La partícula divina (20 page)

Read La partícula divina Online

Authors: Dick Teresi Leon M. Lederman

Tags: #Divulgación científica

BOOK: La partícula divina
11.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se suele describir este acontecimiento trascendente de la historia de la física diciendo que se trató del invento del primer barómetro, y desde luego así fue. Torricelli observó que la altura del mercurio variaba de día en día; estaba midiendo las fluctuaciones de la presión atmosférica. Para nuestros propósitos, sin embargo, significó algo más importante. Olvidémonos de los 760 milímetros de mercurio que llenan la mayor parte del tubo. Esos extraños 240 milímetros que quedan arriba son los que nos importan. Esos pocos centímetros en la parte de arriba del tubo —el extremo cerrado— no contienen nada. Nada, realmente. Ni mercurio, ni aire, nada. O mejor dicho, casi nada. Es un vacío bastante bueno, pero contiene un poco de vapor de mercurio, en una cantidad que depende de la temperatura. El vacío es de unos 10
−6
torr. (Un torr, nombre que viene del Evangelista, es una medida de presión; 10
−6
torr viene a ser alrededor de una mil millonésima de la presión atmosférica normal.) Las bombas modernas pueden llegar a 10
−11
torr y menos. En cualquier caso, Torricelli había logrado el primer vacío de alta calidad creado artificialmente. No había manera de escapar de esta conclusión. Puede que la naturaleza aborrezca el vacío o puede que no, pero no le queda más remedio que pechar con él. Ahora que hemos probado la existencia del espacio vacío, nos hacen falta unos átomos para ponerlos en él.

La compresión del gas

Entra Robert Boyle. A este químico irlandés (1627-1691) le criticaron sus compañeros. Porque pensaba demasiado como un físico y muy poco como un químico, pero esta claro que sus hallazgos pertenecen más que nada al dominio de la química. Fue un experimentador cuyos experimentos se quedaban a menudo en nada, pero contribuyó a que la idea del atomismo avanzase en Inglaterra y en el continente. Se le ha llamado a veces «el padre de la química y el tío del conde de Cork».

Influido por el trabajo de Torricelli, Boyle se apasionó por los vacíos. Contrató a Robert Hooke, el mismo Hooke que tanto quería a Newton, para que le construyese una bomba de aire mejor. La bomba de aire inspiró un interés por los gases, Boyle se dio pronto cuenta de que éstos eran una de las claves del atomismo. Puede que le ayudase en esto un poco Hooke, quien señaló que la presión que un gas ejerce sobre las paredes de su recipiente —como el aire que tensa la superficie de un globo— podría tener su causa en el movimiento agitado de los átomos. No vemos que los átomos del globo marquen bultos en éste porque hay miríadas de ellos, lo que produce la impresión de un empuje hacia afuera regular.

Como en el experimento de Torricelli, en los de Boyle intervenía el mercurio. Sellaba el cabo del lado corto de un tubo de cinco metros en forma de «J», y vertía mercurio por la boca del lado largo hasta cegar la curva de la «J». Seguía añadiendo mercurio; cuanto más echaba, menos espacio le quedaba al aire atrapado en el extremo corto. En consecuencia, la presión del aire crecía en el volumen cada vez menor, como podía medir fácilmente por la altura adicional del mercurio en la rama abierta del tubo. Boyle descubrió que el volumen del gas variaba inversamente con la presión sobre él. La presión del gas atrapado en el lado corto se debe a la suma del peso adicional del mercurio más la atmósfera, que, en el cabo abierto, aprieta hacia abajo. Si al añadir el mercurio la presión se duplicaba, el volumen del aire se reducía a la mitad. Si la presión se triplicaba, el volumen se quedaba en la tercera parte, y así sucesivamente. A este fenómeno vino a llamársele ley de Boyle, una de las piedras angulares de la química hasta hoy.

Más importancia tiene una derivación sorprendente de este experimento: el aire, o cualquier gas, puede comprimirse. Una forma de explicarlo es pensar que el gas se compone de partículas separadas por espacio vacío. Bajo presión, las partículas se acercan. ¿Prueba esto que el átomo existe? Por desgracia, cabe imaginar otras explicaciones, y el experimento de Boyle sólo proporcionó pruebas observacionales compatibles con el atomismo. Estas pruebas, eso sí, eran lo bastante fuertes para que contribuyesen a convencer, entre otros, a Isaac Newton de que la teoría atómica de la naturaleza era el camino que debía seguirse. El experimento de la compresión de Boyle puso, como muy poco, en entredicho el supuesto aristotélico de que la materia era continua. Quedaba el problema de los líquidos y los sólidos, a los que no podía comprimirse con la misma facilidad que a los gases. Esto no quería decir que no estuviesen compuestos por átomos, sino, sólo, que tenían dentro menos espacio vacío.

