—Debe de ser eso —convino Tynian. Volvió la mirada hacia los soldados que, llenos de desconsuelo, se rezagaban de camino a lo que sería probablemente escenario de combates reales. Los soldados de la Iglesia, que en su mayoría no se alistaban para luchar, consideraban la inminente prueba con una gran falta de entusiasmo—. Caballeros, caballeros —los regañó Tynian—, esto no puede ser. Debéis, como mínimo, «parecer» soldados. Hacedme el favor de enderezar esas filas e intentad marcar el paso. Después de todo, tenemos que mantener la reputación. —Calló un momento—. ¿Y qué os parece una canción, caballeros? —sugirió—. A la gente siempre le infunde coraje que los soldados marchen cantando a la guerra. Es una demostración de bravura, en fin de cuentas, que evidencia el desprecio de un hombre por la muerte y el desmembramiento.
El canto que se elevó de entre las filas era débil al principio, ante lo cual Tynian insistió en que volvieran a empezar —varias veces —hasta que los gritos vociferados a pleno pulmón por la columna satisficieron sus ganas de exhibición de entusiasmo militar.
—Sois un tipo cruel, Tynian —señaló Ulath.
—Lo sé —acordó Tynian.
Sephrenia reaccionó casi con indiferencia al enterarse del fallido ataque llevado a cabo por el rendoreño disfrazado.
—¿Estáis seguro de que habéis visto la sombra detrás del trono del archiprelado antes del atentado? —preguntó a Sparhawk.
Éste asintió con la cabeza.
—Parece que nuestra hipótesis sigue siendo válida —observó casi con satisfacción. Miró la pequeña daga impregnada de veneno que se hallaba en la mesa frente a ellos—. No es el arma más adecuada para emplear contra un hombre que lleva armadura —indicó.
—Un rasguño habría bastado, pequeña madre.
—¿Cómo habría podido arañaros con ella cuando estabais envuelto en acero?
—Trató de apuñalarme la cara, Sephrenia.
—Entonces mantened la visera bajada.
—¿No voy a parecer ridículo?
—¿Qué preferís? ¿Ridículo o muerto? ¿Ha presenciado el atentado alguno de nuestros amigos?
—Kalten... o cuando menos ha tenido constancia de lo ocurrido.
—Es una pena —comentó, frunciendo el entrecejo, la estiria—. Sé que confiabais en mantener esto entre nosotros, al menos hasta saber qué sucede.
—Kalten sabe que alguien ha estado intentando matarme. Todos lo saben, a decir verdad. Piensan que se trata de Martel, que está tendiéndome sus habituales trampas.
—En ese caso dejemos que sigan creyéndolo.
—Se han producido algunas deserciones, mi señor —informó Kalten a Vanion cuando el grupo se reunió en las escalinatas de la basílica—. No ha habido forma de impedir que la noticia de lo que estábamos haciendo llegara a los cuarteles más alejados.
—Era de esperar —se conformó Vanion—. ¿Ha ido alguien a observar por la muralla exterior lo que hace Martel?
—Berit ha estado vigilando, mi señor —respondió Kalten—. Ese muchacho será un pandion terriblemente bueno. Deberíamos intentar mantenerlo vivo en la medida de lo posible. Volviendo al tema, ha informado que Martel casi ha concluido su despliegue. Probablemente a estas alturas ya podría dar la orden de atacar la ciudad. Realmente me sorprende que no lo haya hecho aún. Estoy seguro de que algunos de los sectarios de Annias han llegado hasta donde se encuentra para ponerlo al corriente de lo ocurrido en la basílica esta mañana. Cada momento que deja transcurrir representa para nosotros un tiempo adicional para prepararle el recibimiento.
—La codicia, Kalten —le hizo ver Sparhawk a su amigo—. Martel es tan codicioso que no puede creer que su avaricia no sea universal. Prevé que trataremos de defender la totalidad de Chyrellos, y quiere darnos tiempo para que nos dispersemos de tal modo que a él le baste con pasar por encima de nosotros. Jamás sería capaz de llegar a pensar que vamos a abandonar la ciudad exterior para concentrarnos en el recinto interior.
