Música. Los lugareños y los peregrinos, tocados con sombreros de flores, forman un corro alrededor del hoyo cantando al son de flautines y de una viola. La Carola es alegre, se extiende por todo el cementerio, hasta la plaza, y la lluvia deja de caer. Muy pronto recogerán los frutos de la tierra, bendecidos en largas procesiones. Moira sonríe a la gleba fértil, segura de que esa noche su cuerpo la abonará.
—¡Moira! ¡Moira, despierta, te lo ruego! ¿Tú crees que…?
Osmundo le hace un gesto negativo a Román. Acerca la antorcha, pero ve que la muchacha todavía vive, oye el soplo irregular de su respiración. La noche ha caído, una noche sin luna. La oscuridad es total, cosa que conviene a Román, que ha acompañado clandestinamente a Osmundo. Este último ha recibido de Almodius el encargo de llevar vino y comida a la que morirá al día siguiente. La última comida del condenado, y en el caso de Moira la primera desde hace tres días y dos noches. Raúl ha aprovechado la visita de los monjes para llevar a su tropa a beber un cuartillo al albergue de enfrente. A unas horas de la muerte, tal vez la hereje quiera confesarse, nunca se sabe con estas criaturas. La fosa es de un negro opaco. No obstante, el halo de la antorcha distingue una silueta más clara que se mueve imperceptiblemente al fondo del agujero, como un gusano aplastado.
—¡Moira! —repite Román con voz sorda.
Ella se levanta, se apoya en el muro de tierra, se tambalea, se yergue de nuevo, y la linterna de Osmundo ilumina el horror: sus cabellos ya no tienen ni color ni bucles, su melena parece el pelaje de una rata muerta. La piel de la cara está gris, manchada de barro, abotargada; los ojos, brillantes de fiebre. De rodillas al borde de la cavidad, Román se tapa la boca con una mano para no gritar.
—¿Eres… eres tú? —se atreve ella a preguntar.
—¡Sí, amiga mía, soy yo, Román! —responde él con dificultad.
—¡Aleja esa antorcha de mí e ilumina tu rostro! —ordena la joven.
Román se baja la capucha, que le oculta el rostro, y se traga las lágrimas, la cólera, los remordimientos y la desesperación para mostrarle la expresión de amor que ella desea ver. Moira no dice nada, pero tiende las manos hasta casi rozar las de Román, que se inclina cuanto puede.
—Moira —dice Román—, te lo suplico de rodillas, abjura en este mismo instante, abjura, hazlo por mí si no quieres hacerlo por ti.
Ella guarda silencio durante un largo momento y acaba por contestar con una voz descarnada:
—Estoy más lejos de lo que piensas, Román, hace tiempo que he superado ese dilema… Estoy encerrada bajo la tierra, pero fuera ya del mundo terrestre… Mi cuerpo se apaga, pero no sufro, pues, para que nuestro amor perviva, debo morir…, quiero morir, por amor a esta montaña y a ti… Si quieres ayudarme, reza para que parta esta noche y mi alma vaya al cielo…
—Moira, ¿qué dices? —replica Román rompiendo a llorar—. ¡La barbarie de esos felones te ha hecho perder la razón! ¡No puedes abdicar ante ellos y resignarte a dejarme! ¡No te dejaré desaparecer! ¡Abjura, amor mío, abjura ahora mismo y nos amaremos libremente! Moira…, he reflexionado, si reniegas de tu fe, yo abandonaré este hábito, el monasterio, el Monte, y nos marcharemos juntos lejos de aquí, a Bamberg. No tendremos ningún problema para vivir, pertenezco a la nobleza, viviremos del fruto de mis tierras. ¡Llama a la guardia, Moira, llámala, hay que despertar al obispo, abjura ahora y huyamos para siempre!
—Querido Román, el fruto de tu tierra es la Jerusalén celeste, y es aquí donde debe levantarse. ¿Crees que el sufrimiento físico ha corrompido mi cuerpo hasta el punto de que quiera sacrificarte por una efímera e incierta felicidad? Román, los tuyos han sido engendrados por el cielo y mi pueblo por la tierra… Somos los elegidos del espíritu que gobierna esta peña, yo para conservar su pasado, tú para crear su futuro… Mis antepasados fueron la carne de esta roca, yo fui el mortero de tus piedras; te he transmitido el secreto de la montaña, el vínculo entre todas las épocas. Mi misión ha terminado, debo reunirme con mi pueblo difunto. Te dejo con el alma del Monte, a ti y a tus hermanos, para que erijáis su gloria perpetua.
