La promesa del ángel (32 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Simón pagó las consumiciones y salieron a la Grande-Rue. Una fina llovizna, penetrante y fría, empapaba la atmósfera barrida por el estruendo de las olas durante la marea alta. Johanna notó el efecto del alcohol en la cabeza y en las piernas. Le propuso acompañarlo, pues necesitaba andar para despejarse la mente. Simón vivía junto a las murallas de la guerra de los Cien Años, a la altura de la cortina situada entre la torre Norte y la torre de la Argolla. Tomaron, pues, el camino de ronda y a continuación una empinada escalera, y costearon la peña azotada por el mar. Johanna solo tendría que seguir hasta la torre Norte y llegar al Gran Escalón que conducía a la abadía.

—Los benedictinos se habrían dejado colgar antes que entrar en la iglesia entre completas y vigilias —dijo él con una voz de ultratumba—. Dicen que los monjes oían con frecuencia a los ángeles cantar en la iglesia por la noche, y todos los que intentaron verlos murieron al hacerse de día. Por supuesto, lo que los mató fue el sentimiento de culpa por haber transgredido un tabú y no la mano vengativa de una fuerza celeste, pero a mí me parece que dejar que lo invisible continúe siendo invisible es una idea hermosa y llena de humildad. Creo que incluso los frailes y las monjas de las hermandades de Jerusalén respetan esa prohibición: el día para los hombres y la noche para los ángeles.

—Vamos, Simón —dijo ella cogiéndolo del brazo—, no se preocupe, respetaré la tradición. No estamos haciendo las excavaciones en la iglesia, y no soy de las que van a rezar en plena noche, ni de día tampoco, la verdad. Dígame —añadió en un tono que quería ser desenfadado—, ¿ese tabú afectaba solo a la gran iglesia construida a partir de 1023, o también a la antigua iglesia carolingia convertida en la Virgen Soterraña?

Notó que dudaba.

—No estoy seguro —confesó—, pero me parece que esa costumbre ya existía en la época de la antigua iglesia construida por los canónigos. Yo creo que en el caso de ese santuario era peor, porque allí a quien se oía gritar por la noche era a los demonios.

—No me extraña, es lógico teniendo en cuenta la visión del mundo del hombre medieval —repuso Johanna—, aunque, así y todo, lo que cuenta me hiela la sangre… ¡A no ser que lo que me está helando sea la lluvia!

—Estamos en un lugar que continúa perteneciendo a la lógica medieval —dijo él en voz baja—, donde el tiempo tiene el sabor de esa época, y eso es lo que todos venimos a buscar: una brizna de eternidad. Yo soy un cartesiano del siglo XXI que no cree ni en ángeles ni en demonios, pero, en el Monte… no sabría explicarlo…, es algo tan vivo, tan palpable… Así que respeto la época y las costumbres del lugar, diferentes de las nuestras, para no romper el encanto y dejar que la magia actúe. En resumen, Johanna, la noche pertenece a los poderes de la noche; de noche, los humanos tienen otras cosas que hacer: dormir, bailar…

Ella lo miró sonriendo: sus palabras sobre el Monte la habían emocionado. Sí, por más que lo negara, ese hombre era sensible a los cuentos de la vida, oía las leyendas que no estaban impresas en los libros y que contaban las piedras. En la Virgen Soterraña cantaba el Infierno… Posiblemente recordaría más cosas sobre esos muros, pero no esa noche… Si continuaba preguntándole acerca de la vieja iglesia, se arriesgaba a que le pareciera sospechoso tanto interés, así que consideró oportuno cambiar de tema. Pensó en Sébastien.

—Hablando de diversiones —dijo—, ¿se queda en el Monte para Fin de Año?

—¡Desde luego! Como viejo solterón, coloco un sillón gastado delante de la chimenea, escucho una sinfonía de Mahler degustando unas ostras, me sumerjo en una botella de vino blanco y después me voy a contemplar el mar tambaleándome.

—¡Menudo programa! —dijo Johanna, riendo.

—¿Le apetece apuntarse?

—Me gusta mucho Mahler y el vino blanco, pero no creo que esté en el Monte durante las fiestas. Tengo otros planes. Pero si cambio de opinión…

—En cualquier caso, no lo dude, estaré encantado. Bien, ya hemos llegado.

