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Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

La partícula divina (2 page)

BOOK: La partícula divina
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El principio de la ciencia

Antes aun de mi héroe Demócrito, había ya filósofos griegos que se atrevieron a intentar una explicación del mundo mediante argumentos racionales y excluyendo rigurosamente la superstición, el mito y la intervención de los dioses. Estos habían sido recursos valiosos para acomodarse a un mundo lleno de fenómenos temibles y, aparentemente, arbitrarios. Pero a los griegos les impresionaron también las regularidades, la alternancia del día y la noche, las estaciones, la acción del fuego, del viento, del agua. Allá por el año 650 a. C. había surgido una tecnología formidable en la cuenca mediterránea. Allí se sabían medir los terrenos y navegar con ayuda de las estrellas; su metalurgia era depurada y tenían un detallado conocimiento de las posiciones de las estrellas y de los planetas con el que hacían calendarios y variadas predicciones. Construían herramientas elegantes y finos tejidos, y preparaban y decoraban
su
cerámica muy elaboradamente. Y en una de las colonias del imperio griego, la bulliciosa ciudad de Mileto, en la costa occidental de lo que ahora es la moderna Turquía, se articuló la creencia de que el mundo, en apariencia complejo, era intrínsecamente simple, y de que esa simplicidad podía ser desvelada mediante el razonamiento lógico. Unos doscientos años después, Demócrito de Abdera propuso que los
á-tomos
eran la llave de un universo simple, y empezó la búsqueda.

La física tuvo su génesis en la astronomía; los primeros filósofos levantaron la vista, sobrecogidos, al cielo nocturno y buscaron modelos lógicos de las configuraciones de las estrellas, los movimientos de los planetas, la salida y la puesta del Sol. Con el tiempo, los científicos volvieron los ojos al suelo: los fenómenos que sucedían en la superficie de la Tierra —las manzanas se caían de los árboles, el vuelo de una flecha, el movimiento regular de un péndulo, los vientos y las mareas— dieron lugar a un conjunto de «leyes de la física». La física floreció durante el Renacimiento, y se convirtió en una disciplina independiente y distinguible alrededor de 1500. A medida que pasaron los siglos y nuestras capacidades de percibir se agudizaron con el uso de microscopios, telescopios, bombas de vacío, relojes. Y así, sucesivamente, se descubrieron más y más fenómenos que se podían describir meticulosamente apuntando números en los cuadernos de notas, construyendo tablas y dibujando gráficos, y de cuya conformidad con un comportamiento matemático se dejaba triunfalmente constancia a continuación.

A principios del siglo XX los átomos habían venido a ser la frontera de la física; en los años cuarenta, la investigación se centró en los núcleos. Progresivamente, más y más dominios pasaron a estar sujetos a observación. Con el desarrollo de instrumentos de un poder cada vez mayor, miramos más y más de cerca a cosas cada vez menores. A las observaciones y mediciones les seguían inevitablemente síntesis, sumarios compactos de nuestro conocimiento. Con cada avance importante, el campo se dividía: algunos científicos seguían el camino «reduccionista» hacia el dominio nuclear y subnuclear; otros, en cambio, iban por la senda que llevaba a un mejor conocimiento de los átomos (la física atómica), las moléculas (la física molecular y la química), la física nuclear y demás.

León atrapado

Al principio fui un chico de moléculas. En el instituto y en los primeros años de la universidad la química era lo que me gustaba, pero poco a poco me fui pasando a la física, que parecía más limpia; inodora, de hecho. Me influyeron mucho, además, los chicos que estaban en física; eran más divertidos y jugaban mejor al baloncesto. El gigante de nuestro grupo era Isaac Halpern, hoy en día profesor de física en la Universidad de Washington. Decía que la única razón por la que iba a ver sus notas cuando salían en el tablón era para saber si la A —el sobresaliente—, «tenía la parte de arriba lisa o terminaba en punta». Todos lo queríamos, claro. Además, en el salto de longitud llegaba más lejos que cualquiera de nosotros.

Me llegaron a interesar los problemas de la física porque su lógica era nítida y tenían consecuencias experimentales claras. En mi último año de carrera, mi mejor amigo del instituto, Martin Klein, el hoy eminente estudioso de Einstein en Yale, me arengó acerca de los esplendores de la física toda una larga tarde, entre muchas cervezas. Hizo efecto. Entré en el ejército de los Estados Unidos con una licenciatura en química y la determinación, si es que sobrevivía a la instrucción y a la segunda guerra mundial, de ser físico.

Nací por fin al mundo de la física en 1948; emprendí entonces mi investigación de doctorado trabajando en el acelerador de partículas más poderoso de aquellos días, el sincrociclotrón de la Universidad de Columbia. Dwight Eisenhower, su presidente, cortó la cinta en la inauguración de la máquina en junio de 1950. Como había ayudado a Ike a ganar la guerra, las autoridades de Columbia, claro, me apreciaban mucho, y me pagaban casi 4.000 dólares por todo un año de trabajo, noventa horas por semana. Fueron tiempos vertiginosos. En los años cincuenta, el sincrociclotrón y otras máquinas poderosas crearon la nueva disciplina de la física de partículas.