—¿Qué dices? ¡Tu mente desvaría, no puedes dejarme solo, no puedes preferir la tortura y la muerte a vivir conmigo!
—Nos querremos un día, mi amor, pero no en esta época en que estábamos destinados a amar al Ángel de la montaña sagrada y a consagrarnos a él… Escúchame, Román, esta noche, la última de mi vida en este lugar, en este siglo, te hago una promesa —dice, tendiendo las manos hacia él—. Mi alma, sellada por tu amor, cuyo recuerdo conservará siempre, te dirige este juramento: dondequiera que estés, seas quien seas, te reconoceré. Cruzaré los ríos y los mares del universo de los vivos o de los muertos, violaré tu tumba y te llevaré conmigo al cielo, donde nos amaremos en paz hasta el fin de los mundos.
Román se queda callado. Está confundido por esa declaración que no esperaba y que lo supera. Un ruido de armas y de talabartes corona las palabras de Moira.
—¡Los soldados! —dice Osmundo a media voz.
—¡Moira, abjura, abjura! —suplica de nuevo Román en un susurro ronco.
Moira no contesta. El hermano laico coge un cesto y lo hace descender por el hoyo con una cuerda. Román se pone la capucha para cubrir su semblante descompuesto.
—¿Todavía estáis con la infiel, hermanos? —pregunta Raúl, un poco achispado—. Compartís su ágape, ¿eh? ¿Es que no os alimentan bastante en el monasterio? ¡Vamos, id al albergue, allí hay un ambiente más alegre!
Osmundo se pone en pie trabajosamente a causa de su peso, fulmina con la mirada al blasfemo y le indica por señas que completas ha sonado y que, por lo tanto, le está prohibido hablar. Empuja a Román delante de él y ambos regresan a paso rápido a la abadía.
—¡Mira, esa sigue ahí abajo más muda que una tumba, ja, ja, ja! —dice Raúl a otro centinela—. No me extraña que aquí el vino sea barato. En vista del clima y de los temas de conversación, es lo único que hay para entrar en calor. Brrr… —se estremece al oír romper las olas contra las rocas—, no me importará volver a Ruán cuando todo esto haya terminado. Este lugar está acabando por helarme la sangre.
—Desde luego, mi capitán.
Raúl se acerca al hoyo y lo ilumina con la linterna. La condenada está de rodillas, con el rostro oculto entre las manos. El cesto de comida está a su lado, intacto.
—¡Eh, preciosa! ¿Sigues ahí? ¿Sabes que mañana te toca el asador?
Moira levanta la cabeza y lo mira de frente. En sus ojos no hay ni una pizca de inquietud, ni una pizca de tristeza; están fijos y luminosos como los de un espectro, pero impregnados de una dulzura y de una bondad asombrosas. La mirada de una santa, de una mujer tocada por la gracia de un amor inmortal. Raúl abre la boca, atónito, mientras se santigua.
—¿Queréis que haga venir a Monseñor el obispo o al señor conde? ¿Tenéis algo que decir?
Sin apartar los ojos, ella hace un signo negativo.
—Voy a rezar por vos —promete Raúl—. Y vos deberíais comer un poco, beber al menos… Creedme, si vuestro cuerpo está lleno de vino, resistirá menos al calor del fuego y os desvaneceréis antes… Bebeos la ración que os han traído y dormid, yo vendré al final de la noche a traeros más bebida para que mañana, cuando llegue el momento, la embriaguez os evite ciertos dolores.
Raúl se aleja unos pasos. Todos sus movimientos son espiados por una sombra alargada oculta detrás de un árbol del cementerio, la silueta negra de un hombre. Este no oye las palabras del capitán, sus labios están cerrados, marcados por el mismo silencio que los de su hermana y los de Román.
