Read La pesadilla del lobo Online
Authors: Andrea Cremer
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
—¡Ren! —Le rodeé los hombros con el brazo y lo atraje hacia mí.
—Cala —murmuró. Apoyó la frente contra mi garganta y sus manos me rodearon la cintura.
—¿Estás herido? —susurré sin dejar de abrazarlo, aliviada de que estuviera con vida.
—No.
—Gracias a Dios. —Me retiré un poco y traté de recuperar el aliento. Mis palabras eran casi inaudibles, apagadas por el latido de mi corazón—. No tenemos mucho tiempo. Ahora no te lo puedo explicar. Hemos de salir de aquí.
Ren me miró y de repente me arrastró hacia delante y me estrechó entre sus brazos. Sus labios cubrieron los míos, febriles y ardientes. Una oleada de recuerdos y emociones me asfixió.
«Ren.»
Ren volvía a ser el de siempre. Mi compañero. El joven alfa Bane. Mi rival y mi amigo. El que dirigiría la manada junto a mí. Un guerrero como yo. Un lobo como yo.
Le devolví el beso y las lágrimas me ardían en los ojos. La marejada del pasado me arrastró y presioné mi cuerpo contra el suyo. No sabía qué debía pensar ni sentir. Apretada contra su cuerpo, recordé el destino que yo había previsto pero que no se había cumplido. Una época en la que ignoraba que las mentiras eran mentiras. Cuando creía comprender el lugar que ocupaba en el mundo. Una pequeña parte de mí misma ansiaba recuperar esa certeza, lo que podría haber sido mi vida antes de que mi mundo se convirtiera en un caos.
Ren se apartó y me contempló. Alzó la mano y me acarició la cara. Me cogió la mano con la otra y palpó el anillo de oro trenzado.
—Conmigo —murmuró—. Has de estar conmigo.
Se me hizo un nudo doloroso en la garganta que me impidió hablar, incluso si hubiera sabido qué decir. ¿Cuántas promesas había hecho, sólo para romperlas? ¿Cuánto le había robado cuando me marché?
—Dijeron que vendrías. No les creí, pero ahora estás aquí.
El torbellino de emociones que me envolvía se desvaneció cuando sus palabras me obligaron a regresar al presente.
«Dijeron que vendrías.»
Alcé la cabeza y lo miré más atentamente. Estaba aquí. Vivo en esta celda. Pero a diferencia de los demás, no estaba cubierto de moratones. Su rostro no denotaba el efecto del dolor y del hambre. Sus ropas no estaban hechas jirones ni cubiertas de mugre. Su olor seguía siendo ése tan familiar para mí, cálido y masculino, pero no contaminado por el vómito, la sangre o la suciedad. Miré sus brazos: no estaban encadenados. Y estaba solo.
Sentí un miedo helado.
—¿Ren? —murmuré. Mi corazón se resistía a aceptar lo que me decía el cerebro.
Ren se inclinó hacia delante y me besó la oreja.
—Te he echado de menos, Lirio. Muchísimo —susurró y me aferró los brazos—. Lo siento.
De pronto estaba volando a través de la celda. Mi cabeza golpeó contra la pared y durante un instante se me nubló la vista. Después me desmoroné. Ren me agarró de los antebrazos y percibí su aliento caliente en la piel. Volvió a aplastar los labios contra los míos, pero esta vez saboreé sangre. Aparté la cabeza y solté un grito ahogado, tratando de recuperar el equilibrio y la vista.
—Detente, Ren. Por favor. —Apoyé las manos en sus hombros y lo empujé—. ¿Qué estás haciendo?
Me clavó la mirada y vi que apretaba las mandíbulas. Sus ojos oscuros expresaban ira y tristeza.
—No quiero hacer esto, nunca quise esto —dijo entre dientes—. No tengo elección. No me has dado elección.
Me estrelló contra la pared y me quedé sin aliento. Durante un momento vaciló, mirándome fijamente, el dolor le crispaba el rostro al tiempo que me aferraba con más fuerza.
