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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

La promesa del ángel (16 page)

BOOK: La promesa del ángel
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—Entonces coge una vela… y prende fuego a la manta. La manta arde, humea, y el hombre que está debajo, con los ojos cerrados, no profiere un solo grito, no hace un solo movimiento para escapar. El fuego va subiendo, llega a la barba, a la piel, huele a cerdo asado, es horrible… Las llamas ya han alcanzado el tapiz: la balanza se quema, san Miguel no tardará en sufrir la misma suerte… Debajo, el jergón es como una antorcha, una antorcha humana… De repente, me encuentro en la cripta de la Virgen Soterraña. Está oscuro, pero veo las piedras subterráneas y los altares gemelos con cirios; sobre uno de los altares, incluso distingo una Virgen negra. Él está arriba de todo de la escalera, a la derecha, me espera igual que un cura espera a sus fieles para predicar… Es el monje decapitado, el mismo de siempre, con su hábito benedictino. Está frente a mí, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo sin cabeza, y dice con su potente voz:
Ad accedendum ad caelum, terram fodere opportet
. «Hay que excavar la tierra para acceder al cielo.» Estoy frente al altar, alargo los brazos hacia él, le tiendo las manos, él levanta las suyas hacia el cielo y repite más fuerte:
Ad accedendum ad caelum, terram fodere opportet
. Estoy petrificada por el miedo; él me observa con sus ojos inexistentes y yo estoy completamente desnuda… De repente, empieza a volar con su cuerpo sin alas, se abate sobre mí como un pájaro negro, alarga una mano y me señala con el índice. Está a tan solo unos milímetros de mí, flotando en el aire, y de pronto me toca la frente mientras repite de nuevo su sentencia marcando las sílabas en un tono impaciente:
Ad accedendum ad caelum, terram fodere opportet
! Su dedo va a penetrar en mi cabeza como si fuera una barrena, me quema, me hace daño… Y entonces me he despertado.

Isabelle permaneció unos segundos en silencio mientras Johanna bebía un vaso de agua con gas tocándose la lisa frente.

—Bueno —consiguió decir por fin—, yo no soy una especialista en desmenuzar los mensajes oníricos, pero ahí hay material en abundancia. Deberías llamar a tu doctora Freud, estará encantada. Con eso tiene para un año de sesiones.

—Todo lo contrario, Isa, no le va a hacer ninguna gracia, porque en cuanto volvamos pienso decirle que voy a dejar de verla.

—¿Cómo? —exclamó Isa.

—Sí, ya sé lo que vas a decir —repuso Johanna—, es como si ya lo hubiera oído, ya oigo a Francois diciéndolo, y a mi psicoanalista insinuándolo como si nada. Ayer te hablé de la tercera aparición de san Miguel perforando la cabeza del obispo y esta noche, como por casualidad, mi monje sin cabeza se presenta por tercera vez y me toca la frente. De acuerdo. Ayer vimos en la gruta una escultura medieval del Arcángel, una sicostasia, y…

—¿Una sicoqué? —la interrumpió Isabelle.

—Sicostasia, «que pesa los espíritus», los pecados, las almas de los cuerpos fallecidos, y en mi sueño me encuentro ante un tapiz que representa al Ángel con la balanza en la misma postura. Es exactamente la misma composición, y la coincidencia no tiene nada de fortuito, hay que reconocerlo. Esta noche he sido testigo de una muerte trágica ante la que soy impotente, y sin embargo me siento culpable cuando el monje sin cabeza me señala con el dedo. Tampoco tengo nada que ver con la muerte de mi hermano, pero desde siempre, inconscientemente, me creo responsable de ella. En el fondo, no acepto estar viva y que él haya muerto. Por eso me niego a ser madre, a dar vida. Vale, todo eso lo sé, ha salido en el psicoanálisis, tienes toda la razón, pero no es eso lo importante.