Destrozado por las palabras de Moira, el constructor, mientras tanto, está prosternado en la capilla de San Martín. Sus plegarias y sus lágrimas se han agotado. Al igual que Brewen, ya no posee el verbo. El verbo solo ha mostrado la impotencia de su amor. Sin embargo, Román y Brewen oyen besos fúnebres. El abrazo oscuro les susurra que el desenlace de la noche será el inicio de sus tinieblas.
Desde el amanecer, un gran fuego reproduce al resplandeciente sol en la plaza del pueblo, entre la iglesia parroquial y el cementerio. La hoguera roja crepita como una fogata en torno a la cual un alegre corro celebrará ese jueves de la Ascensión. Nada indica el suplicio; el poste fatal no está y la base de las llamas se encuentra rodeada de piedras secas dispuestas formando un cuadrado. Uno esperaría ver un buey en el suelo, a punto de ser asado y repartido entre el pueblo hambriento. Pero no hay ni rastro de carne ni de espetón en las proximidades; tan solo uno de los instrumentos utilizados en la obra, un pescante de madera provisto de un torno y cuya cuerda termina en un gancho destinado a levantar las vigas. Raúl no parece prestar ninguna atención a ese artilugio fuera de lugar y remueve las brasas con gestos de experto: ha cambiado la cota de mallas y la espada por un gran delantal y un pincho de hierro. Se pasa una mano desnuda por el rostro sudoroso e impasible. Poco después de acabar la misa matutina celebrada en la iglesia carolingia, llega desde la cima del Monte una solemne procesión encabezada por el duque Ricardo en persona, escoltado por su corte, el obispo de Avranches, Thierry y Almodius, seguidos de todos los frailes del monasterio y de una inmensa multitud de laicos vestidos de fiesta. Cerrando el cortejo, unos soldados llevan un gran armazón de acero. Muy pronto, la plaza y el cementerio del pueblo no son sino una masa hormigueante. Sin perder la serenidad, el capitán acaricia el fuego, que termina de consumirse. Un mar de brasas escarlata humea delante de él. Ante su público, Ricardo el Bueno, Enguerrando de Eglantier, Rolando de Aubigny, Thierry de Jumiéges y Almodius se sitúan detrás del hoyo de la torturada. El areópago exhibe el aspecto que corresponde a su rango y a las ceremonias litúrgicas: una felicidad grave y majestuosa. El pecho del abad lleva la cruz cincelada, sus manos, el anillo con el escudo de armas de la familia del duque de Normandía. Los ojos del prior resplandecen con una incandescencia de piedra preciosa. El obispo luce mitra brillante y báculo de oro con rubíes y esmeraldas incrustados. Con lujosas vestiduras de ceremonia, el señor indiscutible de la montaña, Ricardo II, barre a su pueblo con una mirada olímpica y vuelve su augusto rostro hacia sus guerreros. Entonces, una escala es colocada en la fosa de Moira y un soldado desciende a la cavidad. Todos contienen la respiración en medio de un silencio brutal. Raúl se vuelve hacia el hoyo, por el que sube el hombre con su presa al hombro. Una vez fuera del agujero, dos esbirros cogen a Moira por los hombros y la exponen ante el príncipe, y un tercero la agarra del pelo y la obliga a levantar la cabeza hacia el soberano. El público solo ve la parte superior del cuerpo de la condenada, que les da la espalda. Sus cabellos apelmazados han adquirido el color oscuro de la tierra, su túnica, un tono indefinible entre fango y sangre.
—Moira, en este día sagrado de la Ascensión que une a todos los hombres en un alborozo ferviente —dice Rolando de Aubigny con voz afectada—, voy a formularte por última vez la pregunta que ya te he hecho tres veces en los tres últimos días y a la que, por tres veces, no te has dignado responder: Moira, hija de Nolwen y de Killian, habitante del bosque de Beauvoir, feudo de la abadía del Mont-Saint-Michel, practicabas el sospechoso oficio de curandera y, pese a estar bautizada, mantenías comercio con el Maligno a través de ritos paganos. Has sufrido tres suplicios purificadores para que tu alma sea entregada al Señor. Hoy, día santo de la ascensión de Jesucristo al cielo, dime si tu corazón está dispuesto a unirse a la familia de Dios.