Boyle fue un campeón de la experimentación; ésta, pese a las hazañas de Galileo y de otros, seguía siendo vista con suspicacia en el siglo XVII. Boyle mantuvo un largo debate con Baruch Spinoza, el filósofo (y fabricante de lentes) holandés, acerca de si el experimento podía proporcionar demostraciones. Para Spinoza sólo el pensamiento lógico podía valer como demostración; el experimento era simplemente un instrumento en la tarea de confirmar o refutar una idea. Científicos tan grandes como Huygens y Leibniz también ponían en duda el valor de los experimentos. Los experimentadores siempre hemos tenido la batalla cuesta arriba.

Los esfuerzos de Boyle por probar la existencia de los átomos (prefería la palabra «corpúsculos») hicieron que la ciencia de la química, por entonces sumida en cierta confusión, progresase. La creencia prevaleciente entonces era la vieja idea de los elementos, que se remontaba al aire, tierra, fuego y agua de Empédocles y que se había ido modificando a lo largo de los años para incluir la sal, el azufre, el mercurio, el flegma (¿flegma?), el aceite, el espíritu (de las bebidas espirituosas), el ácido y el álcali. A la altura del siglo XVII, estas no eran sólo las sustancias más simples que, según la teoría dominante, constituían la materia; se creía que eran los
ingredientes esenciales de todo
. Se esperaba que el ácido, por poner un ejemplo, estuviera presente en todos los compuestos. ¡Qué confusos tenían que estar los químicos! Con estos criterios, debía ser imposible analizar hasta las reacciones químicas más simples. Los corpúsculos de Boyle les llevaron a un método más reduccionista, y más simple, de analizar los compuestos.

El juego de los nombres

Uno de los problemas a los que se enfrentaron los químicos en los siglos XVII y XVIII era que los nombres que se habían dado a una variedad de sustancias químicas carecían de sentido. Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794) hizo que todo cambiara en 1787 con su obra clásica,
Méthode de Nomenclature Chimique
. A Lavoisier se le podría llamar el Isaac Newton de la química. (Quizá los químicos llamen a Newton el Lavoisier de la física.)

Fue un personaje asombroso. Competente geólogo, Lavoisier fue también pionero de la agricultura científica, financiero capaz y reformador social que hizo lo suyo por promover la Revolución francesa. Estableció un nuevo sistema de pesos y medidas que condujo al sistema métrico decimal, en uso hoy en las naciones civilizadas. (En los años noventa, los Estados Unidos, por no quedarse demasiado rezagados, se van acercando poco a poco al sistema métrico.)

El siglo anterior había producido una montaña de datos, pero en ellos reinaba una desorganización desesperante. Los nombres de las sustancias —pompholix, colcótar, mantequilla de arsénico, flores de zinc, oropimente, etíope marcial— eran llamativos, pero no indicaban que hubiese detrás orden alguno. Uno de sus mentores le dijo a Lavoisier: «El arte de razonar no es más que un lenguaje bien dispuesto», y Lavoisier hizo suya esta idea. El francés acabaría por asumir la tarea de reordenar la química y darle nuevos nombres. Cambió el etíope marcial por óxido de hierro; el oropimente se convirtió en el sulfuro arsénico.

Los distintos prefijos como «ox» y «sulf», y sufijos, como «uro» y «oso», sirvieron para organizar y catalogar los nombres incontables de los compuestos. ¿Qué importancia tiene un nombre? ¿Habría conseguido Archibald Leach tantos papeles en las películas si no hubiese cambiado el suyo y adoptado el de Cary Grant?

No fue tan sencillo en absoluto para Lavoisier. Antes de revisar la nomenclatura hubo de revisar la teoría química misma. Las mayores contribuciones de Lavoisier se refirieron a la naturaleza de los gases y la combustión. Los químicos del siglo XVIII creían que, si se calentaba agua, se transmutaba en aire; de este creían que era el único gas auténtico. Gracias a los estudios de Lavoisier se cayó por primera vez en la cuenta de que todo elemento puede existir en tres estados: sólido, líquido y «vapor». Determinó, además, que el acto de la combustión era una reacción química en la que ciertas sustancias, el carbono, el azufre, el fósforo, se combinaban con el oxígeno. Arrumbó la teoría del flogisto, que era un obstáculo aristotélico para el verdadero conocimiento de las reacciones químicas. Aún más, el estilo investigador de Lavoisier —basado en la precisión—, la técnica experimental más cuidadosa y el análisis crítico de los datos reunidos puso a la química en sus derroteros modernos. Si bien la contribución directa de Lavoisier al atomismo fue de orden menor, sin los fundamentos establecidos por su obra no habrían podido descubrir los científicos del siglo siguiente la primera prueba directa de la existencia de los átomos.

El pelícano y el globo

A Lavoisier le fascinaba el agua. Por aquella época, muchos científicos aún estaban convencidos de que era un elemento básico, que no se podía descomponer en elementos menores. Algunos creían además en la transmutación, y pensaban que el agua se podía transmutar en tierra, entre otras cosas. Había experimentos que lo respaldaban. Si se pone a hervir un cacharro con agua el suficiente tiempo, acabará por formarse un residuo sólido en la superficie. Se trata de agua transmutada en otro elemento, decían esos científicos. Incluso el gran Robert Boyle creía en la transmutación. Había hecho experimentos donde se demostraba que las plantas crecían al absorber agua. Por lo tanto, el agua se transformaba en tallos, hojas, flores y demás. Os daréis cuenta de por qué tantos desconfiaban de los experimentos. Conclusiones así bastan para que uno empiece a estar de acuerdo con Spinoza.

