La puerta del destino (11 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: La puerta del destino
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—Le aseguro que en la actualidad no hago nada de eso.

—Bien. Es lo mismo que uno pensó en otra ocasión, cuando estuvo usted en aquel otro sitio. Me refiero al comienzo de la última guerra, a la época en que logró atrapar a aquel alemán, en compañía de la mujer de los libros de canciones infantiles. Fue un excelente trabajo, Tommy. Ahora, seguramente, anda detrás de otro rastro.

—Debe desechar esa idea, coronel. Soy un viejo ya.

—Usted es un hombre sumamente astuto, mucho más eficiente que los jóvenes de nuestros días. Sí. Está sentado aquí, adoptando un aire inocente, pero, sin embargo, espero que de un momento a otro me haga una de sus típicas preguntas. No puedo pedirle, desde luego, que desvele los secretos de estado. De todos modos, tenga cuidado con su esposa. Usted sabe mejor que yo que es muy dada a aventurarse demasiado. Recordará que logró salvarse de forma milagrosa en los días de N. o M.

—He de confesarle que Tuppence se interesa mucho por nuestra casa actual. Le ha impresionado su antigüedad. Desearía saber quiénes vivieron allí a lo largo de los años, qué hicieron sus ocupantes. También le gustaría conocer sus rostros. Se halla interesada, igualmente, por el planteamiento del jardín. Su atención se centra en él, sí. Se dedica a estudiar catálogos de plantas, árboles y todo lo demás.

—Daré crédito a sus palabras cuando haya transcurrido un año sin que suceda nada de carácter extraordinario. Pero le conozco bien, Beresford, como conozco a su esposa. Ustedes forman una pareja extraordinaria y apostaría lo que fuera a que saldrá de los dos algo fuera de lo normal. He de decirle que si esos papeles saliesen a la luz alguna vez, influirían decisivamente en la marcha de la política. Algunas personas se sentirán profundamente contrariadas. De veras. Las personas en cuestión son consideradas ahora auténticos pilares de la rectitud. Pero hay quien las juzga peligrosas. Recuérdelo. Son peligrosas y quienes no lo son se hallan en contacto con ellas. Tenga cuidado, Tommy, y haga lo posible para que Tuppence se muestre prudente.

—Sus palabras, coronel, me producen cierta inquietud.

—Ya se lo he dicho: cuide a Tuppence. Le tengo mucho afecto a su esposa. Siempre me pareció una mujer extraordinaria, una chica fuera de lo común.

—Hace tiempo que dejó de ser una chica —objetó Tommy, sonriente.

—No diga usted eso de su esposa. No lo tome por costumbre. Es una entre mil. Yo lo siento por aquel tras cuyo rastro anda. Porque lo más probable es que en estos momentos ande a la caza de alguien.

—No lo creo. Lo más seguro es que esté tomando el té con alguna dama entrada en años.

—Pues sí. Las señoras de edad están en condiciones, a veces, de suministrar informaciones muy útiles. Y esto es válido también para los chicos de cinco años. Es frecuente que quien menos nos figuremos acabe aportando datos que ni soñados. Sobre este particular yo podría referirle muchas cosas...

—Estoy convencido de que sí, coronel.

—Lo malo es que uno no puede desvelar ciertos secretos.

El coronel Atkinson movió la cabeza, ponderativo.

En el viaje de regreso, Tommy se entretuvo contemplando el paisaje campesino que se divisaba desde la ventanilla de su departamento.