Moira responde una vez más con el silencio.
—Puesto que el aire, el agua y la tierra no han podido con tu alma manchada, yo te condeno, en nombre del Señor, a perecer víctima del fuego. ¡Que tu alma maldita no acceda jamás al cielo y vaya a los Infiernos a los que pertenece!
El pueblo da rienda suelta a una alegría catártica. El artilugio es acercado a la alfombra de brasas.
Moira, con los brazos y las piernas abiertos, es atada por las muñecas, los tobillos y la cintura al armazón de acero. Luego, entre gritos y aplausos frenéticos, cuatro soldados la transportan hasta donde está Raúl, que sujeta el gancho del pescante en la cuerda que rodea el vientre de la joven. A continuación pasa detrás del artilugio y acciona la polea: la parrilla improvisada ya está en su sitio. Moira está suspendida horizontalmente sobre las brasas. La parrilla cruel se balancea en el aire y luego se detiene. Ricardo le hace una seña con la cabeza a Raúl, quien hace descender ligeramente a la condenada. La excitación de la muchedumbre es increíble; el espectáculo supera todos los de los días anteriores. Tan solo los monjes, tan estáticos como Moira, guardan el mismo silencio que ella: se santiguan y rezan. En un rincón, Brewen observa sin manifestar ninguna emoción el último suplicio, el último dolor del presente; en lo sucesivo, su vida no será más que memoria, pues él también es el último, las últimas raíces. Cuando la parrilla se detiene a una distancia del lecho de ascuas equivalente a la mitad de la estatura de un hombre, un chisporroteo de fritura y un olor a carne se extienden por la atmósfera ardiente. Román pierde la compostura y empuja violentamente a los mirones que eructan de satisfacción para llegar a la primera fila.
Los cabellos de Moira se funden como una vela de sebo, la espalda de la túnica se consume en láminas humeantes y deja al descubierto la piel, donde aparecen rojas ampollas crepitantes, la cuerda de la cintura empieza a deformarse. La muchacha no se debate, sus ojos y su rostro no expresan nada. Román profiere un grito que queda cubierto por los de la muchedumbre. Se precipita hacia la cabria para accionar la polea y subir la carga, cuando unos fuertes brazos detienen su avance y lo hacen retroceder.
—¡Por favor, no hagas eso, Román! —dice Osmundo, reteniéndolo por la fuerza.
—¡Suéltame, Osmundo! —grita él—. ¡Suéltame!
—¡Por el Señor todopoderoso, escúchame! —le ordena el enfermero—. Escucha —prosigue a media voz, acercándose al oído de su hermano y presionándole el brazo para impedir que se mueva—, Moira está muerta, ¿me oyes? No siente nada porque está muerta, ya lo estaba cuando han encendido ese fuego.
Román observa a Osmundo con los ojos inmóviles como piedras.
—Justo después de laudes —explica el hermano laico—, cuando estaba durmiéndome de nuevo, Almodius vino y me ordenó que lo acompañara. En el exterior, el padre Thierry conversaba con Monseñor el obispo, que se había levantado, y con el capitán de la guardia, el que vimos anoche, que parecía presa de una gran agitación. El abad, contrariado, me dijo que la hereje había fallecido durante la noche y que el capitán acababa de darse cuenta. Me mandó que fuese con el oficial a la fosa para constatar la defunción y que no dijera nada a nadie. Obedecí. Almodius vino con nosotros. El capitán nos contó que la había visto inmediatamente después que nosotros y estaba viva. Rara, según sus palabras, como habitada por un espíritu, pero viva. Permaneció en silencio, pero él le prometió ir a verla de nuevo al final de la noche. Al amanecer, cuando acercó la antorcha al agujero, estaba inmóvil. Creyó que dormía y le habló para despertarla, pero no se movió. Al cabo de un momento, se decidió a bajar y constató que había dejado de respirar. Sus ojos estaban cerrados, su cuerpo todavía tibio, su piel azulada, pero estaba muerta, lo comprobé yo mismo, no había ninguna duda. La tierra atendió a su súplica, Román, la tierra se la ha llevado con los suyos. Esta macabra puesta en escena solo está destinada a satisfacer al duque y a divertir al pueblo.