La promesa del ángel (36 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Aliviado por el hecho de que la muerte hubiera ahorrado a Moira la tortura del fuego y destrozado por el hecho de que hubiera dejado este mundo, Román dirige la mirada de nuevo a la demagógica mascarada: la carne de su bienamada está a apenas unas pulgadas de las brasas. La emanación sofocante le oprime la garganta. A su derecha, un campesino dice que huele igual que el cerdo cuando se pasa la piel por las llamas para chamuscar los pelos después de haberlo degollado. Osmundo suelta el brazo de su hermano. El rostro de Román se cubre de surcos líquidos. De repente, unas chispas saltan de los tizones y se apoderan de Moira, a quien devoran con una avidez salvaje. El cuerpo de la difunta se transforma en antorcha. El público es pura algazara. Román vuelve la cabeza y su mirada se cruza con la de Brewen. Después, se desploma.

El día transcurre entre misas y rogaciones presididas por el abad. Bajo el sol, la hoguera ha continuado ardiendo, atizada por Raúl y vigilada por los centinelas armados para que nadie pudiera robar un fragmento de cadáver con fines de culto pagano o de magia negra. No debe subsistir nada de ese cuerpo maldito, y la incineración es el medio más seguro de destruirlo en el momento y para siempre: la vida marginal de Moira, sus crímenes contra la fe y su terrible muerte la predisponen a aparecerse para atormentar a los vivos y a vengarse de los lugareños provocando epidemias, la destrucción de las cosechas y diversas catástrofes. Son muchos los brujos y curanderos condenados a muerte e inhumados sin precaución, que han devorado su sudario y masticado su cuerpo dentro del ataúd, provocando así la muerte de las personas que los habían proscrito. Pero esa noche los montesinos dormirán tranquilos: las llamas exorcistas lo consumirán todo y privarán a Moira de sepultura y de vida futura, conjurando para siempre su potencialidad de aparecida.

Esa noche del jueves de la Ascensión de 1023, fray Osmundo está rezando de rodillas en el suelo de la enfermería cuando el abad Thierry entra en la estancia. Al contrario que Hildeberto, Thierry de Jumiéges es un hombre joven y corpulento.

—¿Cómo está? —pregunta el padre avanzando hacia el camastro donde yace Román.

—¡No os acerquéis, padre! —contesta el enfermero, levantándose y cerrándole el paso—. Está muy grave… Tiene una fiebre altísima y misteriosa que temo que sea contagiosa. Quedaos en el umbral, no os expongáis.

El abad, estupefacto, retrocede y se tapa la nariz y la boca con un pañuelo. Observa al enfermo, presa de un delirio espectacular: extremadamente pálido, el constructor tiembla de pies a cabeza; empapado de sudor y sacudido por espasmos, mueve la cabeza de derecha a izquierda con los ojos desorbitados, estirando los brazos y profiriendo breves gritos roncos de animal carnicero o gemidos agudos de pájaro enjaulado.

—¡Por el Señor todopoderoso! —exclama el abad—. Nunca había visto nada parecido. —Se queda un instante callado, sigue contemplando a Román y luego mira el semblante descompuesto de su enfermero—. ¡Es ella! —proclama, aterrorizado, desde detrás del pañuelo—. ¡Se ha metido dentro de él, ha venido a buscarlo para llevárselo con ella al Infierno! La hereje ha pactado con la gehena antes de expirar en su calabozo subterráneo. Se ha apoderado del cuerpo y del alma de su amante. Es terrible, porque no se conformará con su compañero de lujuria: el alma fiel a Lucifer se dedicará después a cosechar almas puras… ¡Por san Miguel, nos envía el contagio para recolectar el alma de los servidores del Arcángel! ¡Vamos a perecer todos!

—Desgraciadamente, padre —contesta el hermano laico con voz trémula a causa del miedo—, hay que reconocer que la extraña fiebre de Román apareció esta mañana, justo en el momento en que la carne de la condenada prendió. Estaba mirando la hoguera y de repente se desplomó; al despertar, después de haber sido trasladado aquí, ya se hallaba en este estado. Mi medicina y mis oraciones no sirven para frenar ese mal, que escapa a mis conocimientos y a mi experiencia. Quizá habría que llamar a Monseñor el obispo para que lo liberara de la presencia maléfica.