La fachada de su casa era la típica de las viviendas antiguas del Monte: de granito, con ventanas de pequeños cristales, los postigos y la puerta pintados de rojo oscuro, y un viejo farol oxidado. En un nivel más bajo había un jardincillo al que se accedía por una escalera con barandilla de hierro forjado a ambos lados, donde se entrelazaban rosales y una glicina pelada. Simón le propuso tímidamente entrar, invitación que ella rechazó. Entonces, sin saber muy bien qué hacer, apuntó su número de teléfono en un papel, se lo tendió torpemente, le estrechó la mano de forma viril y entró en su casa haciéndole un ademán de despedida. Johanna se quedó sola bajo la llovizna y siguió andando, pensativa, en dirección a la abadía. ¡Qué personaje! Difícil de describir, más inclinado a divulgar los secretos de los demás que los suyos. ¿Y por qué le había hablado ella de Fin de Año? No lo conocía y no iba a sacrificar a François por él. A no ser que fuera François quien la abandonase… No era seguro que consiguiera quedar libre. El año anterior no le había anunciado su presencia en la fiesta hasta el día 31 a las siete de la tarde. Y hasta que llegó, había temido una anulación de última hora y tener que pasar la Nochevieja sola. No era la soledad lo que la asustaba, sino la Nochevieja. Siempre veía llegar con angustia esa fecha fatídica en que tenía la sensación de estar pasando un duelo mientras que todos los demás se divertían.

¡Qué lejano le parecía François ese año! Lejos estaba, desde luego, mucho más que cuando ella vivía en Cluny. Se telefoneaban con frecuencia, pero Johanna llevaba tres semanas sin ir a París y él no había podido desplazarse a Normandía. De todas formas, no estaba deseando verlo. Los fines de semana, el resto del equipo se marchaba y ella se quedaba sola con la montaña. Los sábados y los domingos había más turistas, pero estaba tan absorta en sus sueños que no la molestaban. Había intentado ver la habitación donde había dormido de pequeña, donde había visto a su monje decapitado por primera vez, pero la casa estaba cerrada, pues solo se utilizaba en temporada alta para alojar a algunos visitantes a precios elevados. Por la otra habitación, la de la segunda aparición, no había mostrado ningún interés, pues estaba convencida de que allí no encontraría nada. Pasaba largas horas en la Virgen Soterraña, inmóvil en un banco de piedra, con la mirada clavada en los peldaños, hasta que los ojos, exhaustos, sentían también el dolor de la ausencia. Porque el resto de su cuerpo se hallaba habitado por la ausencia, atormentado por esa carencia que la invadía hasta la obsesión. El sufrimiento era el signo de su presencia difusa en toda ella salvo en sus ojos, que se obstinaban en no verlo.

Su mirada lo había buscado por todos los rincones de la abadía, en la plétora de libros sobre la historia del Monte, en los manuscritos del monasterio, pero no lo había visto en ninguna parte. Tan solo su memoria aseguraba la imagen indispensable para hacer real su existencia. Johanna sabía que si un día, o una noche, aparecía por cuarta vez, con su cortejo de difuntos y su sentencia latina, era posible que la arrastrara por el sendero de la locura. Sin embargo, eso parecía no tener importancia.

Sin aliento, acabó de subir el Gran Escalón y llegó a las torres redondas de la Fortaleza, la entrada de la abadía. Escaló los abruptos peldaños de la escalera llamada «el abismo», sacó el manojo de llaves y abrió la monumental puerta de madera. Respiraba con dificultad. Se dio cuenta de que la llovizna le había empapado el anorak y los cabellos, atados en la nuca. Pensó en la prohibición, en las creencias relatadas por Simón, y un súbito frío la invadió sin que supiera si la causa era el miedo o la lluvia. Todo estaba oscuro allá arriba, pasados los escalones del gran vestíbulo. Como todos los arqueólogos, siempre llevaba una linterna en el bolsillo. La tocó para tranquilizarse; sí, estaba allí. Christian Brard no había considerado necesario darle las llaves del transformador que aseguraba la iluminación de la abadía. De todas formas, su visita debía ser clandestina; no quería explicarle a nadie lo que iba a hacer a la Virgen Soterraña en plena noche. Subió dos peldaños más y paseó el haz de luz sobre las oscuras piedras. Tenía las gafas empañadas por el vaho y solo distinguió una nebulosa azulada. Mientras buscaba un pañuelo para secar los cristales, notó un aliento tibio en la frente, un suspiro húmedo y silencioso, como un beso invisible, una respiración. Se puso de nuevo las gafas y escrutó a su alrededor, asustada. Nada, nadie excepto el viento. ¿El viento? Repentinamente pálida, cerró la puerta, se guardó las llaves y la linterna en el bolsillo, bajó los escalones y se alejó por un camino de ronda que bordeaba las altas murallas góticas. Al llegar a la altura del Museo de Historia, bajó rápidamente hasta su casa. Entró jadeando en el comedor, donde Florence estaba leyendo delante del fuego.