—Es la única manera. —Las palabras se le atragantaron, como si estuviera desesperado por creer que eran verdad—. Eres mi compañera. Mi deber es obligarte a regresar, a quedarte. Dijeron que tenía que hacerlo.
—¿Hacer qué? —pregunté, mirándolo fijamente.
—Quebrantarte.
Ren me aprisionó contra el frío acero de la pared de la celda y me separó los muslos con la rodilla.
El shock me aflojó las piernas. Me faltaba la fuerza de voluntad para convertirme en lobo. «Esto no puede estar ocurriendo.»
—Dios mío, Ren. No. —Apenas pude musitar las palabras y lo miré fijamente. Ya no reconocía a este muchacho en cuyos ojos ardía la locura y la pena que lo impulsaba a hacerme daño. Sentí un terror inusitado. Este cambio me parecía imposible, peros sus dedos me aferraron las muñecas y solté un grito de dolor. Me había mordido y los labios me sangraban. «¿Es que ahora Ren les pertenece a los Guardas?»
Mi cuerpo se agitó y sentí náuseas. Sólo me mantenía en pie porque Ren me presionaba contra la pared. Su mirada frenética me aterraba y comprendí que lo impulsaban la pena y el dolor.
—No tienes por qué hacer nada, Renier. —La voz procedía de la puerta, suave pero dura—. Suéltala.
Cuando Monroe se acercó lentamente sosteniendo una espada en cada mano, Ren ya le mostraba los dientes.
—Tienes elección —prosiguió en voz baja—. Abandona este lugar, deja todo esto atrás. Puedes venir con nosotros.
—¿Con vosotros? ¿Con los Buscadores?
—No somos lo que tú crees —dijo Monroe—. Hemos venido a por ti. Cala está aquí para ayudarte y yo también.
Le lancé una mirada suplicante al alfa al tiempo que trataba de zafarme de sus manos.
—Por favor, Ren. Es verdad. Ven con nosotros.
—Tus mentiras me lo quitaron todo. —Ren no despegaba la vista de Monroe—. Te mataré antes de dar crédito a tus palabras.
Me miró con el rostro crispado por la indignación y la tristeza, y me estremecí.
—Espero que las cosas no lleguen a ese punto —replicó Monroe—. No soy tu enemigo, pero no puedo obligarte a tomar la decisión correcta. Esto no tiene por qué ser el final, pero si te niegas a acompañarnos, al menos suelta a la chica. No empeores las cosas.
—¿Qué podría ser peor que aceptar la mano tendida de un monstruo? —Un hombre apareció entre las sombras de la puerta.
El corazón me latía como un caballo desbocado cuando reconocí a Emile Laroche. Su cuerpo ancho y fornido, musculoso y cubierto de vello hirsuto, contrastaba con el alto y elegante de su hijo. El alfa Bane me miró directamente. Aunque él no me había convertido, estaba flanqueado por tres lobos; Dax, Fey y Cosette. Se me partió el corazón cuando me clavaron la vista y gruñeron al unísono. Su mirada fija y llena de odio transmitía un único pensamiento.
«Traidora.»
Me negaba a ver la verdad que se presentaba ante mí. Una verdad atestiguada por el destello de afilados colmillos, pelaje erizado y miradas que rezumban odio.
«Una elección. Les dieron una elección. Como a Sabine.»
Tres de mis compañeros de manada se habían vuelto contra mí. Ahora pertenecían a la de Emile. Habían elegido a los Guardas en vez de a sus amigos.
«¿Por qué?»
Entonces contemplé a Ren. Aún me aferraba los brazos. A él también le habían dado una elección. Se me retorció el estómago y creí que vomitaría. Veía el dolor oculto tras la ira y sabía que Ren no quería hacerme daño, que sólo había optado por los Guardas porque yo lo había abandonado. Porque había traicionado a alguien que me amaba. Había mentido por mí y lo habían torturado. Lo habían quebrantado y yo tenía la culpa. ¿Acaso podría haber elegido otra cosa?
—Emile. —La voz áspera de Monroe hizo que desprendiera la mirada de Ren. El rostro del Buscador se volvió casi irreconocible a medida que clavaba la vista en Emile, con la mirada oscurecida por una cólera sin límites.
