La competencia fue intensa en toda Europa, y las instituciones y los científicos estadounidenses se unieron al jaleo. Un generador de impulsos construido por la Allgemeine Elektrizität Gesellschaft en Berlín llegó a los 2,4 millones de voltios pero no producía partículas. La idea pasó a la General Electric en Schenectady, que mejoró la cantidad de energía y la llevó a los 6 millones de voltios. En la Institución Carnegie de Washington, distrito de Columbia, el físico Merle Tuve consiguió con una bobina de inducción varios millones de voltios en 1928, pero tenía un tubo de rayos adecuado. Charles Lauritsen, del Cal Tech, fue capaz de construir un tubo de vacío que soportase 750.000 voltios. Tuve tomó el tubo de Lauritsen y produjo un haz de 10¹³ (10 billones) de protones por segundo a 500.000 voltios, en teoría una energía y un número de partículas suficiente para sondear el núcleo. Tuve, en realidad, consiguió que hubiese colisiones nucleares, pero sólo en 1933, y por entonces otros dos proyectos se le habían adelantado.
Otro corredor en la carrera fue Robert Van de Graaff, de Yale y luego del MIT, que construyó una máquina que llevaba las cargas eléctricas con una banda de seda sin fin a una gran esfera metálica, aumentando gradualmente el voltaje de la esfera hasta que, al llegar a unos pocos millones de voltios, lanzaba un tremendo arco a la pared del edificio. Este era el hoy famoso generador de Van de Graaff, conocido por los estudiantes de física de bachillerato en todas partes. Al aumentar el radio de la esfera se pospone la descarga. Meter la esfera entera en nitrógeno líquido servía para incrementar el voltaje. Al final, los generadores de Van de Graaff serían las máquinas preferidas en la categoría de menos de 10 millones de voltios, pero hicieron falta años para perfeccionar la idea.
La carrera continuó durante los últimos años de la década de 1920 y los primeros de la siguiente. Ganó una pareja de la banda del Cavendish de Rutherford, John Cockcroft y Ernest Walton, pero por un pelo. Y (tengo que reconocerlo a regañadientes) tuvieron la preciosa ayuda de un teórico. Cockcroft y Walton intentaban, tras numerosos fracasos, llegar al millón de voltios que parecía necesario para sondear el núcleo. Un teórico ruso, George Gamow, había estado visitando a Niels Bohr en Copenhague, y decidió darse una vuelta por Cambridge antes de volver a casa. Allí tuvo una discusión con Cockcroft y Walton, y les dijo a estos experimentadores que no les hacía falta tanto voltaje como se traían entre manos: Argumentó que la nueva teoría cuántica permitía que se penetrase con éxito en el núcleo aun cuando la energía no fuese lo bastante alta para superar la repulsión eléctrica del núcleo. Explicó que la teoría cuántica daba a los protones propiedades ondulatorias que podían atravesar como por un túnel la «barrera» de la carga nuclear; lo hemos examinado en el capítulo 5. Cockcroft y Walton tomaron por fin nota y modificaron el diseño de su aparato para que diese 500.000 voltios. Por medio de un transformador y un circuito multiplicador de voltaje aceleraron los protones que salían de un tubo de descarga del tipo que J. J. Thomson había utilizado pura generar los rayos catódicos.
En la máquina de Cockcroft y Walton se aceleraban erupciones de protones, alrededor de un billón por segundo, por el tubo de vacío, y se las estrellaba contra blancos de plomo, litio y berilio. Era 1930 y por fin se habían provocado reacciones nucleares mediante partículas aceleradas. El litio se desintegró con protones de tan sólo 400.000 eV, muy por debajo de los millones de electronvoltios que se había creído eran necesarios. Fue un acontecimiento histórico. Se disponía, pues, de un nuevo tipo de «cuchillo», si bien todavía en su forma más primitiva.
La acción pasa ahora a Berkeley, California, adonde Ernest Orlando Lawrence, nativo de Dakota del Sur, había llegado en 1928 tras un brillante comienzo en la investigación física en Yale. E. O. Lawrence inventó una técnica radicalmente diferente de acelerar las partículas; empleaba una máquina que llevaba el nombre de ciclotrón, por la que recibió el premio Nobel en 1939. Lawrence conocía bien las engorrosas máquinas electrostáticas, con sus voltajes enormes y sus frustrantes de derrumbamientos eléctricos, y se le ocurrió que tenía que haber un camino mejor. Rastreando por la literatura en busca de maneras de conseguir una gran energía sin grandes voltajes, dio con los artículos de un ingeniero noruego, Rolf Wideröe. A Wideröe se le ocurrió que cabía doblar la energía de una partícula sin doblar el voltaje si se la hacía pasar por dos huecos en fila. La idea de Wideröe es el fundamento de lo que hoy se llama un acelerador lineal. Se pone un hueco tras otro a lo largo de una línea, y las partículas toman energía en cada uno de ellos.