—El obispo se marchó con Ricardo después de nonas —contesta el sobrino del príncipe, cuyo rostro está casi tan blanco como el del enfermo—. Mi tío lo ha invitado a una cacería en los confines del ducado.

—Fray Bernardo era requerido a menudo para hacer exorcismos antes de convertirse en su ayudante —dice Osmundo mirando a Román.

—¡Pues que venga! —ordena el abad con su timbre de barítono—. Quedaos con él, hijo mío, voy yo mismo a llamar a Bernardo, debe intervenir sin dilación.

Ya entrada la noche, fray Bernardo sale de la enfermería extenuado. Tiene los ojos brillantes.

—He cumplido con mi deber, padre —le dice al abad, que espera impaciente fuera, rodeado por los monjes—. Parece que ahora dormita, pero no sé si vivirá. En cuanto volvió a ser dueño de sí mismo, obtuve su confesión. Una confesión ejemplar, inspirada por los ángeles. Me ha entregado los pergaminos de Pedro de Nevers, su bastón de constructor y unas instrucciones que tendré que someter a vuestra aprobación, si se precipita hacia la muerte. Pero esta noche conviene rezar para que no quede de nuevo atrapado por las tinieblas que nos rodean y lo acosan. Si vuelve a ver el sol, estará salvado.

Mientras Osmundo monta guardia junto a Román, el abad y los hermanos van a la capilla de San Martín para velar rezando. Cantan para que el Demonio renuncie a Román, y también para que renuncie a ellos. Sí, esta vez rezan también por sí mismos e imploran al Arcángel que los proteja del ávido dragón. Poco antes de vigilias, el abad Thierry se dirige al dispensario. Lo acompaña Almodius, con una linterna que casi resulta superflua: es una noche clara, llena de estrellas, sin lluvia, sin ráfagas furiosas. Los elementos están tranquilos. Esa noche, solo los hombres están atormentados. A unos pasos de la enfermería, unos gritos suenan al otro lado del tabique de madera. El abad da unos enérgicos golpes en la puerta. Enseguida aparece Osmundo. Thierry y Almodius dan unos pasos atrás.

—¡Ay, padre! ¡Fray Almodius! —dice el enfermero, alzando los brazos al cielo, trastornado—. ¡Es terrible, todavía más espantoso que antes del exorcismo! ¡Hace poco se ha despertado y su estado es mucho peor! ¡La fiebre es más alta, escupe sin parar, brama como una fiera! He… he tenido que atarlo. No me atrevo a deciros que entréis, pero mirad desde la puerta y escuchad.

Los dos superiores así lo hacen y asisten a una escena atroz. Atado al jergón, Román grita como un animal, con la barbilla y el cuello manchados de saliva, los ojos extraviados, las facciones crispadas, la mente atrapada en visiones infernales.

—Está perdido —constata fríamente Almodius—, y no me extraña, pero pone en peligro el monasterio.

—Tenéis razón, Almodius —dice el abad—. Debemos actuar con presteza, si no, esta calamidad nos hará sucumbir a todos. Osmundo, tenéis que alejar inmediatamente a este íncubo de la morada del Ángel. Sois robusto, podréis llevarlo sin dificultad hasta una barca de la bahía e ir remando a tierra firme.

—Pero… ¿no podemos esperar hasta que salga el sol? —protesta el hermano laico, abrumado, retorciéndose las grandes manos enrojecidas—. ¿Adónde vamos a ir en plena noche?

—La situación es de tal gravedad que no admite aplazamiento. El hospicio de Avranches me parece un refugio apropiado —sugiere con sequedad Almodius—. Si dejáis de hablar y desaparecéis ahora mismo, al amanecer estaréis allí. ¿Qué os parece, padre? —pregunta con obsequiosidad al abad.