Emile no dejó de sonreír.
—No sabes cuántas ganas tenía de volver a verte, Monroe. Gracias por venir.
Monroe no dijo nada, pero un temblor le agitó las manos.
Emile se volvió hacia Ren y, en tono frío y sedoso, dijo:
—Renier, te presento al hombre que mató a tu madre.
Ren me soltó y se puso pálido.
Me escabullí y me acurruqué junto a la pared lateral. Eché un vistazo a Ren, a Monroe y a la puerta aún bloqueada por Emile y sus lobos. No había modo de escapar.
Monroe tomó aire.
—Eres un cabrón mentiroso —siseó, y las lágrimas le humedecieron los ojos.
Emile soltó una carcajada.
—¿Mentiras? ¿De verdad crees que Corrine habría muerto si no fuese por ti?
Monroe soltó un grito y se abalanzó sobre Emile.
Pero ahí estaba Ren, que brincó y se convirtió en un lobo de pelaje gris oscuro agazapado entre su padre y el Buscador, gruñendo e impidiendo que Monroe lo atacara. Monroe vaciló y perdió impulso. Se arrojó a un lado al tiempo que Ren le lanzaba una dentellada.
—Me parece que llevo las de ganar, viejo amigo. —Emile sonrió mientras Ren arrinconaba a Monroe contra la otra pared de la celda.
—Ya lo veremos —dijo Monroe, sin despegar la vista de Ren. Los músculos del lobo estaban tensos y gruñía. Sabía que en cualquier momento atacaría a Monroe, ansiando derramar la sangre que vengaría la muerte de su madre.
—¡No lo hagas, Ren! —grité—. ¡Monroe no mató a tu madre, trató de salvarla!
—Mata a esa zorra, Dax —siseó Emile, señalándome—. Ahora.
Dax me acechó, gruñendo y mostrando sus dientes afilados como navajas. Nunca había prestado mucha atención a su tamaño cuando era un lobo. Nunca pensé que me vería obligada a luchar contra él: el mejor guerrero de los jóvenes Bane. Al contemplar sus músculos que se tensaban bajo el pelaje me di cuenta de que era el lobo más grande que jamás había visto. Me convertí en lobo con el pelaje erizado y me afirmé contra el suelo. Me superaba en tamaño y en fuerza, pero yo lo superaba en velocidad.
Mientras intentaba buscar el modo de defenderme, una voz interior no cesaba de chillar. «No quiero matar a Dax. ¿Cómo podría matar a Dax?»
Sólo unos centímetros lo separaban de mí, una distancia que Dax podía superar de un solo brinco. Gruñí pero lancé el siguiente mensaje mental.
No lo hagas.
Con tu pan te lo comas, Cala.
Dax se agazapó con los músculos en tensión y mostrando los colmillos.
Incluso sus colmillos eran grandes.
Entonces se oyó un gruñido agudo y Dax titubeó y se volvió, reaccionando ante la llamada de Ren. Intercambiaron una mirada, Dax soltó un breve y confundido ladrido, miró a Ren y después a Emile.
Ren no me había dado acceso a su mente, sólo Dax podía oírlo, pero tenía que saber qué se estaban diciendo.
—No te metas, muchacho. —Emile le lanzó una mirada furibunda a Ren.
Dax retrocedió y se acercó a la puerta, preguntándose si yo trataría de escapar. Aunque lo lograra, significaba abandonar a Monroe. Permanecí inmóvil, me negaba a abandonarlo.
—Soy tu alfa —dijo Emile, mostrándole los afilados caninos a Dax—. Mátala. Mátala y ocupa tu puesto como mi lugarteniente.
Dax se volvió hacia mí, en sus ojos ardía una mirada sanguinaria y supe que no volvería a titubear. Tenía que desprenderme de cualquier duda que me impidiera luchar contra un antiguo compañero de manada. Ahora mismo. De lo contrario, estaba muerta.
