Las partículas dan 50.000 vueltas por segundo a esa pista de seis kilómetros y pico. En diez segundos viajan más de tres millones de kilómetros. Cada vez que pasan por un
hueco
—en realidad una serie de cavidades especialmente construidas—, un voltaje de radiofrecuencia les propina una energía de alrededor de 1 MeV. Los imanes que las mantienen enfocadas las dejan desviarse de las rutas que se les asignan apenas un cuarto de centímetro en todo el viaje. No es perfecto, pero sí lo bastante bueno. Es como apuntar con un rifle a un mosquito que está en la Luna y darle en el ojo que no es. Para mantener los protones en la misma órbita mientras se los acelera, la intensidad de los imanes debe aumentar en sincronía precisa con la ganancia de energía de aquéllos.
El segundo detalle importante tiene que ver con la teoría de la relatividad: los protones se vuelven, de forma detectable, más pesados cuando su energía supera los 20 MeV, más o menos. Este incremento de la masa destruye la «resonancia ciclotrónica» que Lawrence descubrió y gracias a la cual los protones que giran en espiral compensan con exactitud la mayor longitud de su trayectoria acelerándose. Gracias a esa resonancia se puede sincronizar la rotación con una frecuencia fija del voltaje que acelera las partículas a través del hueco. A una energía mayor, el tiempo de rotación crece, y ya no se puede aplicar un voltaje de radiofrecuencia constante. Para contrarrestar la ralentización, la frecuencia aplicada debe disminuir y por ello se utilizan voltajes aceleradores de frecuencia modulada (FM), con los que se sigue el incremento de masa de los protones. El sincrociclotrón, un ciclotrón de frecuencia modulada, fue el primer ejemplo del efecto de la relatividad en los aceleradores.
El sincrotrón de protones resuelve el problema de una manera aún más elegante. Es un poco complicado, pero se basa en que la velocidad de la partícula (99 coma lo que sea por 100 de la velocidad de la luz) es esencialmente constante. Suponed que la partícula cruza el hueco en esa parte del ciclo de radiofrecuencia en que el voltaje acelerador es cero. No hay aceleración. Aumentemos ahora el campo magnético un poco. La partícula describe un círculo más cerrado y llega un poco antes al hueco; ahora la radiofrecuencia está en una fase que acelera. La masa, pues, crece, el radio de la órbita también y estamos de vuelta a donde empezamos pero con una energía mayor. El sistema se corrige a sí mismo. Si la partícula gana demasiada energía (masa), su radio de giro aumentará, llegará más tarde al hueco y verá un voltaje desacelerador, lo que corregirá el error. El aumento del campo magnético tiene el efecto de incrementar la energía de masa de nuestra heroína la partícula. Este método depende de la «estabilidad de fase», que se estudia en este mismo capítulo, más adelante.
Uno de los primeros aceleradores me fue cercano y querido: el sincrociclotrón de 400 MeV de la Universidad de Columbia, construido en una finca de Irvington-on-Hudson, Nueva York, a no muchos minutos de Manhattan. La finca, a la que se puso el nombre de la ancestral montaña escocesa Ben Nevis, fue creada en la época colonial por Alexander Hamilton. Más tarde la poseyó una rama de la familia Du Pont, y luego la Universidad de Columbia. El ciclotrón de Nevis, construido entre 1947 y 1949, fue uno de los aceleradores de partículas más productivos del mundo durante sus veintitantos años de funcionamiento (1950-1972). Produjo además ciento cincuenta y tantos doctores, alrededor de la mitad de los cuales se quedaron en el campo de la física de partículas y fueron profesores de Berkeley, Stanford, Cal Tech, Princeton y muchas otras instituciones de tres al cuarto. La otra mitad fue a todo tipo de sitios: pequeñas instituciones de enseñanza, laboratorios gubernamentales, a la investigación industrial, a las finanzas…
Yo era un estudiante graduado cuando el presidente (de Columbia) Dwight Eisenhower inauguró la instalación en junio de 1950 con una pequeña ceremonia celebrada sobre el césped de la hermosa finca —árboles magníficos, arbustos, unas cuantas construcciones de ladrillo rojo—, que se inclinaba hacia el impresionante río Hudson. Tras el correspondiente discurseo, Ike le dio a un botón y por los altavoces salieron los «pitidos» amplificados de un contador Geiger, que señalaban la existencia de radiación. Producía los pitidos una fuente radiactiva que yo sostenía cerca de un contador de partículas porque la máquina había escogido justo ese momento para romperse. Ike nunca se enteró.