«Ese viejo, indudablemente, sabe muchas cosas —se dijo—. Pero, ¿qué puede importar todo ello ahora? Es algo del pasado. No debe quedar ya nada de esa guerra.» Tommy se quedó pensativo. Habían surgido nuevas ideas: las del Mercado Común. A todos les habían nacido nietos y sobrinos que integraban las nuevas generaciones, jóvenes miembros de familias que siempre habían significado algo, nuevos credos y otros credos resucitados. Inglaterra era un estado distinto del que fuera. ¿O se trataba del mismo de siempre? Bajo la pulida superficie se adivinaba un poco de negro cieno. Las aguas se habían enturbiado. Había algo que lo manchaba todo, algo que tenía que ser localizado y suprimido. Pero esto, seguramente, no rezaba con un sitio como Hollowquay. Hollowquay no era nada, no había sido, quizá, nunca nada. Primeramente, el lugar había quedado promocionado como centro de pesca, para convertirse luego en una especie de Riviera inglesa, siendo posteriormente un simple centro veraniego, atestado de gente en el mes de agosto. Sin embargo, la mayor parte de la gente prefería ya los viajes en grupos al extranjero.

Tuppence había abandonado la mesa en que les sirvieran la cena, pasando con su esposo a la otra habitación.

—¿Te divertiste o no? —preguntó a Tommy—. ¿Cómo se encuentran nuestros viejos amigos?

—¡Oh! Viejos, simplemente. ¿Y qué me dices tú de tu vieja amiga?

—Verás... Vino el afinador —explicó Tuppence—, y llovió por la tarde, de manera que no fui a verla. Una lástima, ya que esa señora pudo haberme contado cosas interesantes.

—Mi viejo amigo lo hizo por ella —repuso Tommy—. Experimenté una gran sorpresa. En realidad, ¿qué piensas de esto, Tuppence?

—¿Te refieres a la casa?

—No, no me refiero a la casa. Estaba pensando en Hollowquay.

—Bueno, pues creo que es un lugar muy agradable.

—¿Qué entiendes tú por agradable?

—A mí me resulta agradable porque no ocurre nada.

—Supongo que esa actitud te la dictan los años.

—No, no creo que sea efecto de la edad. A mí me gusta saber que también hay sitios en los que nunca sucede nada... Aunque hoy estuvo a punto de ocurrir algo.

—¿Qué me dices? ¿Has hecho alguna tontería, Tuppence?

—Desde luego que no.

—Entonces...

—No sé si sabrás que los cristales de la parte superior del invernadero no hallaban bien cogidos a las maderas. Aquello se vino abajo inesperadamente casi sobre mi cabeza. Faltó muy poco para dejarme señalada.

Tommy miró atentamente a su esposa.

—No te han hecho nada. Menos mal.

—Tuve suerte. Pero me dieron el susto.

—Vaya! Tendremos que ir en busca de tu viejo amigo, ese que lo arregla todo. Se llama Isaac, ¿no? Que eche un vistazo también a los cristales que quedan sanos. Pretendo que esto no vuelva a ocurrir, Tuppence.

—Yo creo que siempre que se compra una casa vieja te encuentras con

esta clase de sorpresas.

—¿Tú crees que esta casa encierra algo raro, Tuppence?

—¿Algo raro? ¿Algo misterioso, quieres decir?

—Sí.

—A mí se me antoja imposible.

—¿Por qué ha de ser imposible? ¿Por qué todo tiene un aire limpio e inofensivo? ¿Porque lo ves todo pintado y arreglado?

—La casa está pintada y arreglada gracias a nosotros. Cuando llegamos aquí su aspecto dejaba bastante que desear, acuérdate.

—Claro. Por eso nos la cedieron barata.

—Me parece que tú quieres decirme algo, Tommy —manifestó Tuppence—. ¿De qué se trata?

—Verás... Es cosa de Moustachio—Monty, ¿sabes?

—¡Ah! Nuestro buen amigo. ¿Te dio recuerdos para mí?

—Por supuesto. Me recomendó que te cuidaras mucho y que yo cuidara de ti.

—Siempre dice lo mismo. Sin embargo, no sé por qué ha de hacer ahora tal recomendación.

—Parece ser que ésta viene muy a tiempo teniendo en cuenta el lugar en que nos encontramos.

—¿Qué demonios quieres darme a entender con eso, Tommy?

