. Habían, pues, de tener una cantidad igual de carga positiva distribuida de una manera desconocida. Como los electrones son muy ligeros y el átomo es pesado, o éste había de tener miles de electrones (para reunir ese peso) o el peso tenía que estar en la carga positiva. De los muchos modelos propuestos, hacia 1905 el dominante era el formulado por el mismísimo J. J. Thomson, el señor Electrón. Se le llamó el modelo del pudin de pasas porque en él la carga positiva se repartía por una esfera que abarcaba el átomo entero, con los electrones insertados en ella como las pasas en el pudin. Esta disposición era mecánicamente estable y hasta dejaba que los electrones vibrasen alrededor de posiciones de equilibrio. Pero la naturaleza de la carga positiva era un completo misterio.
Rutherford, por otra parte, calculó que la única configuración capaz de hacer que una partícula alfa retroceda consistía en que toda la masa y la carga positiva se concentren en un volumen muy pequeño en el centro de una esfera, enorme en comparación (de tamaño atómico). ¡El núcleo! Los electrones estarían espaciados por la esfera. Con el tiempo y datos mejores, la teoría de Rutherford se refinó. La carga central positiva (el núcleo) ocupa un volumen de no más de una billonésima parte del volumen del átomo. Según el modelo de Rutherford, la materia es, más que nada, espacio vacío. Cuando tocamos una mesa, la percibimos sólida, pero es el juego entre las fuerzas eléctricas (y las reglas cuánticas) de los átomos y moléculas lo que crea la ilusión de solidez. El átomo está casi vacío. Aristóteles se habría quedado de piedra.
Puede apreciarse la sorpresa de Rutherford ante el rebote de las partículas alfa si abandonamos su cañón de artillería y pensamos mejor en una bola que va retumbando por la pista de la bolera hacia la fila de bolos. Imaginaos la conmoción del jugador si los bolos detuviesen la bola e hicieran que rebotara hacia él; tendría que correr para salvar el pellejo. ¿Podría pasar esto? Bueno, suponed que en medio de la disposición triangular de bolos hay un «bolo gordo» especial hecho de iridio sólido, el metal más denso que se conoce. ¡Ese bolo pesa! Cincuenta veces más que la bola. Una secuencia de fotos tomadas a intervalos de tiempo mostraría a la bola dando en el bolo gordo y deformándolo, y parándose. Entonces, el bolo, a medida que recuperase su forma original, y en realidad retrocediese un poco, impartiría una sonora fuerza a la bola, cuya velocidad original invertiría. Esto es lo que pasa en cualquier colisión elástica, la de una bola de billar y la banda de la mesa, por ejemplo. La metáfora militar, más pintoresca, que hizo Rutherford de la bala de artillería derivaba de su idea preconcebida, y de la de casi todos los físicos de ese momento, de que el átomo era una esfera de pudin tenuemente extendida por un gran volumen. Para un átomo de oro, éste se trataba de una «enorme» esfera de radio 10
−9
metros.
Para hacernos una idea del átomo de Rutherford, representémonos el núcleo con el tamaño de un guisante (alrededor de medio centímetro de diámetro); entonces el átomo será una esfera de unos cien metros de radio, que podría abarcar seis campos de fútbol empacados en un cuadrado aproximado. También aquí brilla la suerte de Rutherford. Su fuente radiactiva producía precisamente alfas con una energía de unos 5 millones de electronvoltios (lo escribimos 5 MeV), la ideal para descubrir el núcleo. Era lo bastante baja para que la partícula alfa no se acercase nunca demasiado al núcleo; la fuerte carga positiva de éste la volvía hacia atrás. La masa de la nube de electrones que había alrededor era demasiado pequeña para que tuviese algún efecto apreciable en la partícula alfa. Si la alfa hubiera tenido una energía mucho mayor, habría penetrado en el núcleo y sondeado la interacción nuclear fuerte (sabremos de ella más adelante), con lo que el patrón de las partículas alfa dispersadas se habría complicado mucho (la gran mayoría de las alfas cruzan el átomo tan lejos del núcleo que sus desviaciones son pequeñas); tal y como era el patrón, según midieron a continuación Geiger y Marsden y luego un enjambre de rivales continentales, equivalía matemáticamente a lo que cabría esperar si el núcleo fuese un punto. Ahora sabemos que los núcleos no son puntos, pero si las partículas alfa no se acercaban demasiado, la aritmética es la misma.
A Boscovich le habría encantado. Los experimentos de Manchester respaldaban su visión. El resultado de una colisión lo determinan los campos de fuerza que rodean las cosas «puntuales». El experimento de Rutherford tenía consecuencias que iban más allá del descubrimiento del núcleo. Estableció que de las desviaciones muy grandes se seguía la existencia de pequeñas concentraciones «puntuales», idea crucial que los experimentadores emplearían a su debido tiempo para ir tras los verdaderos puntos, los quarks. En la concepción de la estructura del átomo que poco a poco iba formándose, el modelo de Rutherford fue un auténtico hito. Se trataba en muy buena medida de un sistema solar en miniatura: un núcleo central cargado positivamente con cierto número de electrones en varias órbitas de forma que la carga total negativa cancelase la carga nuclear positiva. Se recurría cuando convenía a Maxwell y Newton. El electrón orbital, como los planetas, obedecía el mandato de Newton,
F = ma
.
F
era en este caso la fuerza eléctrica (la ley de Coulomb) entre las partículas cargadas. Como se trata, al igual que la gravedad, de una fuerza del inverso del cuadrado, cabría suponer a primera vista que de ahí se seguirían órbitas planetarias, estables. Ahí lo tenéis, el hermoso y diáfano modelo del átomo como un sistema solar. Todo iba bien.