Para quien es ajeno a la física de partículas, quizá su característica más sobresaliente sea el equipamiento, los instrumentos. Me uní a la busca en el momento en que los aceleradores de partículas llegaban a la madurez. Dominarían la física durante las cuatro décadas siguientes. Hoy siguen haciéndolo. El primer «machacador de átomos» tenía sólo unos centímetros de diámetro. El acelerador más poderoso que existe hoy en día se encuentra en el Laboratorio Nacional del Acelerador Fermi (Fermilab), en Batavia, Illinois. La máquina del Fermilab, el Tevatrón, mide más de seis kilómetros de perímetro, y lanza protones contra antiprotones con energías sin precedentes. Por el año 2000 o así, el monopolio que tiene el Tevatrón de la frontera de energía se habrá roto. El Supercolisionador Superconductor (SSC), el padre de todos los aceleradores, que se está construyendo en este momento en Texas, medirá unos 87 kilómetros.
{1}

A veces nos preguntamos: ¿no nos habremos equivocado de camino en alguna parte? ¿No nos habremos obsesionado con el equipamiento? ¿Es la física de partículas algún tipo de arcana «ciberciencia», con sus enormes grupos de investigadores y sus máquinas ciclópeas que manejan fenómenos tan abstractos que ni siquiera Él está seguro de qué ocurre cuando las partículas chocan a altas energías? Nuestra confianza crecerá, nos sentiremos más alentados si consideramos que el proceso sigue un Camino cronológico que, verosímilmente, parte de la colonia griega de Mileto en el 650 a.C. y lleva a una ciudad donde todo se sabe, en la que los empleados de la limpieza, e incluso el alcalde, saben cómo funciona el universo. Muchos han seguido El Camino: Demócrito, Arquímedes, Copérnico, Kepler, Galileo, Newton, Faraday, y así hasta Einstein, Fermi y mis contemporáneos.

El Camino se estrecha y ensancha; pasa por largos trechos donde no hay nada (como la Autopista 80 por Nebraska) y sinuosos tramos de intensa actividad. Hay calles laterales que son una tentación: la de la «ingeniería eléctrica», la «química», las «radiocomunicaciones» o la «materia condensada». Quienes las han tomado han cambiado la manera en que se vive en este planeta. Pero quienes han permanecido en El Camino ven que todo el rato está marcado claramente por la misma señal: «¿Cómo funciona el universo?». En este Camino nos encontramos los aceleradores de los años noventa.

Yo tomé El Camino en Broadway y la calle 120 de Nueva York. En aquellos días los problemas científicos parecían muy claros y muy importantes. Tenían que ver con las propiedades de la llamada interacción nuclear fuerte, y algunos predijeron teóricamente la existencia de unas partículas cuyo nombre era el de mesones pi o piones. Se diseñó el acelerador de Columbia para que produjese muchos piones mediante el bombardeo de unos inocentes blancos con protones. La instrumentación era por entonces bastante simple, lo bastante pura que un licenciado pudiera entenderla.

Columbia era un criadero de física en los años cincuenta. Charles Townes descubriría pronto el láser y ganaría el premio Nobel. James Rainwater también lo ganaría por su modelo nuclear, y Willis Lamb por medir el minúsculo desplazamiento de las líneas espectrales del hidrógeno. El premio Nobel Isadore Rabi, que nos inspiró a todos, encabezaba un equipo en el que estaban Norman Ramsey y Polykarp Kusch; a su debida hora, ambos recibirían el Nobel. T. D. Lee lo compartió por su teoría de la violación de la paridad. La densidad de profesores ungidos por el santo óleo sueco era a la vez estimulante y deprimente. Algunos miembros jóvenes del claustro llevábamos en la solapa chapas donde se leía «Todavía no».

El big bang del reconocimiento profesional me llegó en el periodo 1959-1962, cuando dos de mis colegas de Columbia y yo efectuamos las primeras mediciones de las colisiones de los neutrinos de alta energía. Los neutrinos son mi partícula favorita. Casi no tienen propiedades: carecen de masa (o tienen muy poca), de carga eléctrica y de radio; y, para más escarnio, la interacción fuerte no los afecta. El eufemismo que se emplea para describirlos es decir que son «huidizos». Un neutrino apenas si es un hecho; puede pasar por millones de kilómetros de plomo sólido sin que la probabilidad de que participe en una colisión deje de ser ínfima.

Nuestro experimento de 1961 proporcionó la piedra angular de lo que llegaría a conocerse en los años setenta con el nombre de «modelo estándar» de la física de partículas. En 1988 fue reconocido por la Real Academia Sueca de la Ciencia con el premio Nobel. (Todos preguntan por qué esperaron veintisiete años. La verdad es que no lo sé. A mi familia le daba la excusa cómica de que la Academia iba a paso de tortuga porque no eran capaces de decidir cuál de mis grandes logros iban a honrar.) Ganar el premio me produjo, por supuesto, una gran emoción. Pero, en realidad, no se puede comparar con la increíble excitación que nos embargó cuando nos dimos cuenta de que nuestro experimento había tenido éxito.