—He de comunicarte, Tuppence, que insinuó que a su juicio nosotros estábamos aquí no como jubilados, sino como agentes del servicio activo. Apuntó que trabajábamos como en los días de N o M. Cree que hemos sido enviados a esta zona por el servicio de seguridad y que se nos ha encomendado el descubrimiento de algo...

—¿No te lo habrás imaginado tú, Tommy? A mí se me figura que el viejo Moustachio—Monty dejó volar su fantasía, en todo caso.

—Por lo visto, él está convencido de que se nos ha confiado una misión: el hallazgo de algo.

—¿Qué concretamente?

—Algo que pudo haber sido escondido en esta casa.

—¡Algo que pudo haber sido escondido en esta casa! ¡Tommy! ¿Te has vuelto loco? ¿Se habrá vuelto loco él?

—Es posible que nuestro amigo se haya vuelto loco, pero no creas que estoy tan seguro —declaró Tommy.

—¿Y qué podríamos encontrar en esta casa?

—Algo que me imagino que fue escondido aquí antes.

—¿Hablas de un tesoro enterrado acaso? ¿Crees en la posibilidad de que alguien ocultara en el sótano las joyas de la corona rusa, por ejemplo?

—No. No hay que pensar en tesoros. Será algo que pudiera resultar peligroso para Dios sabe quién.

—¡Qué raro! —exclamó Tuppence.

—¿Has hecho algún descubrimiento?

—No, desde luego. No he hecho ningún descubrimiento. Pero parece ser que hace años hubo aquí un escándalo que tuvo relación con esta casa. Nadie te puede concretar nada. Es una de esas cosas vagas que cuentan las abuelas o las sirvientas. Beatrice tiene una amiga que, por lo visto, sabía algo sobre el particular. Y Mary Jordan anduvo mezclada en ese escándalo. Rumores, habladurías, sí, pero que necesariamente han de basarse en cualquier detalle...

—¿Te estás dejando llevar de tu imaginación, Tuppence? ¿Es que has vuelto a los hermosos días de nuestra juventud, a la época en que una persona, a borde del
Lusitania
, daba a conocer a una chica secretos importantes, a los días en que andábamos tras el rastro del enigmático señor Brown?

—Han pasado muchos años desde entonces, Tommy. Los Jóvenes Aventureros, nos llamábamos en aquellas fechas nosotros mismos. Ahora todo aquello se me figura irreal.

—Fue real en su día, perfectamente real. Hay muchas cosas así, aunque te cueste trabajo creerlas. Estoy remontándome a sesenta o setenta años atrás. Más, quizá.

—¿Qué es lo que Monty te dijo concretamente?

—Me habló de cartas o papeles de un tipo u otro —respondió Tommy—. Estas cosas podían ocasionar graves trastornos políticos, por ejemplo. Se refirió a personas que disfrutaban de poder, el cual perderían, si esas cartas o papeles salían a la luz alguna vez. Aludió a intrigas y numerosos sucesos de hace años.

—¿De la época de Mary Jordan? Me parece muy improbable —señaló Tuppence—. Tommy: yo me inclino a pensar que te dormiste en el tren, siendo lo que acabas de decir fruto de un sueño.

—Es posible que descabezara un sueño —admitió Tommy—. Lo segundo, en cambio, no me parece probable.

—En todo caso —declaró Tuppence—, ya que estamos aquí, lo más lógico es que echemos un vistazo a nuestro alrededor.

La esposa de Tommy miró lentamente en torno a ella.

—Yo me inclino a pensar que nadie pensó nunca en ocultar una cosa en esta casa. ¿Tú sí, Tommy?

—No constituye verdaderamente un sitio ideal. En los últimos tiempos aquí ha vivido mucha gente.

—Sí. Una familia tras otra, por lo que nos han dicho. Puestos a buscar un escondite bueno, habría que pensar en un ático o en el sótano. El piso del cenador también es buen sitio para enterrar una cosa, ¿no?