El artículo de Wideröe, sin embargo, le dio a Lawrence una idea aún mejor. ¿Por qué no usar un solo hueco con un voltaje modesto, pero por el que se pasase una y otra vez? Lawrence razonó que cuando una partícula cargada se mueve en un campo magnético su trayectoria se curva y se convierte en un círculo. El radio del círculo está determinado por la intensidad del imán (a imán más fuerte, radio menor) y el momento de la partícula cargada (a mayor momento, mayor radio). El momento es simplemente la masa de la partícula por su velocidad. Esto quiere decir que un imán intenso guiará a la partícula de forma que se mueva por un círculo diminuto, pero si la partícula gana energía y por lo tanto momento, el radio del círculo crecerá.
Imaginaos una caja de sombreros emparedada entre los polos norte y sur de un gran imán. Haced la caja de latón o de acero inoxidable, de algo que sea fuerte pero no magnético. Extraedle el aire. Dentro de la caja hay dos estructuras de cobre huecas en forma de D que casi llenan la caja: los lados rectos de las D están abiertos y se encaran con un pequeño hueco entre ambas, los lados curvos están cerrados. Suponed que una D está cargada positivamente, la otra negativamente, con una diferencia de potencial de, digamos, 1.000 voltios. Una corriente de protones generados (no importa cómo) cerca del centro del círculo se dirige, a través del hueco, de la D positiva a la negativa. Los protones ganan 1.000 voltios y su radio de giro crece porque el momento es mayor. Giran dentro de la D, y cuando vuelven al hueco, gracias a una conmutación inteligente, ven de nuevo un voltaje negativo. Se aceleran otra vez, y tienen ahora 2.000 eV. El proceso sigue. Cada vez que cruzan el hueco, ganan 1.000 eV. A medida que ganan momento van luchando contra el poder constrictivo del imán, y el radio de su trayectoria no deja de crecer. El resultado es que describen una espiral a partir del centro de la caja hacia el perímetro. Allí dan en un blanco, ocurre una colisión, y la investigación empieza.
La clave de la aceleración en el sincrotrón estriba en asegurarse de que los protones vean siempre una D negativa al otro lado del hueco. La polaridad tiene que saltar rápidamente de D a D de una manera sincronizada exactamente con la rotación de las partículas. Pero, os preguntaréis quizá, ¿no es difícil sincronizar el voltaje alterno con los protones, cuyas trayectorias no dejan de describir círculos cada vez mayores a medida que continúa la aceleración? La respuesta es no. Lawrence descubrió que, gracias a lo listo que es Dios, los protones que giran en espiral compensan que su camino sea más largo acelerándose. Completan cada semicírculo en el mismo tiempo; a este proceso se le da el nombre de aceleración resonante. Para que las órbitas de los protones casen, hace falta un voltaje alterno de frecuencia fija, técnica que se conocía bien gracias a la radiofonía. De ahí el nombre del mecanismo conmutador de la aceleración: generador de radiofrecuencia. En este sistema los protones llegan al borde del hueco justo cuando la D opuesta tiene un máximo de voltaje negativo.
Lawrence elaboró la teoría del ciclotrón en 1929 y 1930. Más tarde diseñó, sobre el papel, una máquina en la que los protones daban cien vueltas con una generación de 10.000 voltios a través del hueco de la D. De esa forma obtenía un haz de protones de 1 MeV (10.000 voltios × 100 vueltas = l MeV). Un haz así sería «útil para el estudio de los núcleos atómicos». El primer modelo, construido en realidad por Stanley Livingston, uno de los alumnos de Lawrence, se quedó muy corto: sólo llegó a los 80 KeV (80.000 voltios). Lawrence se convirtió por entonces en una estrella. Consiguió una subvención enorme (¡1.000 dólares!) para que construyese una máquina que produjera desintegraciones nucleares. Las piezas polares (las piezas que hacían de polos norte y sur del imán) tenían veinticinco centímetros de diámetro, y en 1932 la máquina aceleró los protones hasta una energía de 1,2 MeV. Se utilizaron para producir colisiones nucleares en el litio y en otros elementos sólo unos cuantos meses después de que lo hiciese el grupo de Cockcroft y Walton en Cambridge. En segundo lugar, pero Lawrence todavía se encendió un puro.
Lawrence fue un emprendedor y agitador de energía y capacidad enormes. Fue el padre de la Gran Ciencia. La expresión se refiere a las instalaciones centralizadas y gigantescas de gran complejidad y coste compartidas por un gran número de científicos. En su evolución, la Gran Ciencia creó nuevas formas de llevar a cabo la investigación con
equipos
de científicos. Creó también agudos problemas sociológicos, de los que hablaremos más adelante. No se había visto a nadie como Lawrence desde Tycho Brahe, el Señor de Uraniborg, el laboratorio de Hven. En el terreno experimental, Lawrence hizo de los Estados Unidos un serio participante en el mundo de la física. Contribuyó a la mística de California, a ese amor por las extravagancias técnicas, por las empresas complejas y caras. Eran retos que irritaban a la joven California y, en realidad, a los jóvenes Estados Unidos.