—Buenas noches —dijo Fio en voz baja—. ¡Vaya pinta!

—¿Queda calvados o coñac? No, ya he bebido bastante —dijo, frotándose la frente—. Voy a acostarme. Buenas noches, Florence.

—¡Espera! Ha llamado tu amiga Isabelle; dice que no consigue localizarte en el móvil. Y también Paul, tu antiguo director en Cluny. Lo he notado raro; no ha querido decirme nada aparte de que debes llamarlo lo antes posible, esta misma noche.

Florence observaba a Johanna, que parecía tan perdida como su antiguo director cuando había hablado por teléfono con él hacía un rato. ¡Decididamente, las responsabilidades te hacían perder la chaveta!

—Gracias, Fio. Mañana me ocuparé de eso. Ahora me voy arriba. Buenas noches.

Era la una y veinte de la madrugada, cuando entró en su habitación. El móvil, que había dejado olvidado encima de una mesita, vibraba paseándose sobre el tablero. La señal del buzón de voz. Se quitó el anorak empapado, lo dejó sobre un radiador y se obligó a poner los pies sobre el suelo. Un mensaje de Isa, que estaba preocupada por ella, como de costumbre, y le proponía pasar la Nochevieja con unos amigos, gente de la revista. Ni hablar. Luego François. Como era habitual, no sabría hasta el último momento si estaría libre para Nochevieja, pero le mandaba un beso, la echaba mucho de menos y blablablá, blablablá, blablablá. Iba a dejarla plantada el 31, lo presentía. Por último, Paul. El no acostumbraba a hacerle ese tipo de llamadas. Sus relaciones eran corteses, pero lógicamente más distantes que en Cluny. El mensaje era lacónico: repetía lo que le había dicho a Florence, aunque Johanna percibió una emoción contenida, una urgencia extrema que permitía presagiar que algo grave había ocurrido. Preocupada, lo llamó inmediatamente.

—¡Por fin! —gritó en el otro extremo del hilo telefónico—. ¡Oye, es increíble, extraordinario, fabuloso! ¡Un descubrimiento sensacional! Dios, ahora puedo confesarlo: había dejado de creer… ¡Una tumba, Jo, una tumba! Que no cunda el pánico, no es Hugo de Semur… Es casi mejor, por lo inesperado. Fue inhumado en 1022, ¿te das cuenta? ¡En 1022! Es un señor local, monje benedictino y constructor de Cluny II, bueno, uno de los constructores, yo creo que es el que terminó la iglesia… Debieron de enterrarlo con el abad Odilón en el coro de Cluny II y probablemente luego lo trasladaron al coro de Cluny III. Se llama Pedro de Nevers. ¡Su estado de conservación es asombroso! Y eso no es todo: en el panteón hemos encontrado un manuscrito fechado en el año 1063…, una carta dirigida a nuestro Hugo de Semur en latín, que he empezado a traducir. Y es absolutamente demencial, es increíble, no vas a dar crédito a tus ojos, Johanna… Tienes que venir sin falta, quiero reservarte la sorpresa, y te juro que no vas a sentirte decepcionada. ¡Duerme unas horas, monta en el coche y ven!

Capítulo 10

Cuando se entera de la noticia, Román se queda horrorizado. Fray Roberto, el antiguo prior, comparte la consternación del constructor.

—Ha sido juzgada en Ruán por un tribunal eclesiástico presidido por Rolando de Aubigny —añade Roberto—, luego a las órdenes del duque Ricardo. Nuestros hermanos Romualdo, Martín, Antelmo y Drocus formaban parte de los jueces. Debes conservar la esperanza, hermano, es una mujer juiciosa, sabe que es inútil obstinarse. Abjurará antes que ser torturada… y se salvará.