—Sospecho que muchos de mis colegas patriarcas participan de la misma visión —confió Emban—. La votación habría sido mucho más difícil de ganar si muchos de los que poseen palacios en la ciudad de afuera hubieran sabido que nos proponíamos abandonar sus casas a Martel.
Komier y Ulath ascendieron por los escalones de mármol para reunirse con ellos.
—Vamos a tener que demoler algunas de las casas próximas a las murallas —indicó Komier—. Los que están apostados al norte de la ciudad son lamorquianos y por lo tanto utilizan ballestas. No nos conviene tener cerca ningún tejado desde el que puedan disparar. —El preceptor genidio hizo una pausa—. No tengo gran experiencia en sitios —admitió—. ¿Qué clase de artefactos deberá emplear ese Martel para asediarnos?
—Arietes —repuso Abriel—, catapultas, torres de asalto.
—¿Qué es una torre de asalto?
—Es una especie de construcción elevada que hacen avanzar sobre ruedas hasta situarla contra la muralla. Después los soldados salen de ella e irrumpen en medio de nosotros. Es una forma de reducir las bajas que se producirían de usar escaleras de cuerda.
—Dejaremos los escombros de las casas que derribemos esparcidos sobre el pavimento, pues. Las ruedas no giran muy bien sobre pilas de materiales de construcción.
Berit llegó al galope y se abrió paso entre las filas de soldados eclesiásticos concentrados en la plaza de la basílica.
—Mis señores —dijo algo falto de aliento, después de saltar del caballo y subir corriendo las escaleras—, los hombres de Martel están comenzando a ensamblar los ingenios de asedio.
—¿Me hará alguien el favor de explicarme esto? —solicitó Komier.
—Las máquinas se transportan en piezas, Komier —le informó Abriel—. Cuando se llega al lugar donde se va a combatir, se deben montar.
—¿Cuánto se tarda? Los arcianos sois los expertos en castillos y sitios.
—Unas cuantas horas, Komier. Los maganeles llevarán más tiempo, ya que habrá de construirlos aquí.
—¿Qué es un maganel?
—Una especie de catapulta de gran tamaño, demasiado grande para transportar... incluso desarmada. Se utilizan árboles enteros en su construcción.
—¿Qué volumen de rocas puede arrojar?
—De media tonelada aproximadamente.
—Las murallas no resistirán demasiados proyectiles de ese calibre.
—Ésa es la intención, creo. No obstante, al principio pondrá en juego las catapultas normales porque le costará como mínimo una semana construir los maganeles.
—Supongo que hasta entonces las catapultas, arietes y torres nos mantendrán ocupados —constató agriamente Komier—. Detesto los asedios. —Entonces se encogió de hombros—. Será mejor que nos pongamos manos a la obra. —Miró desdeñosamente a los soldados eclesiásticos—. Veamos cómo se aplican al trabajo estos entusiastas voluntarios derribando casas y desperdigando piedras por las calles.
No mucho después de que hubiera oscurecido, algunos de los exploradores de Martel descubrieron que las murallas exteriores estaban desguarnecidas. Algunos de ellos, los más estúpidos, regresaron para informar de ello. La mayoría, no obstante, se convirtió en vanguardia de los saqueadores. Poco menos una hora antes de medianoche, Berit despertó a Sparhawk y Kalten para anunciarles que había tropas en la ciudad exterior y después se volvió para irse.
—Adonde vais? —le preguntó Sparhawk.
—Vuelvo allá afuera, sir Sparhawk.
—De ningún modo. Ahora os quedáis dentro de las murallas interiores. No quiero que os maten.
—Alguien debe mantener la vigilancia, sir Sparhawk —objeto Berit.
—Hay una linterna encima de la cúpula de la basílica —le dijo Sparhawk—. Id a buscar a Kurik y subid los dos allí para observar el desarrollo de los acontecimientos.