¿Por qué 400 MeV? La partícula de moda en 1950 era el pión, o mesón pi, como se le llama también. Un físico teórico japonés, Hideki Yukawa, predijo el pión en 1936. Se creía que era la clave de la interacción fuerte, en esos días el gran misterio. Hoy pensamos en ella basándonos en los gluones. Pero volviendo a aquellos días, los piones, que van y vienen entre los protones y los neutrones para mantenerlos muy juntos en el núcleo, eran la clave, y necesitábamos hacerlos y estudiarlos. Para producir piones en las colisiones nucleares, la partícula que sale del acelerador debe tener una energía mayor que m
pión
c², es decir, mayor que la masa en reposo del pión. Al multiplicar la masa en reposo del pión por la velocidad de la luz al cuadrado, nos sale 140 MeV, la energía de esa masa en reposo. Como sólo una parte de la energía de colisión va a parar a la producción de partículas nuevas, necesitábamos una energía extra, y nos quedamos en 400 MeV. La máquina de Nevis se convirtió en una fábrica de piones.
Pero esperad. Antes hay que decir unas palabras acerca de cómo supimos que existían los piones. A finales de los años cuarenta, los científicos de la Universidad de Bristol, en Inglaterra, se percataron de que una partícula alfa «activa» al atravesar una emulsión fotoeléctrica depositaba sobre una placa de cristal las moléculas que caían en su trayectoria. Al procesar la película, se ve una traza definida por los granos de bromuro de plata, que se discierne con facilidad mediante un microscopio de poco poder de resolución. El grupo de Bristol envió en globo lotes de emulsiones muy espesas hasta la parte más alta de la atmósfera, donde la intensidad de los rayos cósmicos es mucho mayor que a nivel del mar. Esta fuente de radiación producida «naturalmente» aportaba una energía que excedía en mucho a las insignificantes alfas de 5 MeV de Rutherford. En esas emulsiones expuestas a los rayos cósmicos, Cesare Lattes, brasileño, Giuseppe Occiallini, italiano, y C. F. Powell, el profesor residente en Bristol, descubrieron, en 1947, el pión.
El más llamativo del trío era Occiallini, a quien sus amigos conocían por Beppo. Espeleólogo aficionado, bromista compulsivo, era la fuerza que movía al grupo. Instruyó a una legión de mujeres jóvenes para que hiciesen el penoso trabajo de estudiar las emulsiones con el microscopio. El supervisor de mi tesis, Gilberto Bernardini, muy amigo de Beppo, le visitó un día en Bristol. Como le señalaban a dónde tenía que ir en perfecto inglés, idioma que le parecía muy difícil, Bernardini se perdió enseguida. Finalmente, fue a parar a un laboratorio donde varias señoras muy inglesas miraban por unos microscopios y maldecían en un argot italiano que se habría prohibido en los muelles de Génova. «Ecco! —exclamó Bernardini con su acento característico— es el laboratorio de Beppo!»
Lo que las trazas de esas emulsiones mostraban era una partícula, el pión, que entra a gran velocidad, se frena gradualmente (la densidad de los granos de bromuro de plata aumenta a medida que la partícula se frena) y acaba por pararse. Al final de la traza aparece una nueva partícula; lleva mucha energía y sale a toda velocidad. El pión es inestable y se desintegra en una centésima de microsegundo en un muón (la nueva partícula al final de la traza) y algo más. Ese algo más resultó que era un neutrino, que no deja trazas en la emulsión. La reacción se escribe:
π → μ + ν
Es decir, un pión da (termina por dar) lugar a un muón y un neutrino. Como la emulsión no ofrece información sobre la secuencia temporal, había que efectuar un análisis meticuloso de las trazas de media docena de esos raros acontecimientos para saber de qué partícula se trataba y cómo se desintegró. Tenían que estudiar la nueva partícula, pero el uso de rayos cósmicos ofrecía sólo un puñado de sucesos así por
año
. Como pasaba con las desintegraciones nucleares, se requerían aceleradores que tuvieran una energía lo bastante alta.
En Berkeley, el ciclotrón de 467 centímetros de Lawrence empezó a producir piones, como la máquina de Nevis. El pión en sus interacciones fuertes con los neutrones y los protones pronto fue estudiado por los sincrociclotrones de Rochester, Liverpool, Pittsburgh, Chicago, Tokio, París y Dubna (cerca de Moscú), así como la interacción débil en la desintegración radiactiva del pión. Otras máquinas, en Cornell, en el Cal Tech, en Berkeley y en la Universidad de Illinois, utilizaban electrones para producir los piones, pero las máquinas que tuvieron más éxito fueron los sincrociclotrones de protones.
