—Y divertida —añadió Johanna—. Decididamente, somos unas amigas un poco raras… Las dos fascinadas por los letreros italianos, pero no por los mismos.
—Sí, ya ves… Tú estás obsesionada con una montaña sagrada del litoral de la Mancha, y yo con los montículos adiposos de mis caderas… ¡En fin, cada cual lleva su cruz!
Esta vez, Johanna se echó a reír y se agarró a Isa con ternura mientras bajaban la empinada escalera que conducía al restaurante. Dos terracitas, mágicas a la luz de los farolillos, se abrían a la noche naciente. Isabelle había acertado en el sexo del propietario del establecimiento, y la patrona les propuso ocupar una mesa en el interior, en un sótano abovedado de piedras vistas, que parecía una cueva rústica transformada en un espacio refinado gracias a la cuidadosa decoración de una mujer con gusto.
—Es muy bonito, pero, si no te importa, preferiría quedarme fuera —le susurró Johanna a su amiga—. Me da miedo sentir claustrofobia aquí adentro.
—¿Ya no te gustan las piedras de la Edad Media? —preguntó Isa, sorprendida.
—Si no tienes miedo de pasar frío, en este momento me encuentro mejor al aire libre.
—De acuerdo. No te preocupes, también llevo un jersey en el bolso.
Se instalaron bajo las protectoras ramas de un pimentero gigante, de tronco rugoso y hojas que despedían un delicado olor de bayas rosa. Inmediatamente, Isabelle entabló una animada conversación con la restauradora, en italiano e inglés salpicados de francés. Cuando esta última las dejó solas con la carta, la periodista tomó unas notas en un cuaderno y luego encendió un cigarrillo con la llama de una vela que estaba sobre la mesa.
—No quiere decirme por qué el local se llama La taberna de los celos —le explicó a Johanna—. Debe de ser algo privado. En cualquier caso, su especialidad es la cocina medieval a base de carne; ha recuperado recetas de la época y las ha actualizado. Es una idea excelente, ¿no te parece?
—Mmm… —musitó la arqueóloga examinando la carta con un mohín de desdén—. ¡Espero que la carne no sea de la época! No hay pulpo… Bueno, da igual; me conformaré con una pizza, no tengo ganas de correr riesgos…
Isa no contestó. Sabía que Johanna no era tan grosera como para seguir de mal humor después de la segunda copa de vino de catorce grados, así que pidió enseguida el mejor tinto de la región. Johanna no habría podido decir si su disgusto estaba provocado por la sensación de que el Mont-Saint-Michel la perseguía a todas partes, hasta en el contenido medieval de su plato, o por el enfado que sentía crecer en su interior contra Francois: en aquel lugar romántico, más propicio a la armonía en pareja que a los celos, tomaba conciencia de que su compañero no le había dedicado nunca una semana de vacaciones. Le habría encantado ese pueblo de la Edad Media, esas poéticas lamparillas, ese personaje pintoresco que hacía revivir la cocina de otro tiempo…, su tiempo, el tiempo predilecto de ambos. Habrían hablado largamente a la luz de las velas, como apasionados y como especialistas, de su descubrimiento de la existencia del monte Gargano. En lugar de estar allí con ella, de mirarla, de rozar su piel, estaba a cientos de kilómetros, y ella perdía los nervios con su mejor amiga, que se esforzaba en hacerle olvidar su depresión. Le entraron ganas de coger el móvil de Isabelle, que tenía un bono internacional, y llamar a Francois.
—¿Estás segura de que no te importa compartir los
antipasti
? —le preguntó Isa—. Son para dos.
—No, no, está muy bien.
—Y después, yo quiero probar este «ragú de conejo al estilo medieval». ¿Y tú? ¿Te pido una pizza? ¿Cuál te apetece?
—No, no —respondió Johanna, terminándose la segunda copa de vino—. Al final he cambiado de opinión. Es una tontería pedir una pizza… Conejo, como tú.
Unos instantes más tarde, las dos mujeres rebañaban lo que quedaba del ragú con especias y vinagre.
—Dame un cigarrillo —pidió Johanna—. Quisiera pedirte una cosa.
Tosió, ya que no fumaba nunca, y expuso su petición.
—Isa, me gustaría que fuéramos a ver el monte Gargano. Es absolutamente demencial, es como si, cuanto más huyera, más intentara pillarme todo eso por sorpresa, golpearme por detrás. Y los ataques por la espalda me horrorizan tanto como todas estas coincidencias. No tengo miedo, estoy contigo, y quiero quedarme tranquila, ver lo que hay allí, si es diferente del monte normando, cómo es la abadía, de qué estilo, cuál es su historia…
—Podemos comprar un libro, no hace falta ir.
—No, está aquí al lado. No me perdonaría nunca haber estado tan cerca y no haber tenido valor para visitarlo, sabiendo que existe. Por favor, apenas nos entretendrá un día, y quizá haya cosas interesantes para tu artículo.