—De acuerdo, sir Sparhawk —acató Berit con un asomo de malhumor en la voz.
—Berit —le llamó la atención Kalten mientras se ponía la cota de mallas.
—¿Sí, sir Kalten?
—No tiene por qué gustaros. Simplemente debéis hacerlo.
Sparhawk y los demás recorrieron las angostas y antiguas callejas de la ciudad interior y subieron a las almenas. En las calles de la parte nueva de la población se veía el balanceo de las antorchas de los mercenarios que corrían de una casa a otra, robando cuanto podían. De vez en cuando se oía el grito de una mujer, claro indicio de que el saqueo no era lo único que atraía a las fuerzas atacantes. Una multitud de aterrorizados ciudadanos chillaba delante de las puertas, ya cerradas, de la ciudad vieja, implorando que les abrieran, pero las puertas permanecieron inmóviles frente a ellos.
Un patriarca algo delicado con voluminosas ojeras bajo los ojos llegó corriendo por las escaleras de la muralla.
—¿Qué estáis haciendo? —casi chilló a Dolmant—. ¿Por qué no están estos soldados afuera defendiendo la ciudad?
—Es una decisión militar, Cholda —le respondió con calma Dolmant-, No disponemos de suficientes hombres para defender todo Chyrellos. Hemos tenido que replegarnos al interior de las murallas de la antigua ciudad.
—¿Estáis loco? ¡Mi casa está allí!
—Lo siento, Cholda —repuso Dolmant—, pero no hay nada que hacer.
—¡Pero yo os voté a vos!
—Os estoy muy reconocido.
—¡Mi casa! ¡Mis cosas! ¡Mis tesoros! —El patriarca Cholda de Mirishum se retorcía las manos—. ¡Mi hermosa casa! ¡Todo mi mobiliario, Dios mío!
—Id a refugiaros a la basílica, Cholda —le aconsejó fríamente Dolmant—. Rogad para que vuestro sacrificio sea bien aceptado por Dios.
El patriarca de Mirishum se volvió y bajó tambaleante las escaleras, llorando amargamente.
—Me parece que acabáis de perder un voto, Dolmant —señaló Emban.
—La votación ha concluido, Emban, y estoy seguro de que de toda formas podría seguir viviendo sin ese voto en concreto.
—Yo no lo estoy tanto —se mostró en desacuerdo Emban—. Todavía nos falta una balota. Es muy importante, y es posible que vayamos a necesitar a Cholda antes de que todo haya terminado.
—Ya han empezado —anunció con tristeza Tynian.
—¿El qué? —le preguntó Kalten.
—Los incendios —repuso Tynian, señalando un pilar de anaranjadas llamas y negro humo que se elevaba por el tejado de una casa—. Por lo visto, los soldados siempre padecen algún descuido con las antorchas cuando saquean por la noche.
—¿Hay algo que podamos hacer? —inquirió vivamente Bevier.
—Nada, me temo —contestó Tynian—, salvo tal vez rogar para que llueva.
—No es la estación apropiada —observó Ulath.
—Lo sé —suspiró Tynian.
E1 saqueo de la ciudad exterior siguió desarrollándose en la noche. El fuego se expandió rápidamente, dado que nadie se ocupó en sofocarlo, y pronto la población quedó envuelta en un velo de humo. Desde los adarves, Sparhawk y sus amigos observaban cómo los mercenarios corrían desaforados por las calles, cargando un improvisado saco a la espalda. La multitud de ciudadanos congregados ante las puertas de la ciudad vieja para solicitar ser admitidos se dispersó cuando los mercenarios de Martel comenzaron a aparecer.
Se produjeron asesinatos, cómo no, algunos de ellos a plena vista, y también hubo que lamentar otras atrocidades. Un cammoriano con incipiente barba salió arrastrando a una joven de una casa y desapareció con ella por un callejón. Los gritos de la mujer indicaron claramente a los espectadores cuál era la suerte que corría.
