Cuando Wilson puso en marcha su programa de I+D en 1973, la producción anual de material superconductor de los Estados Unidos era de unos cuantos cientos de kilogramos. El consumo que hizo el Fermilab de algo más de 60.000 kilogramos de material superconductor alentó a los productores y cambió radicalmente la postura de la industria. Los mayores consumidores son hoy las firmas que hacen aparatos de producción de imágenes por resonancia magnética para el diagnóstico médico. El Fermilab puede arrogarse un poco el mérito de que exista este sector industrial que ingresa 500 millones de dólares al año.
Y el hombre al que corresponde buena parte del mérito de que exista el propio Fermilab es nuestro primer director, el artista/vaquero/diseñador de máquinas Robert Rathbun Wilson. ¡Y hablan de carisma! Wilson creció en Wyoming, donde montaba a caballo y estudiaba con ganas en la escuela, hasta ganarse una beca para Berkeley. Allí fue alumno de E. O. Lawrence.
Ya he descrito las hazañas arquitectónicas del hombre del Renacimiento que construyó el Fermilab; también era grande su refinamiento técnico. Wilson se convirtió en el director fundador del Fermilab en 1967 y recibió una dotación de 250 millones de dólares para construir (eso decían las especificaciones) una máquina de 200 GeV con siete líneas de haz. La construcción, empezada en 1968, debía durar cinco años, pero Wilson terminó la máquina en 1972, antes de la fecha prevista. En 1974 funcionaba regularmente a 400 GeV con catorce líneas de haz y 10 millones de dólares sobrantes de la asignación inicial, y todo ello con la arquitectura más esplendida que jamás se hubiese visto en una instalación del gobierno de los Estados Unidos. Hace poco he calculado que si Wilson hubiera estado al cargo de nuestro presupuesto de defensa durante los últimos quince años con el mismo tino, los Estados Unidos disfrutarían hoy de un superávit presupuestario decente y el mundo del arte hablaría de nuestros tanques.
Se cuenta que a Wilson se le ocurrió lo del Fermilab a principios de los años sesenta en París, donde era profesor en un proyecto de intercambio. Se encontró un día bosquejando, junto a otros artistas, a una bella y bien curvada modelo desnuda en una sesión de dibujo pública en la Grande Chaumière. Se discutía por entonces en Norteamérica acerca del «200», y a Wilson no le gustaba lo que leía en su correspondencia. Mientras otros dibujaban pechos, Wilson dibujaba círculos para tubos de haces y los adornaba con cálculos. Eso es dedicación.
Wilson no era perfecto. Tomó por el camino más corto varias veces durante la construcción del Fermilab, y no siempre acertó. Se quejaba amargamente de que una estupidez le había costado un año (podría haber acabado en 1971) y 10 millones de dólares más. También se puso furioso, y en 1978, disgustado por el lento ritmo de la financiación federal de los trabajos sobre la superconducción, dimitió.
Cuando se me pidió que fuese su sucesor, fui a verle. Amenazó con perseguirme si no aceptaba el puesto, y ello hizo efecto. La perspectiva de verme perseguido por Wilson a lomos de su caballo era demasiado. Así que acepté el puesto y preparé tres sobres.
Podemos ilustrar todo lo que se ha explicado en este capítulo mediante la descripción del acelerador de cascada del Fermilab, con sus cinco máquinas secuenciales (siete si queréis contar los dos anillos donde hacemos antimateria). El Fermilab es una coreografía compleja de cinco aceleradores diferentes, cada uno un paso por encima en energía y elaboración, como la ontogenia que recapitula a la filogenia (o lo que recapitule).
Para empezar, nos hace falta algo que acelere. Corremos a
Avíos El As
y compramos una botella presurizada de gas hidrógeno. El átomo de hidrógeno consiste en un electrón y un núcleo simple, de un solo protón. En la botella hay bastantes protones para que el Fermilab funcione durante un año. Coste: unos veinte dólares, si se devuelve la botella. La primera máquina de la cascada es nada menos que un acelerador electrostático Cockcroft-Walton, diseño de los años treinta. Aunque es el más antiguo de la serie de aceleradores del Fermilab, es el de pintas más futuristas, adornado como está con unas bolas muy grandes y lustrosas y anillos con apariencia de rosquillas que a los fotógrafos les encanta fotografiar. En el Cockcroft-Walton, una chispa arranca el electrón del átomo y deja un protón de carga positiva, prácticamente en reposo. La máquina acelera entonces esos protones y crea un haz de 750 KeV dirigido a la entrada de la máquina siguiente, que es un acelerador lineal, o
linac
. El
linac
envía los protones por una serie, de 150 metros de largo, de cavidades (huecos) de radiofrecuencia para que alcancen los 200 MeV.
A esta respetable energía se los transfiere, mediante la guía magnética y el enfoque, al «impulsor», un sincrotrón, que hace dar vueltas a los protones y que su energía suba a 8 GeV. Fijaos en esto: ahí, ya hemos producido energías mayores que en el Bevatrón de Berkeley, el primer acelerador de GeV, y aún nos faltan dos anillos. Este cargamento de protones se inyecta entonces en el anillo principal, la máquina «200» de unos seis kilómetros de perímetro, que en los años 1974-1982 trabajaba a 400 GeV, el doble de la energía oficial para la que se la diseñó. El anillo principal era el caballo percherón del complejo del Fermilab.