Dos días después, domingo por la mañana, el coche subía por una carretera serpenteante del monte Gargano. Vasto macizo boscoso, excrecencia de tierra que dominaba el Adriático, el Gargano era una reserva natural, una gran montaña poblada de vegetación, bordeada de estaciones balnearias y sembrada de pueblos empinados, entre ellos Monte Sant'Angelo, que albergaba el santuario dedicado a san Miguel.
—Ya lo ves: el paisaje no tiene nada que ver con Normandía —dijo alegremente Isabelle—. Ni llanura, ni isla, ni mareas, ni corderos…, ni siquiera vacas.
—Sí. Por lo que parece, es más bien un pueblo aislado en la montaña. ¡Qué raro que haya tan poca relación entre los dos sitios!
—¡Mejor!
El contraste era todavía mayor en la entrada al casco urbano: el cartel indicaba Monte Sant'Angelo, pero, en vez de piedras antiguas, lo que recibió a Isabelle y a Johanna fueron hileras de edificios de sórdida modernidad. La arqueóloga pensó que sin duda se habían equivocado. Luego, a lo lejos, construido en la cima de la montaña, distinguieron el pueblo antiguo, como una blanca medina semejante a Ostuni. Se tranquilizaron e Isa continuó avanzando. Johanna se sintió dominada por una intensa excitación: un campanario cuadrado emergía del mar de casas, pero no se parecía en nada a la esbelta aguja gótica del monte francés. ¿Formaría parte de una abadía monumental, con una cripta subterránea que albergaba dos coros gemelos? Había que acercarse para averiguarlo. Sentía un hormigueo en el cuerpo y estaba sudando pese a que el aire de las alturas era fresco. Finalmente llegaron a la cima e Isa detuvo el coche en una especie de corredor. Johanna salió como alma que lleva el diablo y buscó con la mirada el monasterio. El campanario estaba allí, solitario, sin catedral: una torre, un
campanile
. Callejuelas estrechas y adoquinadas, tiendas de recuerdos devotos, restaurantes para turistas…, pero ni rastro de una abadía.
—
Scusi
—le dijo a una vendedora vestida de negro, inclinada sobre unas vírgenes de plástico transparente—.
San Michele santuario, per favore
?
Su acento no debía de resultar muy convincente, pues la mujer no abrió la boca y se limitó a señalarle con el dedo un edificio normal y corriente, cerca del cual Isa acababa de encontrar un hueco donde aparcar. Johanna, dubitativa, se acercó. Frente al
campanile
, un amplio pórtico conducía a un edificio de piedra calcárea cuya fachada parecía reciente, posiblemente del siglo XIX.
Sobre la blanca pared, en la que había dos arcadas ojivales gemelas, con dos puertas, destacaba un frontón triangular ornamentado con frisos. Encima de las dos arcadas idénticas, entre dos pequeños rosetones, una hornacina albergaba una estatua de escayola: la estatua de san Miguel decapitando al dragón, réplica exacta de la escultura de oro que coronaba la aguja del campanario normando.
—¡Ah, está aquí! —dijo Isabelle a su espalda—. Hay que saberlo para dar con él, no es precisamente espectacular.
—¡Lee eso! —le ordenó Johanna, con la mirada cautivada por el epígrafe de la puerta de la derecha—.
Terribilis est locus iste hic domus dei est et porta coeli
: «Este lugar es terrible, pues es la morada de Dios y la puerta del cielo».
—¿Qué pasa? Es normal tratándose de una iglesia. Bueno, ya que estamos aquí y que al parecer no hay monjes, ven, vamos a ver este terrorífico lugar.
Cruzaron la puerta. Un tenderete de objetos de culto a su derecha y una gran escalera que bajaba no se sabe adónde. No había taquilla para la venta de entradas.
—Lo tuyo es deformación profesional, Johanna —explicó Isa—. No olvides que estamos en Italia y que aquí el Estado y el organismo encargado de los monumentos nacionales no tienen un poder absoluto sobre las iglesias; es el Vaticano el que gestiona su patrimonio histórico. Así que no vamos a entrar en un museo, sino en un lugar de culto donde no está permitido ir con pantalones cortos y los brazos descubiertos.
Johanna se puso su chaqueta de ante y las dos amigas se adentraron en la escalera. Inmediatamente, Johanna se sintió sobrecogida por el olor característico de la ancestral piedra calcárea, los frescos medievales medio borrados, una inmensa cruz, las grandes arcadas góticas y las bóvedas ojivales por encima de su cabeza. Una sensación de misterio, de tiempo que se detiene, la dejó sin habla. Bajaron los cinco tramos de escalera, interrumpidos por cuatro rellanos, con la certeza de penetrar en las entrañas de la tierra y del ser humano. La escalera no se acababa nunca… ¿Qué había al final de ese mundo en penumbra? En las paredes, Johanna reconoció rastros de antiguas sepulturas. La escalera se acabó por fin y distinguieron una luz que pasaba a través de una puerta enmarcada por columnas salomónicas, sobre la cual había un fresco casi desaparecido en el que se adivinaba la silueta de un toro. Bajo el fresco, dos ángeles sostenían una placa de mármol rodeada por una rica orla. Johanna tradujo la inscripción latina en voz alta:
—«Esta es la cripta de san Miguel Arcángel, famosísima en el mundo entero, donde se ha dignado aparecerse a los hombres. Oh peregrino, prostérnate en el suelo y venera estas piedras, porque el lugar donde te hallas es un lugar santo» —murmuró.