Tuppence y Tommy guardaron silencio durante unos momentos.

—Bueno, esto puede resultar divertido —manifestó ella—. Mira, Tommy: cundo no tengamos nada que hacer y nos duela la espalda de tanto agacharnos a plantar bulbos podríamos entretenernos haciendo algunas indagaciones. Hay que discurrir con lógica. Empezaremos por decirnos: «Si yo quisiera esconder algo en esta casa, ¿qué punto de ella escogería, qué sitio me ofrecería más garantías de que ese algo no iba a ser descubierto fácilmente?»

—Es que yo no creo que haya nada que pueda permanecer oculto indefinidamente aquí —declaró Tommy—. En el jardín habrán trabajado muchos jardineros; la casa habrá sido objeto de numerosas reparaciones; la vida de varias familias se ha desarrollado entre estas paredes; ha habido visitantes, curiosos...

—No olvides que constantemente nos acecha lo sorprendente, lo inesperado. Una tetera, sin ir más lejos, puede servir de escondite para unos papeles.

Tuppence se puso en pie, dirigiéndose hacia la repisa de la chimenea. Subióse a una banqueta y alcanzó una tetera de porcelana. Levantó la tapa y estudió su interior.

—Aquí no hay nada —informó.

—Ningún sitio más poco probable que ése —le indicó Tommy.

Tuppence preguntó a su marido, en un tono de voz más esperanzado que desdeñoso:

—¿Tú crees en la posibilidad de que haya habido alguien que preparara adecuadamente los cristales del techo del invernadero para que cayesen a tiempo, con el fin de acabar conmigo?

—No creo en semejante posibilidad —repuso Tommy—. Más me inclino a pensar que eso fue proyectado para alcanzar al viejo Isaac.

—He ahí una idea desconcertante, querido. A mí me gustaría pensar que escapé de un modo milagroso de un atentado.

—Bueno, será mejor que mires donde pones los pies, Tuppence. De momento, yo no pienso perderte de vista.

—Vives pendiente de mí —dijo ella, en tono de queja.

—¿Te parece mal? Pues es una atención muy de agradecer, creo yo. Deberías sentirte muy contenta de tener un esposo que se preocupa tanto por ti.

—Estando en el tren, ¿no hubo nadie que intentara pegarte un tiro,

Tommy? ¿No fue sorprendido nadie tampoco intentando descarrilar el convoy? ¿No sufriste ningún atentado de cualquier otro tipo? —inquirió Tuppence.

—No —contestó Tommy—. Pero la próxima vez que cojamos el coche probaremos los frenos antes de ponernos en marcha. Desde luego, todo esto resulta absurdo —añadió.

—Por supuesto —confirmó Tuppence—. Totalmente absurdo. Sin embargo...

—Sin embargo... ¿qué?

—Bien... Me parece divertido pensar en cosas como ésta.

—¿Tú crees que Alexander murió asesinado porque estaba informado acerca de alguna cosa muy especial? —inquirió Tommy.

—El sabía algo, indudablemente, sobre la identidad de quién mató a Mary Jordan.
«Fue uno de nosotros...»
—El rostro de Tuppence se iluminó—.
Nosotros
—repitió dando mucho énfasis a esta palabra—. Tendremos que averiguarlo todo en relación con ese «nosotros». Es un «nosotros» de aquí en esta casa, dentro del pasado. Se trata de un crimen que hemos de aclarar, tenemos que saber concretamente dónde y cómo se cometió. He aquí una tarea que nunca hemos acometido antes.

Capítulo V
-
Métodos de investigación

—¿Dónde has estado, Tuppence? —preguntó Tommy a su esposa al regresar a casa al día siguiente.

—Últimamente estuve en el sótano —dijo Tuppence.

—Ya lo veo. Es fácil verlo. ¿Te has dado cuenta de que tienes los cabellos llenos de telarañas?

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