A la altura de 1934 Lawrence había producido haces de deuterones de 5 MeV con un ciclotrón de noventa y cuatro centímetros. El deuterón, un núcleo formado por un protón y un neutrón, se había descubierto en 1931, y se había demostrado que era un proyectil más eficaz que el protón para producir reacciones nucleares. En 1936 tenía un haz de deuterones de 8 MeV. En 1939 una máquina de metro y medio operaba a 20 MeV. Un monstruo que se empezó a construir en 1940 y se completó tras la guerra tenía un imán que pesaba ¡10.000 toneladas! Por su capacidad de desentrañar los misterios del núcleo se construyeron ciclotrones en distintas partes del mundo. En medicina se usaron para tratar tumores. Un haz de partículas dirigido al tumor deposita bastante energía en él para destruirlo. En los años noventa, hay alrededor de mil ciclotrones en uso en los hospitales de los Estados Unidos. La investigación básica de la física de partículas, sin embargo, ha abandonado el ciclotrón en favor de un nuevo tipo de máquina.
El impulso para crear energías aún mayores se intensificó y se extendió por todo el mundo. A cada nuevo dominio de energía se hicieron nuevos descubrimientos. Nacieron también nuevos problemas que había que resolver y que no hacían sino que creciera el deseo de obtener energías mayores. La riqueza de la naturaleza parecía oculta en el micromundo nuclear y subnuclear.
Al ciclotrón lo limita su propio diseño. Como las partículas giran en espiral hacia afuera, el número de órbitas queda, como es obvio, limitado por la circunferencia del aparato. Para obtener más órbitas y más energía, hace falta un ciclotrón mayor. Hay que aplicar el campo magnético a toda el área espiral, así que los imanes deben ser grandes… y caros. Entra el sincrotrón. Si se pudiera lograr que la órbita de las partículas, en vez de describir una espiral hacia afuera, mantuviese un radio constante, sólo se necesitaría el imán a lo largo de la trayectoria estrecha de la órbita. A medida que las partículas ganasen energía, se podría incrementar sincrónicamente el campo magnético para mantenerlas encerradas en una órbita de radio constante. ¡Inteligente! Se ahorraron toneladas y toneladas de hierro, pues así era posible reducir las piezas magnéticas polares, transversales al camino del haz, a un tamaño de unos cuantos centímetros, en vez de decímetros.
Deben mencionarse dos detalles importantes antes de que procedamos con los años noventa. En un ciclotrón, las partículas cargadas (protones o deuterones) viajan a lo largo de miles —a ese número se llegó— de vueltas en una cámara de vacío pinzada entre los polos de un imán. Para evitar que las partículas se desperdigasen y golpeasen las paredes de la cámara, era absolutamente esencial que hubiese algún tipo de proceso de enfoque. Lo mismo que una lente enfoca la luz de un destello en un haz (casi) paralelo, la fuerza magnética se usa para comprimir las partículas en un haz bien apretado.
En el ciclotrón esta acción de enfoque la provee la forma en que el campo magnético cambia a medida que los protones se mueven hacia el borde exterior del imán. Robert R. Wilson, joven alumno de Lawrence que más tarde construiría el acelerador del Fermilab, fue el primero en percatarse del efecto, sutil pero decisivo, que tenían las fuerzas magnéticas de evitar que los protones se desperdigasen. En los primeros sincrotrones se daba a las piezas polares unas formas que ofreciesen esas fuerzas. Más tarde se usaron unos imanes cuadripolares especialmente diseñados (con dos polos nortes y dos polos sur) para que enfocasen las partículas, mientras, aparte, unos imanes dipolares las conducían por una órbita fija.
El Tevatrón del Fermilab, una máquina de un billón de electronvoltios que se terminó en 1983, es un buen ejemplo. Las partículas son llevadas por una órbita circular mediante poderosos imanes superconductores, de manera parecida a como las vías guían el tren por una curva. El conducto del haz, donde se ha hecho un alto vacío, es un tubo de acero inoxidable (no magnético) de sección oval, de unos ocho centímetros de ancho y cinco de alto, centrado entre los polos norte y sur de los imanes. Cada imán (guiador) dipolar tiene 64 metros de largo. Los «quads», los imanes cuadripolares, miden metro y medio. Hacen falta más de mil imanes para cubrir la longitud del tubo. El conducto, el haz y la combinación de los imanes completan un círculo cuyo radio es de un kilómetro; toda una diferencia con respecto al primer modelo de Lawrence, que medía diez centímetros. Podéis ver aquí la ventaja del diseño sincrotrónico. Se necesitan muchos imanes, pero no son, hasta cierto punto, muy voluminosos; su ancho es el justo para cubrir la conducción de vacío. Si el Tevatrón fuera un ciclotrón, nos haría falta un imán cuyas piezas polares tuvieran un diámetro de ¡dos kilómetros, para cubrir los más de seis de longitud de la máquina!