Los físicos sienten hoy las mismas emociones que los científicos han sentido durante siglos. La vida de un científico está llena de ansiedad, penas, rigores, tensión, ataques de desesperanza, depresión y desánimo. Pero aquí y allá hay destellos de entusiasmo, de risa, de alegría, de exultación. No cabe predecir los momentos en que esas revelaciones suceden. A menudo nacen de la comprensión súbita de algo nuevo e importante, algo hermoso, que otro ha descubierto. Pero si eres, como la mayoría de los científicos que conozco, mortal, los momentos más dulces, con mucho, vienen cuando eres tú mismo quien descubre un hecho nuevo en el universo. Es asombroso cuán a menudo pasa esto a las tres de la madrugada, a solas en el laboratorio, cuando has llegado a saber algo profundo y te das cuenta de que ni uno solo de los cinco mil millones de seres humanos sabe lo que tú en ese momento ya sabes. O eso esperas. Te apresurarás, por supuesto, a contárselo a los demás lo antes posible. A eso se le llama «publicar».

Este libro trata de una serie de momentos infinitamente dulces que los científicos han tenido en los últimos dos mil quinientos años. El conocimiento que hoy tenemos de qué es el universo y cómo funciona es la suma de esos momentos dulces. Las penas y la depresión son también parte de la historia. Cuántas veces, en vez de un «¡Eureka!» no se encuentra otra cosa que la obstinación, la terquedad, la pura mala uva de la naturaleza.

Pero el científico no puede depender de los momentos de ¡Eureka! para estar satisfecho de su vida. Ha de haber alguna alegría en las actividades cotidianas. Yo la encuentro en diseñar y construir aparatos con los que podamos aprender en esta disciplina tan abstracta. Cuando era un impresionable estudiante de doctorado de Columbia, ayudé a un profesor visitante que venía de Roma, mundialmente famoso a construir un contador de partículas. Yo era ahí la virgen, él un profesor del pasado. Juntos le dimos forma al tubo de latón en el torno (eran más de las cinco de la tarde y ya se habían ido todos los mecánicos). Soldamos las cubiertas de los extremos terminadas en cristal y enhebramos un hilo de oro a través de la corta paja metálica eléctricamente aislada, perforando el cristal. Soldamos algunas más. Hicimos pasar el gas especial por el contador durante unas pocas horas, el cable conectado a un oscilador, protegido de una fuente de energía de 1.000 voltios por un condensador especial. Mi amigo profesor —llamémosle Gilberto, pues ese era su nombre— se quedó con los ojos clavados en la línea verde del osciloscopio mientras me aleccionaba en un inglés indefectiblemente malo sobre la historia y la evolución de los contadores de partículas. De pronto, se volvió completa, absolutamente loco. «
Mamma mia! Regardo incredibilo! Primo secourso!
» (O algo así.) Gritaba y apuntaba con el dedo, me levantó en el aire —aunque yo era quince centímetros más alto y pesaba veinticinco kilos más que él— y se puso a bailar conmigo por toda la sala.

—¿Qué ha pasado? —balbuceé.


¡Mufiletto!
—contestó—.
¡Izza counting! ¡Izza counting!
—es decir, tal y como él pronunciaba el inglés, que estaba contando.

Es probable que representase todo esto para mi recreo, pero la verdad era que te había emocionado el que, con nuestros propios ojos, cerebros y manos hubiésemos construido un dispositivo que detectaba el paso de partículas de rayos cósmicos y las registraba en la forma de pequeñas alteraciones del barrido del osciloscopio. Debía de haber visto este fenómeno miles de veces, pero no había dejado de estremecerle. Que una de esas partículas hubiese empezado su viaje hacia la calle 120 y Broadway, décimo piso, años-luz atrás en una galaxia remota era sólo una parte en esa pasión. El entusiasmo de Gilberto, que parecía no tener fin, era contagioso.

La biblioteca de la materia

Cuando explico la física de las partículas fundamentales, suelo tomar prestada (adornándola) una hermosa metáfora del poeta-filósofo romano Lucrecio. Imaginad que se nos confía la tarea de descubrir los elementos básicos de una biblioteca. ¿Qué haríamos? Pensaríamos en primer lugar en los libros, según los distintos temas: historia, ciencia, biografía. O a lo mejor los organizaríamos por su tamaño: gordo, fino, alto, pequeño. Tras tomar en cuenta muchas de esas divisiones, vemos que los libros son objetos complejos a los que se puede subdividir fácilmente. Así que mirarnos dentro de ellos. Se desechan enseguida los capítulos, los párrafos y las oraciones porque serían constituyentes complejos, carentes de elegancia. ¡Las palabras! Al llegar ahí nos acordamos de que en una mesa cerca de la entrada hay un gordo catálogo de todas las palabras de la biblioteca. Las mismas palabras se usan una y otra vez, empalmadas unas a otras de distintas maneras.

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