—Comparto vuestro sentimiento, querido prior. El hospicio de Avranches, sí, ahí es adonde lo llevaréis —decreta el abad—. Le dispensaréis vuestros cuidados y Nuestro Señor decidirá. Hijo mío, poned en guardia a las buenas almas del hospicio y no lo traigáis de nuevo hasta que el peligro haya pasado del todo. En cuanto a vos, habéis estado en contacto con él en estas horas demoníacas. Vuestra bondad es grande, pero permaneced alerta también en lo que se refiere a vos mismo; pase lo que pase, querido hijo, respetad un período de aislamiento.

—Se hará todo según vuestra voluntad, padre —contesta inclinándose Osmundo, quien no tiene más remedio que obedecer al abad, aunque esa orden lo condene a muerte—. No temáis, advertiré al hospicio y, si caigo yo, me mantendrán alejado de la montaña, sea cual sea el desenlace. Padre, partimos inmediatamente.

—Almodius —dice el abad volviéndose hacia el prior—, haced que traigan algunos alimentos para el viaje. Hijo mío —añade solemnemente volviéndose hacia el enfermero, aunque permaneciendo a una distancia razonable—, os bendigo, que el Arcángel os guíe y defienda vuestra vida. Y no olvidéis que esta noche tenéis en vuestras manos el futuro de nuestra abadía.

Más tarde, bajo la luminosa luna llena, el abad, el prior y los hermanos miran alejarse al rollizo enfermero con el escuálido Román a modo de hatillo al hombro, atado y amordazado. Los monjes se sienten aliviados por el exilio del peligroso demente. Es al Diablo en persona a quien el valeroso hermano laico aparta de la comunidad. ¡Ojalá el Señor lo juzgue a la luz de este sacrificio, que quizá pague con su vida!

La gratitud de los religiosos hacia Osmundo es ya infinita. Tan solo Bernardo, el ayudante de Román, continúa lleno de angustia: ha fracasado en su intento de devolver la razón a su maestro y ahora es él quien lleva, bajo la cogulla, los planos de la gran abadía. Piensa en sus anteriores depositarios, Pedro de Nevers, Hildeberto, Román, muertos o camino del Infierno, y siente que los planos le aplastan el pecho como si fueran un bloque de piedra.

Al final del jueves de la Ascensión del año 1023, a la hora en que los ángeles y los demonios abandonan la iglesia carolingia, en el pequeño despacho del maestro del scriptorium, una forma negra, arrodillada, deja caer el sayal sobre su cintura. Unas disciplinas laceran la espalda blanca del prior. Muy pronto brota la sangre, y con ella el lamento.

—Moira…, ¿por qué viniste a buscar a esta alma débil?

Almodius sigue golpeando. Antiguas cicatrices causadas por su instrumento de tortura se abren con atroces dolores. Su espalda está encentada, lacerada, desgarrada como su corazón.

—Moira… Todo lo que he hecho, lo he hecho por ti… Moira… Moira… ¡Moiraaa!

—Hijos míos —dice el abad a los monjes, reunidos en capítulo extraordinario—, como sabéis, hace dos noches que nuestro valiente hermano Osmundo se marchó de esta peña para llevar a cabo por nosotros, por el Ángel, una misión sagrada. Esta mañana ha venido un mensajero del hospicio de Avranches. Hijos míos, debo anunciaros la muerte de nuestro constructor. Consumido por la fiebre demoníaca que se había apoderado de él, sucumbió sobre las aguas vivas de la bahía, antes incluso de llegar a la ciudad de Avranches. Su esforzado guardián untó sus restos con óleo santo y los quemó por el camino, a fin de que las llamas purificadoras destruyeran la enfermedad y lavaran su alma manchada, y de que no regresara para perseguirnos con su rabia sobrenatural. Hijos míos, el Arcángel y Osmundo nos han salvado. Vuestro hermano, profundamente afectado, se halla sometido a un período de aislamiento en el hospicio. Os pido que recéis para que no haya sido víctima del terrible contagio, del que nosotros nos hemos salvado. ¡Ved, hijos míos, qué rauda y temible es la justicia del cielo! Nosotros, pobres mortales, creímos que debíamos proteger a fray Román porque estaba construyendo la morada del Arcángel. Pero san Miguel no ha consentido que un alma marcada por el sello del impuro actúe en su nombre. Ha condenado a su indigno servidor, al igual que el Señor había condenado a la mujer impía. Y ambos han perecido, ambos se han consumido por el peso de sus pecados. ¡Temed la justicia divina, sí, temedla más que a todo! ¡Ved el castigo infligido al apóstata que mantuvo relaciones culpables con la hereje! ¡Recordad sus sufrimientos, de los que habéis sido testigos! Hijos míos, vamos a rezar por la salud de Osmundo, nuestro benefactor, y por la salvación del alma de nuestro constructor, a fin de que sea liberada de su siniestra compañera… Redimamos sus faltas, hijos míos, redimamos sus faltas mortales mediante la pureza de nuestra alma y de nuestros actos… ¡Consigamos que sea perdonado!