Lavoisier vio que el fallo de esos experimentos se encontraba en la medición. Realizó su propio experimento. Hirvió agua destilada en una vasija especial, a la que se daba el nombre de «pelícano». El pelícano estaba diseñado de manera que el vapor de agua que se producía al bullir el agua quedase atrapado y se condensara en una cabeza esférica, de la que retornaba a la vasija de ebullición a través de dos tubos con forma de asa. De esta manera no se perdía agua. Lavoisier pesó cuidadosamente el pelícano y el agua destilada, y puso a hervir el agua durante 101 días. El largo experimento produjo una cantidad apreciable de residuo sólido. Lavoisier pesó entonces cada elemento: el pelícano, el agua y el residuo. El agua pesaba
exactamente lo mismo
tras 101 días de ebullición; algo dice esto de lo meticulosa que era la técnica de Lavoisier. El pelícano sin embargo, pesaba un poco menos. El peso del residuo era igual al perdido por el recipiente. Por lo tanto, el residuo del agua en ebullición no era agua transmutada, sino vidrio disuelto, sílice, del pelícano. Lavoisier había demostrado que la experimentación, sin mediciones precisas, no vale para nada e incluso induce a error. La balanza química de Lavoisier era su violín; lo tocaba para revolucionar la química.

Esto por lo que se refiere a la transmutación. Pero muchos, Lavoisier incluido, creían aún que el agua era un elemento básico. Lavoisier acabó con esa ilusión al inventar un aparato que tenía dos pitones. La idea era inyectar un gas diferente por cada uno, con la esperanza de que se combinasen y se formara una tercera sustancia. Un día decidió trabajar con oxígeno e hidrógeno; creía que con ellos formaría algún tipo de ácido. Pero lo que le salió fue agua. Dijo que era «pura como el agua destilada». ¿Por qué no? La producía a partir de sus componentes básicos. Obviamente, el agua no era un elemento, sino una sustancia que se podía fabricar con dos partes de hidrógeno y una de oxígeno.

En 1783 ocurrió un acontecimiento histórico que contribuiría indirectamente al progreso de la química. Los hermanos Montgolfier efectuaron las primeras exhibiciones de vuelos tripulados de globos de aire caliente. Poco después, J. A. C. Charles, nada menos que profesor de física, se elevó a la altura de tres mil metros en un globo relleno de hidrógeno. Lavoisier quedó impresionado; vio en esos globos la posibilidad de subir por encima de las nubes para estudiar los fenómenos atmosféricos. Poco después se le nombró miembro de un comité que había de buscar métodos baratos para la producción del gas de los globos. Lavoisier puso en pie una operación a gran escala con el objetivo de producir hidrógeno mediante la descomposición del agua en sus partes constituyentes; para ello la colaba a través de un tubo de cañón relleno de anillas de hierro calientes.

En ese momento, nadie con un poco de sentido creía aún que el agua fuese un elemento. Pero Lavoisier se llevó una sorpresa mayor. Descomponía agua en grandes cantidades, y siempre le salían los mismos números. El agua producía unos pesos de oxígeno e hidrógeno en una razón que era siempre de ocho a uno.

Estaba claro que actuaba algún tipo de mecanismo muy bien definido, un mecanismo que podría explicarse mediante un argumento basado en los átomos. Lavoisier no le dio muchas vueltas al atomismo; se limitó a decir que en la química actuaban partículas indivisibles simples de las que no sabíamos mucho. Claro, nunca tuvo la oportunidad de retirarse a escribir sus memorias, donde podría haber reflexionado más sobre los átomos. Temprano partidario de la revolución, Lavoisier cayó en desgracia durante el reino del terror, y fue enviado a la guillotina en 1794, a los cincuenta años de edad.

El día siguiente a la ejecución de Lavoisier, el geómetra Joseph Louis Lagrange resumió la tragedia: «Hizo falta sólo un instante para cortar esa cabeza, y harán falta cien años para que salga otra igual».

De vuelta al átomo

Una generación después, un modesto maestro de escuela inglés, John Dalton (1766-1844), investigó las consecuencias de la obra de Lavoisier. En Dalton encontramos por fin la imagen del científico de una serie de televisión. Parece que llevó una vida privada absolutamente carente de acontecimientos. Nunca se casó; decía que «mi cabeza está demasiado llena de triángulos, procesos químicos y experimentos eléctricos, etcétera, para pensar demasiado en el matrimonio». Para el, un gran día consistía en dar una vuelta y puede que asistir a una reunión cuáquera.

Other books

Seeking Crystal by Joss Stirling
Collision by Jeff Abbott
Secrets of Surrender by Madeline Hunter
Chronicle of a Death Foretold by Gabriel García Márquez, Gregory Rabassa
The Wild Book by Margarita Engle
Multiplex Fandango by Weston Ochse