Isabelle se quedó callada a propósito, en espera de ver adónde llevaba la locuacidad de su amiga. Johanna clavaba sus pupilas azules en la mirada oscura de Isabelle, y resultaba doloroso. Sus manos retorcían compulsivamente la servilleta, como si quisiera atarse los dedos. Sus labios apretados parecían el filo de una navaja. Isabelle sabía que su amiga estaba al borde de su abismo íntimo. La situación requería habilidad y prudencia.

—No sé en qué tengo razón —dijo por fin Isa con voz firme—, porque yo no interpreto. Yo no he dicho absolutamente nada, ni he pensado nada aparte de «sicostaloquesea».

Johanna abrió los ojos con asombro y sus dedos se quedaron inmóviles sobre la tela blanca.

—Bueno, ¿y qué es lo importante? —preguntó Isa.

Johanna acercó la cara a la de Isabelle y le cogió las manos entre las suyas.

—¡Pues el cielo! Me he centrado en la tierra y he olvidado el cielo, cuando la salida está ahí. ¡El cielo! Por eso volvió anoche e insistió. Yo no lo había entendido; lo he visto claro de repente esta mañana, en la terraza, cuando el sol se ha elevado.

—Jo, no tengo ni idea de lo que estás hablando…

—No estoy loca, Isa, tranquilízate, al contrario, por primera vez veo las cosas claras: ese sueño es una parábola de mi neurosis. No cabe duda, la psicoanalista me ha ayudado a comprender cuál era y yo tenía que saberlo para dejar de confundirlo todo y comprender por fin… que hay otra cosa cuyo origen no soy yo… ¿Comprendes? Otra cosa que yo presentía vagamente sin identificarla hasta esta mañana…, pero ahora lo sé, hay una historia que no es la mía. Se reproduce en mí debido a la pérdida de mi hermano, pero no me pertenece. El origen es una historia real situada en un pasado que no es el mío… Alguien comete de verdad unos crímenes, pero no soy yo. El monje sin cabeza no me juzga, contrariamente a lo que yo creía, sino que me invita a desnudarme y a buscar fuera de mí misma, en una
terra incógnita
… que encierra la clave de mis sueños, un enigma del pasado… En resumen, Isa, me había equivocado: lo que ha hecho es darme por tres veces una orden de buscar en otra tierra, no manifestar una condena de la mía.

Isabelle estaba superada por las explicaciones de Johanna, a su entender sibilinas e irracionales. Esperaba que se tratase de una excentricidad pasajera y que la salud mental de su amiga no se hallara en peligro. Por el momento, consideró preferible no contrariarla.

—Admitámoslo —dijo, escéptica, apartando las manos—. Si quieres verlo así… Pero ¿qué piensas hacer? ¿Irte a la Patagonia con un pico?

—Tal vez —respondió ella, sonriendo—. El monje sin cabeza insiste conmigo porque sabe que iré hasta el final y que comprenderé. Poseo los conocimientos necesarios y también el entusiasmo que hace falta, si me dejo guiar por él. Resumiendo: dejo de mirarme el ombligo y de tomar ese montón de pastillas, y me voy a buscar la clave de mis sueños a donde está, es decir, en el terreno fértil de la Historia, en el pasado y las leyendas de Mont-Saint-Michel. Ahora ya no siento ningún miedo, porque sé que no me desea ningún mal y que me ayudará en mis sueños… En cuanto disponga de un rato libre, exploraré las bibliotecas, encontraré el origen real del mito, rebuscaré en los libros y excavaré los archivos de esa maldita montaña.

Aquel 1 de noviembre llovía en París, como sucede a menudo en Paris y como sucede siempre el día de Todos los Santos. Había vuelto el día anterior, pero no había podido ver a François, quien había ido con Marianne a Caburé para acompañarla en la invariable ceremonia de depositar crisantemos en el panteón familiar. El había pretextado una reunión en el Ministerio al día siguiente por la mañana, 2 de noviembre, día de la fiesta de los difuntos, y quería ir de inmediato a la calle Henri-Barbusse, pero Johanna se lo había impedido, pues prefería quedar con él para cenar en un restaurante de su elección. Él había pensado, con buen criterio, que la joven estaría cansada de pulpo y vino blanco y la había invitado a un restaurante chic de Saint-Germain-des-Prés, famoso por el buey japonés criado con cerveza y masajeado diariamente por geishas. En espera de tocar el cuerpo de Johanna, ceñido por un vestido de terciopelo rojo sangre, no se cansaba de degustarlo con la mirada mientras ella devoraba un enorme trozo de lomo con salsa de pimienta y se llevaba a los labios pintados una copa de vino de Pomerol.