—Padre —lo interrumpe fray Roberto, el antiguo prior—, Osmundo es un alma santa, pero no es sacerdote. No ha podido celebrar la ceremonia de enterramiento de las cenizas.

—Con su gran previsión, el Todopoderoso puso en su camino a un grupo de peregrinos que regresaban de nuestra montaña, querido hijo —contesta Thierry con afabilidad—, unos fieles que vinieron para la fiesta de la Ascensión y que volvían a su pueblo con el cura de la parroquia. Por la mañana, cuando el cuerpo del poseído acababa de ser pasto de las llamas, el sacerdote asistió a Osmundo. Inspirado por el Arcángel, y edificado por los tormentos de la pagana, de los que había sido testigo, el buen cura enterró los restos en una marisma. Procedió a la inhumación después de haber trazado un recorrido serpenteante a fin de que Román no encuentre nunca el camino del Monte, pronunciando las fórmulas de absolución por la paz de su alma. No tenéis nada que temer, ni su regreso ni su destierro perpetuo.

Se hace el silencio, un silencio teñido de sosiego.

—Ahora que el peligro ha sido vencido y que la voluntad de san Miguel ha sido cumplida —prosigue el abad—, podemos reanudar, hijos míos, nuestra misión temporal: la edificación de la gran basílica. Nuestro constructor ya no está, pero nos ha dejado a su ayudante. Fray Bernardo aprovechó las enseñanzas del difunto Pedro de Nevers y del difunto Román, cuando este no estaba corrompido. La experiencia y el fervor de Bernardo están aliados con el apoyo de nuestro príncipe y con nuestra devoción al maestro espiritual de este lugar. A partir de mañana, hijos míos, se reanudarán las obras en la cripta del coro bajo la dirección de Bernardo. Con su gran prudencia, vuestro hermano me ha hecho partícipe de la confesión de Román, que obtuvo cuando los demonios abandonaron por un momento el alma de nuestro constructor, y yo voy a revelaros esas asombrosas confesiones, pues conciernen a toda la comunidad.

Thierry hace una pausa para avivar la atención y la curiosidad de los monjes. Hildeberto sabía utilizar en ocasiones tales recursos, pero el nuevo abad es un maestro en el arte del teatro. Roberto piensa con severidad que Thierry parece inspirarse más en los bufones y los prestidigitadores que triunfan en la corte de Ricardo que en los sagrados misterios representados en las catedrales.

—Sí —prosigue el abad—, los demonios habían abandonado a Román, expulsados por el agua bendita y las invocaciones de vuestro hermano Bernardo. Entonces los ángeles se apoderaron de él. Con el espíritu y el corazón iluminados por san Miguel, Román habló por boca de Auberto, nuestro fundador. Bernardo me lo ha asegurado y os lo puede asegurar a vosotros también: vio a su maestro en pleno éxtasis, conducido por el Espíritu divino. Habiendo encontrado asilo junto al Señor, el santo obispo mandó modificar los planos de la futura abadía. El cielo se abrió por un instante al que iba a acabar en las tinieblas, y el cielo, en la persona de Auberto, le ordenó no destruir la iglesia que alberga su santuario. El primer constructor de la montaña prohibió tocar su oratorio, el que construyó con sus manos por orden del Arcángel, tras la tercera aparición de este.

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