—¡Atrás, peluche! —Connor atravesó la puerta a toda prisa y se interpuso entre Dax y yo blandiendo las espadas—. Lamento interrumpir la fiesta, pero ha llegado la hora de que nos despidamos. Pese a que habéis sido unos anfitriones maravillosos.
Dax se lanzó hacia delante. Connor hizo una finta y le hizo un corte en lomo. Dax volvió al ataque; pero Connor se le adelantó y le hizo dos heridas en el flanco. El enorme lobo rechinó los dientes ladrando con furia al tiempo que Connor lo cercaba sin dejar de arremolinar las espadas con velocidad pasmosa.
Fey y Cosette se acercaron gruñendo.
—¡No! —gritó Emile, señalando a Monroe—. Olvidad la chica. Queremos al hombre. Retrocede, Dax. Deja que los otros se marchen. No importa, no pueden huir.
Después volvió a dirigir la mirada a Monroe.
—Hay asuntos más importantes que hemos de resolver, asuntos personales.
Dax retrocedió lentamente sin dejar de gruñir. Fey y Cosette se situaron junto a Ren impidiendo que Monroe escapara.
—Connor —dijo Monroe en tono firme mientras los cuatros lobos se acercaban a él—. Coge a Cala y huye.
Connor le lanzó una mirada desorbitada.
—No.
—¡Ahora, Connor! —bramó Monroe, sin despegar la vista de Ren—. Es una orden.
—No lo haré. —La voz de Connor temblaba—. No merece la pena. No puede merecerla.
—Sí la merece —replicó Monroe en voz baja—. Sabías que esto podía suceder. Saca a la muchacha de aquí y no intentes regresar a por mí.
Yo estaba tan sorprendida que me convertí en humana.
—¡No!
Emile se echó a reír. Ren aún estaba agazapado ente su padre y el Buscador y sus ojos color carbón echaron chispas al notar que Monroe bajaba las espadas.
—No haré daño al muchacho —dijo Monroe—. Lo sabes.
—Lo supuse —dije Emile y echó un rápido vistazo a los lobos jóvenes que no dejaban de gruñir—. Aseguraos de que no escape. Es hora de que Ren vengue a su madre.
—¡No lo hagas, Ren! ¡Es mentira! —chillé—. ¡Ven con nosotros!
—Ella ya no es una de nosotros —siseó Emile—. No olvides cómo te ha tratado, recuerda que nos dio la espalda a todos. Olfatea el aire, muchacho: ella apesta a los Buscadores. Es una traidora y una puta.
Emile me lanzó una mirada furibunda que me hizo trastabillar hacia atrás.
—No te preocupes, muchacha bonita. Tu día llegará. Antes de lo que tú crees.
Cuando Connor me cogió del brazo me lancé a un lado, pero él me arrastró hasta la puerta.
—¡No podemos abandonarlo! —grité.
—Debemos hacerlo. —Connor tropezó al tiempo que yo procuraba zafarme, pero recuperó el equilibrio y me rodeó con los brazos.
—¡Déjame luchar! —Me debatí, desesperada por volver a la celda, pero no quería hacerle daño al Buscador que me obligaba a abandonarla.
—¡No! —El rostro de Connor era pétreo—. Has oído lo que dijo. Hemos de irnos, y sí te conviertes en lobo, ¡juro que te dejaré inconsciente de un golpe!
—Por favor. —Los ojos se me humedecieron al ver el brillo de los dientes de Ren y, cuando Monroe dejó caer las espadas, me quedé sin aliento.
—¿Qué está haciendo? —exclamé, y esquivé a Connor cuando trató de cogerme.
—Ahora ésa es su lucha —repuso entre dientes—. No la nuestra.
Cuando las espadas cayeron al suelo, Ren brincó hacia atrás. Aunque su pelaje seguía erizado, había dejado de gruñir.
—Escúchame, Ren —dijo Monroe y se puso en cuclillas para mirarlo a los ojos, haciendo caso omiso de los otros dos lobos que se aproximaban con lenta crueldad—. Aún tienes elección. Ven conmigo y averigua quién eres realmente. Deja todo esto a tus espaldas.