—Estas vacaciones te han sentado maravillosamente bien, estás resplandeciente —constató Francois.

—Es verdad, me han sentado muy bien —contestó ella con modestia—. Pero no me resulta fácil devolverte el cumplido, tienes aspecto de estar preocupado.

—¿A ti te parece que he engordado?

—A simple vista, no —respondió Johanna—, pero no tengo una báscula en los ojos. Lo mío no es la «kilostasia».

—Estos últimos días han sido muy estresantes —dijo él, fingiendo no haber advertido la ironía de su compañera—. Ha surgido un contratiempo en el trabajo y…

—¿Ah, sí? —lo interrumpió ella, interesada—. ¡Cuenta, cuenta!

Francois se sentía incómodo. Bebió un sorbo de Burdeos, pero su tez privada de sol continuó pálida.

—No te enfades, pero prefiero no hablar de eso.

Ella lo observó con sus grandes ojos pintados de oscuro, lo que acentuaba la claridad de su mirada.

—No es lo que crees —se defendió él de inmediato—. No pretendo andarme con tapujos; además, no es ningún secreto, pero está relacionado con una cuestión que he decidido evitar contigo… desde el fin de semana sorpresa de septiembre —añadió devolviéndole la mirada, convencido de que esas palabras zanjarían el espinoso tema.

Ella dejó tranquilamente los cubiertos a ambos lados del plato, se limpió las comisuras de los labios, relucientes de grasa, y acarició la mano en la que brillaba una alianza de oro.

—Te equivocas, Francois. Recuerda que estoy psicoanalizándome —mintió—. He cambiado. No lo comprendo todo, pero ahora puedo entender, y ese tema ya no es tabú. Al contrarío. Dime lo que te preocupa; te prometo que no habrá ni lágrimas, ni insultos en latín, ni crímenes —añadió guiñándole un ojo.

Él vaciló. Se vio de nuevo la tarde de aquel sábado de septiembre, vagando solo al volante por las calles de París, sin atreverse a volver a su casa, a la vez furioso con Johanna y preocupado por ella. Recordó sus estériles conversaciones, su sentimiento de culpa, el retraimiento de Johanna, la dificultad que él tenía para acercarse a ella… Había llegado a creer que iba a dejarlo, pero no, se trataba de algo más pérfido: se había escabullido. Desde entonces, se debatía en un agua repleta de trampas, sin saber si era mejor salir de la piscina o aprender a nadar en el estilo de brazada de costado. Esa noche, sin embargo, tenía de nuevo frente a él a la mujer que lo atraía, viva y rebosante de humor, con una novedad irresistible: un aspecto sexy que le hacía estar muy sensible. Sus ojos ambarinos se recrearon en el moño, del que escapaban unos bucles castaños, en el cuello desnudo, que habría devorado gustoso en lugar del solomillo de buey, en el nacimiento de los pechos, realzado por la tela roja, por no hablar de esas piernas satinadas, de un color arena brillante, que rozaba por debajo de la mesa confiando en que estuvieran enfundadas en medias, no en pantys… Aspiró una bocanada de Guerlain, Shalimar, sí, eso también era nuevo. Embriagado por los vapores orientales de la fragancia, se arrojó al vacío:

—Dentro de quince días tenían que empezar unas excavaciones muy importantes en Mont-Saint-Michel, al lado del potro, donde estaban el cementerio y el osario románicos de la abadía, destruidos durante la Revolución. No es más que una hipótesis, pero se cree que antes de la construcción de la iglesia abacial románica y la transformación del lugar en cementerio, se alzaba allí un monumento más antiguo, una capilla desaparecida, la capilla do San Martín, carolingia, de vocación funeraria… Al hacer unas obras se encontraron huesos prerrománicos, así que decidimos ir a ver y excavar durante un año, siguiendo un programa, por supuesto, para tratar de encontrar, si no los cimientos de la capilla, al menos las sepulturas. Hace meses que tengo el asunto entre manos, negocié con el administrador del Monte, que no es un tipo fácil, con el Centro de Monumentos Históricos y con el gabinete del ministro, la Asociación para la Promoción de las Excavaciones Arqueológicas Nacionales desbloqueó los fondos, el Centro Nacional de Investigación Agronómica emitió un informe favorable, conseguí el mejor equipo, redactaron el decreto de autorización, lo firmé, en resumen, todo estaba preparado para empezar el 15 de noviembre, la época en que hay menos turistas… Pero resulta que la semana pasada el director del proyecto, Roger Calfon, me informó de que su mujer tenía cáncer y pidió un permiso de seis meses para atenderla. Como sabes, en estos casos se tiene derecho a un permiso. Así que me encuentro sin un arqueólogo competente para dirigir el proyecto… ¡Un desastre! Roger es irreemplazable, dado su prestigio y su experiencia: el especialista francés en excavaciones medievales, treinta años de trabajo, veinte de ellos en el yacimiento de Saint-Denis, eso no se improvisa, y no puedo permitirme enviar a un novato a Mont-Saint-Michel. El ayudante de Roger cayó en desgracia en el Ministerio de Cultura a causa de un artículo en el que criticaba a la Dirección de Arquitectura y Patrimonio, de modo que no puedo nombrarlo en sustitución de Calfon. Total, que hace una semana que intento encontrar un ayudante de otro yacimiento para nombrarlo director provisional durante seis meses, en espera de que Roger vuelva, pero los buenos especialistas en sepulturas de ese tipo no abundan.

Esa noche, Johanna bendijo al destino que la perseguía, al azar que definitivamente no existía, e incluso a Isabelle, que la había animado a comprar aquel vestido rojo en Bari, así como un par de ligas.

—¡Francois, ese profesional de los esqueletos medievales inencontrables, ayudante en un yacimiento y, por lo tanto, fácilmente trasladable al del Monte, soy yo! —exclamó, citando en secreto al difunto que ocupaba su corazón y su mente.

Capítulo 6

En la capilla de San Martín reina la oscuridad, en concordancia con las negras supersticiones que pesan sobre el alma de Moira y con el negro hábito benedictino tras el que Román se esconde, enterrados bajo el coro, los muertos celtas y bretones aguardan la confrontación. Román es el primero en entrar, con la sensación de estar penetrando en un panteón. La gélida humedad le cala hasta los huesos y, al mismo tiempo, oleadas de calor le invaden el pecho.

Con la manga, se enjuga unas gotas de sudor de la frente. Quizá sea de nuevo víctima de la fiebre. Cojeando, avanza hasta el altar, se santigua y enciende tres cirios. Después posa su cuerpo tembloroso sobre un banco de piedra. Cierra un instante los ojos para calmar su respiración, pero se oye respirar más fuerte. Cuando levanta los párpados, nota que otros ojos se clavan en su espalda y le atraviesan el corazón, que se acelera todavía más. De repente, su piel se empapa, el sayal se le pega al cuerpo, le raspa, le quema como si fuera un campo de ortigas. Un enjambre de abejas revolotea dentro de su cabeza, sus piernas se vuelven como las patas de una libélula, enclenques e inestables. Sus dedos palpitan como alas de insecto, con un batir frenético e incontrolable. Torpemente, se levanta, respira hondo y deja caer los brazos a los lados del cuerpo. Entonces se da cuenta de que ha olvidado las frases durante largo tiempo recitadas en su soledad y de que una cuerda invisible le oprime la garganta. Con mucho esfuerzo, traga saliva y toma aire. Tiene que volverse. Instintivamente, contiene la respiración y vuelve la cara sonrojándose.

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