—¿A qué suplicio la han condenado? —pregunta Román con voz opaca.

—Pues… —dice el monje bajando los ojos y palideciendo— es que le quitaron la ropa para ver si su carne llevaba el sello del diablo y, colgando del cuello, encontraron… un trozo de hueso humano procedente de un cráneo y engastado en una cruz de oro, una cruz druídica en la que aparecen representados los cuatro elementos del cosmos.

Un horrible presentimiento se apodera del constructor. Intenta encontrar la mirada esquiva de fray Roberto, que recorre la tierra del Monte y luego escapa hacia el cielo azul.

—¿Y bien? —interviene Román, asiendo a su hermano por los hombros—. ¡Habla, Roberto, te lo ruego!

—No sé a quién se le ha ocurrido esa idea infame, Román —acaba por articular el antiguo prior—, pero la sentencia es esta: puesto que Moira exhibía los cuatro elementos, será torturada con los cuatro elementos… hasta que reniegue de la cruz celta y de la fe de sus antepasados. La sentencia será ejecutada aquí, en la montaña santa, el primer día con el aire, el segundo con el agua, el tercero con la tierra y, si todavía no ha abjurado, el cuarto día con el fuego hasta que muera. El último día debe ser el de la gran fiesta de la Ascensión.

La Ascensión, que tiene lugar cuarenta días después de Pascua y festeja la subida de Cristo al cielo…

Román, solo en la capilla de San Martín, está arrodillado delante de las tumbas, anonadado por lo que acaba de escuchar y por el peso del tiempo que acaba de transcurrir, durante el que ha asistido, impotente, al fin de un mundo. La alegría del inicio de la construcción de la gran iglesia abacial, que hasta entonces llenaba toda su alma, ha desaparecido bajo el sufrimiento causado por la detención de Moira, bajo el sentimiento de rebeldía provocado por la traición de Almodius, que ha entregado a la joven celta al obispo y al príncipe, y bajo la conmoción producida por la muerte del abad. Como solo un religioso del mismo rango puede prestar la asistencia mortuoria al fallecido, el abad de Re-don fue a lavar el cuerpo de Hildeberto en la enfermería de Osmundo, sobre la piedra de los difuntos. Juntaron sus manos bajo la cogulla, cosieron esta y bajaron la capucha hacia su rostro, antes de incensar su sayal negro, que se convirtió en su sudario, y de rociarlo con agua bendita. El abad de Redon y fray Osmundo lo transportaron al santuario de los difuntos: la capilla de San Martín. Tendieron el cadáver y encendieron dos candelabros: uno más arriba de su cabeza, junto a la cruz, y otro más abajo de sus pies. Luego, sus treinta hijos se colocaron en círculo alrededor de Hildeberto y lo velaron, sin dejarlo ni un momento solo y rezando a san Miguel para que lo acompañara y lo protegiera por el peligroso camino que conduce al Todopoderoso. Fray Roberto, el prior, a su regreso de Anjou inscribió la fecha de la muerte del padre en el obituario montesino, y fray Guillermo partió para transmitir la noticia del fallecimiento a todas las casas y los monasterios amigos, y recogió las condolencias y las alabanzas al difunto en un largo pergamino enrollado. No regresará, con el rollo de los muertos, hasta dentro de varios meses. Mientras sonaban las letanías, los salmos y el soplo del viento, los frailes enterraron a su padre junto a la iglesia, en el suelo, al lado de las tumbas del abad Mainardo I y de su sobrino el abad Mainardo II. Después señalaron el emplazamiento con una cruz de piedra, para que el ataúd sea trasladado a la cripta del coro de la gran abadía cuando la capilla de las reliquias esté terminada. Ha sido el duque Ricardo quien ha ordenado que se haga así; le ha parecido legítimo que los religiosos y los fieles, cuando vayan a la cripta a venerar las reliquias de Auberto, el fundador de la montaña, puedan manifestar también su amor a Hildeberto, el fundador de la nueva iglesia abacial. Así pues, Román debe apresurarse a construir la cripta del coro y a continuación el propio coro.

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