Un joven soldado eclesiástico que se hallaba junto a Sparhawk al lado del parapeto se puso a llorar sin recato. Después, cuando, con semblante algo contrito, el cammoriano salió del callejón, el soldado puso en alto su arco, apuntó y disparó. El cammoriano dobló el cuerpo, cerrando la mano en la flecha clavada hasta la emplumadura en su vientre.
—Bien hecho —aprobó concisamente Sparhawk.
—Habría podido ser mi hermana, caballero —arguyó el soldado, enjugándose las lágrimas. Ninguno de ellos se hallaba realmente preparado para lo que sucedió después. La mujer salió desgreñada y sollozante del callejón y, al ver a su agresor retorciéndose en la calle cubierta de basuras, se precipitó a donde yacía y lo pateó varias veces en la cara. Luego, viendo que era incapaz de defenderse, le arrancó la daga del cinto. Sería tal vez preferible no describir el tormento que le infligió entonces. Los gritos del hombre, no obstante, siguieron resonando en las calles durante algún tiempo y, cuando el cammoriano calló por fin, la joven tiró el ensangrentado cuchillo, abrió el saco que llevaba y miró en su interior. A continuación se secó los ojos con la manga, cerró el saco y lo arrastró de nuevo hacia su casa.
El soldado que había disparado al hombre se sintió aquejado de violentas náuseas.
—Nadie se comporta muy civilizadamente en esas circunstancias, compadre —observó Sparhawk, apoyando para confortarlo la mano en su hombro—, y la dama contaba con cierta justificación para lo que ha hecho.
—Ha debido de ser muy doloroso —señaló el soldado con voz trémula.
—Creo que eso es lo que ella pretendía, compadre. Id a tomar un trago de agua y lavaos la cara. Intentad no pensar en ello.
—Gracias, caballero —dijo el joven, tragando saliva.
—Quizá no todos los soldados eclesiásticos sean tan malos —murmuró para sí Sparhawk, replanteándose una opinión que hacía mucho tiempo que sostenía.
A la puesta del sol, en el estudio tapizado de rojo de sir Nashan, en el castillo pandion, se reunió lo que sir Tynian y sir Ulath habían dado en llamar, no del todo en broma, «el alto mando»: los preceptores, los tres patriarcas y Sparhawk y sus amigos. Kurik, Berit y Talen se hallaban, sin embargo, ausentes.
Nashan, un hábil administrador a quien incomodaba un poco la presencia de tantas autoridades, se mantenía tímidamente al lado de la puerta.
—Si no necesitáis nada más, mis señores —anunció—, os dejare para que desarrolléis vuestras deliberaciones.
—Quedaos, Nashan —le indicó Vanion, sonriendo—. De ningún modo querríamos despojaros de vuestra casa, y puede que vuestro conocimiento de la ciudad nos resulte útil.
—Gracias, mi señor —aceptó el corpulento caballero, sentándose en una silla.
—Me parece que le hemos ganado un combate a vuestro amigo Martel, Vanion—señaló el preceptor Abriel.
—Habéis mirado por la muralla últimamente, Abriel?—inquirió Vanion con brusquedad.
—De hecho, sí —respondió Abriel—, y a ello exactamente me refiero. Tal como nos dijo ayer sir Sparhawk, ese Martel no podía creer que fuéramos a abandonar la ciudad exterior sin luchar, de manera que no tomo en cuenta esa posibilidad al trazar sus planes. No hizo nada para mantener a los exploradores fuera de la ciudad y fueron precisamente éstos los que precedieron al grueso de los saqueadores. No bien hubieron comprobado que la población estaba desprotegida, los espías se apresuraron a registrar las casas en busca de objetos de valor y el resto del ejército los siguió. Martel ha perdido por completo el control de sus fuerzas y no lo recuperará hasta que en la ciudad de afuera no quede nada que robar. Y no sólo eso: en cuanto sus soldados tengan el botín que pueden cargar, comenzarán a desertar.