Una vez se conectó el Tevatrón, en 1983, el anillo principal empezó a tomarse la vida con un poco más de desahogo. Ahora lleva los protones sólo hasta 150 GeV y los transfiere entonces al anillo superconductor del Tevatrón, cuyo tamaño es exactamente el mismo que el del anillo principal y está muy pocos metros debajo de él. En el uso corriente del Tevatrón, los imanes superconductores hacen dar vueltas y más vueltas a las partículas de 150 GeV, 50.000 por segundo, que así ganan 700 KeV por vuelta hasta que, tras unos 25 segundos, llegan a los 900 GeV. A esas alturas, los imanes, alimentados por corrientes de 5.000 amperios, han incrementado la intensidad de sus campos hasta 4,1 teslas, más del doble del campo que los viejos imanes de hierro podían ofrecer. Y la energía que se requiere para mantener los 5.000 amperios es ¡aproximadamente cero! La tecnología de las aleaciones superconductoras no para de mejorar. Hacia 1990 la tecnología de 1980 del Tevatrón ya había sido superada, así que el Supercolisionador usará campos de 6,5 teslas, y el CERN está trabajando duro para llevar la técnica al que quizá sea el límite de las aleaciones de niobio: 10 teslas. En 1987 se descubrió un nuevo tipo de superconductor, basado en materiales cerámicos que necesitaban sólo enfriamiento de nitrógeno. Se suscitaron esperanzas de que era inminente un gran progreso en lo que se refería al coste, pero los campos magnéticos fuertes que se requieren no existen aún, y nadie puede hacerse una idea de cuándo reemplazarán estos materiales nuevos al niobio-titanio, o siquiera si lo reemplazarán alguna vez.
En el Tevatrón, 4,1 teslas es el límite, y las fuerzas electromagnéticas empujan a los protones a una órbita que los saca de la máquina hacia un túnel, donde se dividen entre unas catorce líneas de haz. Aquí disponen los grupos experimentales los blancos y los detectores para hacer sus experimentos. Unos mil físicos trabajan en el programa de blanco fijo. La máquina funciona en cielos. Lleva unos treinta segundos hacer toda la aceleración. El haz se evacua durante otros veinte segundos, a fin de no abrumar a los experimentadores con un ritmo de partículas demasiado alto para sus experimentos. Este ciclo se repite cada minuto.
La línea externa del haz se enfoca muy apretadamente. Mis compañeros y yo preparamos un experimento en el «Centro de Protones», donde se extrae, enfoca y guía un haz de protones a lo largo de unos dos kilómetros y medio a un blanco de un cuarto de milímetro de ancho, el grosor de una hoja de afeitar. Los protones chocan con ese fino borde. Cada minuto, día tras día, durante semanas, un estallido de protones golpea en ese blanco sin que se desvíen en más de una pequeña fracción de su anchura.
El otro modo de usar el Tevatrón, el modo colisionador, es muy diferente, y lo consideraremos en detalle. En este modo, los protones inyectados derivan por el Tevatrón a 150 GeV a la espera de los antiprotones, que en su debido momento son emitidos por la fuente de p barra y enviados alrededor del anillo en la dirección opuesta. Cuando los dos haces están en el Tevatrón, empezamos a elevar la intensidad de los imanes y a acelerar los dos haces. (Enseguida se darán más explicaciones sobre cómo funciona esto.)
En cada fase de la secuencia, los ordenadores controlan los imanes y los sistemas de radiofrecuencia, para mantener los protones estrechamente agrupados y bajo control. Los sensores informan sobre las corrientes, los voltajes, las presiones, las temperaturas, la localización de los protones y los últimos promedios del Dow Jones. Un funcionamiento defectuoso podría mandar los protones, desbocados, fuera de su conducto de vacío a través de la estructura del imán que lo rodea, taladrando un agujero muy bien hecho y muy caro. Nunca ha pasado: al menos, no por ahora.
Hemos hablado aquí mucho de las máquinas de protones, pero no sólo se trabaja con protones. Lo bueno que tienen es que cuesta hasta cierto punto poco acelerarlos. Podemos acelerarlos hasta billones de electronvoltios. El Supercolisionador los acelerará hasta los 20 billones de electronvoltios. En realidad, podría no haber teóricamente un límite de lo que podemos hacer. Por otra parte, los protones están llenos de otras partículas: los quarks y los gluones. Ello hace que las colisiones sean embarulladas, complicadas. Esa es la razón de que algunos físicos prefieran acelerar electrones, que son puntuales,
a-tómicos
. Como son puntos, sus colisiones son más limpias que las de los protones. La cara negativa es que su masa es pequeña, así que es difícil y caro acelerarlos. Sus masas pequeñas producen una gran cantidad de radiación electromagnética cuando se los hace dar vuelta en círculo. Hay que invertir mucha más energía para compensar la pérdida por radiación. Desde el punto de vista de la aceleración, esa radiación no es sino un desecho, pero para algunos investigadores se trata más bien de una bonificación secundaria que es toda una bendición porque es muy intensa y su longitud de onda muy corta. Se dedican actualmente muchos aceleradores circulares a producir esta radiación de sincrotrón. Entre los clientes están los biólogos, que usan los intensos haces de fotones para estudiar la estructura de moléculas enormes, los constructores de chips electrónicos, para hacer litografía de rayos X, los científicos de materiales, que estudian la estructura de los materiales, y muchos otros de tipo práctico.