Cruzaron la puerta. La cruda luz del sol que penetraba libremente en el atrio las sorprendió y las hizo pestañear. Unos sarcófagos de mármol y unas imágenes de santos bordeaban el patio. Frente a ellas, una magnífica portada románica enmarcaba una pesada puerta de bronce por la que se accedía a un espacio sombrío: la morada del Ángel. Presa de una viva curiosidad, Johanna adelantó a su amiga y, con el corazón latiéndole desacompasadamente, entró la primera. Su imaginación de enamorada de las piedras jamás habría podido adivinar lo que vio entonces. Retrocedió unos pasos y se detuvo, cautivada por la atmósfera que emanaba de la basílica. Se encontraba en el centro de una gruta: una caverna natural, constituida por enormes bloques de piedra sin edad en cuyas anfractuosidades jugueteaban las sombras, sostenía una catedral humana, un techo gótico de bóvedas de crucero ojivales. Frente a Johanna, al fondo de la catedral, se abría un ábside de un amarillo solar, un templo barroco pegado a la roca que le recordó Jordania y Petra… Sí, una Petra subterránea. Aquella extraña iglesia, alianza entre la tierra y los hombres, no era sino un preludio.
En cuanto los ojos de Johanna se hubieron acostumbrado a las tinieblas de la nave, su atención fue atraída hacia la derecha, hacia el coro: bajo una bóveda de rocas irregulares rodeada de tribunas, detrás de un altar, resplandecía un punto luminoso. Dentro de una gran urna de plata y cristal de Bohemia, apoyada sobre la masa rocosa, brillaba la estatua de san Miguel Arcángel esculpida en un mármol blanco de una pureza extrema.
Cautivada, Johanna se acercó y contempló al capitán de los ejércitos celestes, dotado de alas de oro, vestido con una armadura corta de legionario romano y una capa militar, armado con una larga espada, en la actitud de un guerrero cortando la cabeza de un demonio con cara de simio, patas de macho cabrío, zarpas de león y cola de serpiente. Ese san Miguel tenía una expresión que ella no había visto nunca en ninguna parte: su rostro era de adolescente y sonreía, una cabellera ensortijada le envolvía la cabeza, su mirada tenía la inocencia cristalina de la mirada de un niño.
—Es absolutamente extraordinario… —comentó Isabelle cuando hubo alcanzado a Johanna.
—Sí, Isa —susurró Johanna, cuya emoción se traslucía en la voz—. No me esperaba en absoluto una cosa así… Es impresionante.
Admiraron detenidamente los detalles del lugar, los altares, las esculturas, la pequeña capilla que contenía las reliquias de papas mártires de los primeros siglos de la era cristiana. Los ennegrecidos huesos guardados en lujosos relicarios dejaron boquiabierta a Isabelle, mientras que a Johanna le impresionaron más las admirables esculturas y los bajorrelieves medievales: una Virgen de Constantinopla del siglo XII y un san Miguel, que a su entender debía de ser del siglo VIII o IX, representado con una balanza en el momento de pesar las almas de los pecadores fallecidos. En el centro de una pequeña estancia excavada en la roca y protegida por un cristal, estaba expuesta una encantadora escultura de un san Miguel renacentista, a la que los visitantes echaban monedas a través de una ranura hecha en el cristal.
—¡Un pozo de los deseos! —exclamó alegremente Johanna—. Por una vez, voy a pedir uno.
Y así lo hizo, ante la mirada divertida de su amiga. Isa estaba encantada, seducida también por la belleza mística del lugar y feliz de ver a Johanna contenta y serena. Un murmullo de voces las hizo volver al centro de la gruta.
Una multitud se había congregado en los bancos que rodeaban el coro, hasta la nave donde mujeres y hombres esperaban de pie la misa dominical. Un sacerdote estaba delante de la urna que contenía la estatua de san Miguel. Cuando empezó el oficio, permanecieron un rato en una esquina de la iglesia, de espaldas a la roca, emocionadas por el fervor que emanaba de los asistentes, todos italianos. Después, por pudor y por respeto a aquella piedad auténtica, salieron de la caverna. Subieron la gran escalera en silencio. Arriba, Johanna encontró una guía del santuario escrita en francés, pero hasta que salieron al pórtico y estuvieron al aire libre no se permitieron hablar.
—¿Qué tal? —preguntó Isabelle a Johanna.
—¡De maravilla! —respondió esta—. No lamento mi decisión. Me siento liberada…, pero no comprendo por qué este lugar no es más conocido en Francia; para mí, tiene tanto valor como la capilla Sixtina. ¿Qué te parece si nos sentamos en algún sitio? Estoy deseando leer este libro para enterarme de más cosas.