Ahí estaba yo, en el verano de 1950, con una máquina que pasaba por las penalidades del parto y mi necesidad de unos datos con los que pudiera obtener un doctorado y ganarme la vida. Se jugaba a los piones. Dale a un trozo de algo —carbón, cobre,
cualquier
cosa que contenga núcleos— con los protones de 400 MeV de la máquina de Nevis, y deberías generar piones. Berkeley había contratado a Lattes, y éste enseñó a los físicos la manera de exponer y procesar las emulsiones muy sensibles que se utilizaron con tanto éxito en Bristol. Insertaron una pila de emulsiones en el tanque de vacío del haz y dejaron que los protones diesen en un blanco próximo a la pila. Sacad las emulsiones por una cámara hermética, procesadlas (una semana de trabajo) y sometedlas por fin a estudio microscópico (¡meses!). Tanto esfuerzo sólo le dio al equipo de Berkeley unas pocas docenas de sucesos de pión. Tenía que haber un camino más sencillo. El problema era que había que instalar los detectores de partículas dentro de la máquina, en la región del potente imán acelerador, para registrar los piones, y el único dispositivo práctico era la pila de emulsiones. De hecho, Bernardini planeaba un experimento de emulsiones en la máquina de Nevis similar al que la gente de Berkeley había realizado. La gran, elegante cámara de niebla que yo había construido para mi doctorado era un detector mucho mejor, pero era imposible que encajase entre los polos de un imán dentro de un acelerador. Y no sobreviviría como detector de partículas en la intensa radiación que había dentro del acelerador. Entre el imán del ciclotrón y el área experimental había un muro de hormigón de tres metros de espesor que encerraba la radiación descarriada.
Había llegado a Columbia un nuevo posdoctorado, John Tinlot, procedente del afamado grupo de rayos cósmicos de Bruno Rossi en el MIT. Tinlot era la quintaesencia del físico. Poco antes de cumplir los veinte años había sido violinista con calidad de concertista, pero abandonó el violín tras tomar la agónica decisión de estudiar física. Fue el primer doctor joven con el que trabajé, y aprendí muchísimo de él. No sólo física. John llevaba el juego, a las cartas, a los dados, a los caballos, en los genes: long shots, blackjack, craps, ruleta, póquer, mucho póquer. Jugaba durante los experimentos, mientras se tomaban los datos. Jugaba en las vacaciones, en los trenes y en los aviones. Era una manera moderadamente cara de aprender física; mis pérdidas las moderaban los demás jugadores, los estudiantes, técnicos y guardas de seguridad que John reclutase. No tenía piedad.
John y yo nos sentábamos en el suelo del acelerador, que-todavía-no-funcionaba-en-realidad, tomábamos cerveza y hablábamos de lo habido y por haber. «¿Qué les pasa realmente a los piones que salen del blanco?», me preguntaba de pronto. Yo había aprendido a ser cauto. John jugaba en física como a los caballos. «Bueno, si el blanco está dentro de la máquina [y tenía que estarlo, no sabíamos cómo sacar los piones acelerados del ciclotrón], el imán es tan potente que los desperdigará en todas las direcciones», respondí con cautela.
John: ¿Saldrá
alguno
de la máquina y dará en el muro protector?Yo: Seguro, pero por todas partes.
John: ¿Por qué no los encontramos?
Yo: ¿Cómo?
John: Hagamos una delineación magnética.
Yo: Eso es trabajo. [Eran las ocho de la tarde de un viernes.]
John: ¿Tenemos la tabla de los campos magnéticos medidos?
Yo: Se supone que tengo que irme a casa.
John: Usaremos esos rollos enormes de papel marrón de embalar y dibujaremos las trayectorias de los piones a una escala uno a uno…
Yo: ¿El lunes?
John: Tú te encargas de la regla de cálculo [era 1950] y yo dibujo las trayectorias.
Bueno, a las cuatro de la madrugada del sábado habíamos hecho un descubrimiento fundamental que cambiaría la manera en que se usaban los ciclotrones. Habíamos trazado los caminos de unas ochenta partículas ficticias o así que salían de un blanco introducido en el acelerador con direcciones y energías verosímiles; usamos 40, 60, 80 y 100 MeV. Para nuestra estupefacción, las partículas no iban «a cualquier sitio». Por el contrario, a causa de las propiedades del campo magnético cerca y más allá del borde del imán del ciclotrón, se curvaban alrededor de la máquina en un haz apretado. Habíamos descubierto lo que se vendría a conocer con el nombre de «enfoque del campo por el borde». Girando las grandes láminas de papel —es decir, escogiendo una posición concreta del blanco—, conseguimos que el haz de piones, con una generosa banda de energía en torno a 60 MeV, fuera derecho a mi flamante cámara de niebla. La única traba era la pared de hormigón que había entre la máquina y el área experimental donde estaba mi principesca cámara.
Nadie había caído antes en la cuenta de lo que nosotros habíamos descubierto: El lunes por la mañana nos acomodamos ante el despacho del director para echarnos encima de él en cuanto apareciese y contárselo. Teníamos tres sencillas peticiones que hacer: 1) una nueva colocación del blanco en la máquina; 2) una ventana mucho más delgada entre la cámara de vacío del haz del ciclotrón y el mundo exterior de forma que se minimizase la influencia de una placa de acero inoxidable de dos centímetros y medio sobre los piones que emergieran; y 3) un nuevo agujero de unos diez centímetros de alto por veinticinco de ancho, calculábamos, abierto en el muro de hormigón de tres metros de espesor. ¡Todos esto de parte de un humilde estudiante graduado y de un posdoctorado!