Una forma de evitar esta pérdida de energía es usar un acelerador lineal, como el
linac
de Stanford, de más de tres kilómetros de largo, que se construyó a principios de los años sesenta. A la máquina de Stanford se le llamaba al principio «M», de monstruo, y para su época fue una máquina espantosa. Empieza en el campus de Stanford, a medio kilómetro, más o menos, de la Falla de San Andrés, y se abre paso hacia la bahía de San Francisco. El Centro del Acelerador Lineal de Stanford debe su existencia al ímpetu y el entusiasmo de su fundador y primer director, Wolfgang Panofsky. J. Robert Oppenheimer contaba que el brillante Panofsky y su hermano gemelo, el no menos brillante Hans, asistieron a Princeton juntos y ambos consiguieron unos expedientes académicos estelares, pero uno de ellos lo hacía un pelo mejor que el otro. Desde entonces, decía Oppenheimer, se convirtieron en el Panofsky «listo» y el Panofsky «tonto». ¿Quién es quién? «¡Eso es secreto!», dice Wolfgang. A decir la verdad, casi todos lo llamamos Pief.
Las diferencias entre el Fermilab y el SLAC son obvias. Uno hace protones; el otro electrones. Uno es circular, el otro recto. Y cuando decimos que un acelerador lineal es recto, queremos decir recto. Por ejemplo, supongamos que construimos un tramo de carretera de tres kilómetros de largo. Los topógrafos nos aseguran que es recto, pero no lo es. Sigue la muy suave curvatura de la Tierra. A un topógrafo que está sobre la superficie de la Tierra le parece recto, pero visto desde el espacio es un arco. El tubo del haz del SLAC, por el contrario, es
recto
. Si la Tierra fuese una esfera perfecta, el
linac
sería una tangente de la superficie de la Tierra de tres kilómetros de longitud. Proliferaron por el mundo las máquinas de electrones, pero el SLAC siguió siendo el más espectacular, capaz de acelerar los electrones hasta 20 GeV en 1960, hasta 50 GeV en 1989. Entonces los europeos lo superaron.
Muy bien, estas son nuestras opciones hasta aquí. Se pueden acelerar protones o se pueden acelerar electrones, y se los puede acelerar en círculo o en línea recta. Pero hay que tomar una decisión más.
Por lo general, se sacan los haces de los límites de la prisión magnética, y se los transporta siempre por las conducciones de vacío, hasta el blanco donde se producen las colisiones. Hemos explicado de qué forma el análisis de las colisiones proporciona información sobre el mundo subnuclear. La partícula acelerada aporta una cierta cantidad de energía, pero sólo se dispone de una parte de ella para explorar la naturaleza a distancias pequeñas o para fabricar nuevas partículas conforme a
E = mc²
. La ley de la conservación del momento dice que parte de la energía de entrada se mantendrá y será dada a los productos finales de las colisiones. Por ejemplo, si un autobús en movimiento choca con un camión parado, buena parte de la energía del autobús acelerado se irá en empujar los distintos trozos de hoja metálica, de vidrio y de goma, energía que se sustrae de la que podría demoler el camión más completamente.
Si un protón de 1.000 GeV golpea a un protón en reposo, la naturaleza insiste en que cualquier partícula que salga debe tener el suficiente movimiento hacia adelante para igualar el momento hacia adelante del protón incidente. Resulta que esto deja un máximo de sólo 42 GeV para hacer partículas nuevas.
A mediados de los años sesenta nos dimos cuenta de que, si se pudiera conseguir que dos partículas, cada una de las cuales tuviera toda la energía del haz del acelerador, chocasen de frente, tendríamos una colisión muchísimo más violenta, Se aportaría a la colisión el doble de la energía del acelerador, y toda ella estaría disponible, pues el momento total inicial es cero (los objetos que chocan tienen momentos iguales y opuestos). Por lo tanto, en un acelerador de 1.000 GeV una colisión frontal de dos partículas, cada una de las cuales tenga 1.000 GeV libera 2.000 GeV para la creación de nuevas partículas, lo que hay que comparar con los 42 GeV de que se dispone cuando el acelerador está en el modo de blanco estacionario. Pero hay una penalización. Una ametralladora puede dar con mucha facilidad a la fachada de un caserón, pero es más difícil que dos ametralladoras se disparen entre sí y sus balas choquen en el aire. Esto os dará cierta idea del problema que supone manejar un acelerador de haces en colisión.