—¿Pero para qué, Sparhawk?
—Perraine era mi amigo y he prometido proteger su honor.
—Pero él intentó mataros, querido.
—No, pequeña madre, Martel intentó matarme. Obligó a Perraine a ayudarlo. La culpa es toda de Martel, y uno de estos días, a tardar, le haré responder por esto. —Hizo una pausa—. Podríais comenzar a reflexionar sobre una hipótesis que concebimos —agregó—, porque me parece que esto añade una pega a su credibilidad. —Entonces acordó del rendoreño del cuchillo envenenado—. Será eso o que existe más de un asesino suelto del que preocuparse —añadió.
Los primeros ataques de tanteo, cuyo objeto primordial era identificar los puntos fuertes y flacos, se iniciaron después de cinco días de saqueo. Los asediados llevaban cierta ventaja a ese respecto ya que habiendo Martel recibido su formación de Vanion, éste podía prever casi con exactitud lo que haría el antiguo pandion de pelo blanco y, además, podía disponer sus tropas de modo engañoso.
Las acometidas, cada vez más violentas, se producían en ocasiones al alba, en otras a última hora del día y en algunas en mitad de la noche, cuando la oscuridad envolvía la humeante ciudad. Los caballeros de la Iglesia, que se hallaban en continuo estado de alerta, no se quitaban la armadura y dormían a ratos en cualquier lugar o situación.
Cuando la ciudad exterior se había convertido en una casi completa ruina, Martel puso en acción sus artefactos de asedio, sometiendo a un martilleo constante las fortificaciones de la ciudad vieja. Del cielo llovían grandes rocas que aplastaban tanto a soldados como a ciudadanos. En las catapultas de Martel se montaban unos enormes cestos que, propulsados a gran altura, arrojaban al azar saetas de ballesta. Después llegó el fuego, en forma de bolas de brea o nafta ardiente que volaban por encima de las murallas para incendiar tejados o llenar las calles de grandes franjas de fuego cegador. Con todo, las rocas de media tonelada no habían hecho todavía acto de presencia.
Los asediados resistían. No podían hacer otra cosa.
Lord Abriel empezó a construir máquinas para contraatacar, pero, aparte de los escombros de las casas derruidas, apenas contaban con proyectiles que arrojar a Martel.
Sobrellevaron la incidencia de cada piedra, cada bola de fuego, cada chaparrón de flechas caídas del cielo en mortífera andanada, y todo ello no hizo más que incrementar su odio por los sitiadores.
El primer asalto en regla comenzó poco después de medianoche diez días después del inicio del saqueo. Una desorganizada horda de fanáticos rendoreños surgió chillando de entre las oscuras y humeantes calles de la zona suroeste con el propósito de atacar una torre algo inestable emplazada en la esquina de la antigua muralla. Los defensores corrieron hacia esa posición. Una cortina de flechas y saetas descendió sobre las filas de rendoreños de negros sayos y los abatió en hileras igual que el trigo recién segado. Los gritos expresaron esa nota de dolor que se ha elevado de cada campo de batalla desde el inicio de los tiempos. Una y otra vez, no obstante, reemprendían su arremetida los rendoreños, hombres tan salvajemente poseídos de fervor religioso que no prestaban atención a sus espantosas bajas y que en algunos casos hacían incluso caso omiso de heridas mortales recibidas y seguían arrastrándose hacia las murallas.
—¡La brea! —gritó Sparhawk a los soldados que disparaban enfebrecidamente flechas y saetas al hervidero de asaltantes congregado abajo.
Acercaron arrastrando los calderos de brea hirviente al borde del parapeto cuando ya las escaleras de mano se precipitaban estrepitosamente contra las erosionadas almenas. Con profusión de gritos de guerra y lemas religiosos, los rendoreños subían a trompicones por las rudas escalas para caer aullando y retorciéndose al vacío, escaldados y abrasados por los chorros de brea.
-¡Antorchas!—ordenó Sparhawk.
Medio centenar de ardientes teas volaron sobre las murallas para incendiar los charcos de nafta y brea líquida formados abajo. Una eran pantalla de llamas se elevó, lamiendo los muros y quemando a los rendoreños todavía aferrados a las escaleras, los cuales, chisporroteando consumidos cual hormigas, se soltaron para caer en la hoguera. De la multitud se apartaban hombres ardiendo que, chillando y tambaleándose, avanzaban enceguecidos dejando un reguero de goteantes llamas, como un cometa en su carrera.
Los rendoreños seguían acudiendo y las pesadas escalas seguían despegándose del suelo, impulsadas desde atrás por cientos de manos, para elevarse metro a metro, vacilar, luego erguirse verticalmente y después caer lentamente contra la muralla. Los fanáticos, con ojos desorbitados y en algunos casos echando espumarajos por la boca, ya estaban trepando desesperadamente antes incluso de que las escaleras estuvieran apoyadas. Desde los adarves, los defensores empujaban las escalas con largas varas y, sometidas al impulso contrario, aquéllas se balanceaban hacía atrás, permanecían inmóviles un instante y luego se volcaban hacia el suelo, llevándose a una muerte segura a los hombres encaramados en lo alto. En la base de las murallas se arracimaban cientos de rendoreños para evitar las flechas lanzadas desde arriba, y se precipitaban para subir las escaleras en dirección a las almenas.
—¡Plomo!—ordenó entonces Sparhawk.
El plomo había sido idea de Bevier. Habían fundido la efigie de plomo de cada sarcófago de la cripta de la basílica, despojándolos de su ornamentación. Obedeciendo a la orden de Sparhawk, los soldados empujaron los burbujeantes calderos emplazados de trecho en trecho en la muralla y arrojaron grandes cascadas plateadas sobre los rendoreños apiñados en la base de los muros. Los chillidos fueron breves aquella vez y nadie salió corriendo de aquel ataque, pues el plomo líquido sellaba su tumba.
Algunos pocos, que fueron aumentando progresivamente, lograron llegar al parapeto. Los soldados eclesiásticos lucharon con ellos con un arrojo que la desesperación alentaba y contuvieron a los fanáticos el tiempo suficiente para permitir que los caballeros acudieran en auxilio. Sparhawk, descargando rítmica e incesantemente su espada de hoja ancha, se mantuvo a la cabeza de la falange de pandion acorazados de negra armadura. Dado que la espada de hoja ancha no es un arma de florituras, el fornido pandion no se franqueaba tanto el paso entre los aullantes rendoreños como se abría a tajos un amplio camino, igual que se abate, para pasar entre ella, la maleza. Haciendo honor a su condición de instrumento de desmembramiento, los mandobles de su espada hacían saltar por los aires manos y brazos enteros que caían rodando sobre los atacantes que aún subían por las escaleras. Las cabezas salían despedidas y se precipitaban ya en el interior de la muralla o en el exterior, dependiendo de la dirección que Sparhawk imprimía a su ataque. Los caballeros que lo seguían y remataban a los heridos pronto chapotearon en sangre. Un rendoreño bastante flaco que empuñaba un herrumbroso sable se enderezó chillando ante el hombre de negra armadura que cargaba contra él. Sparhawk alteró ligeramente el curso de la mano y casi lo partió en dos por la cintura. El rendoreño salió despedido hacia las almenas por la fuerza del golpe y allí se desgajó el resto de carne que lo mantenía unido y el torso se volcó hacia abajo. La mitad inferior quedó medio prendida en una de las almenas, con las piernas sacudidas por una violenta convulsión. Sin llegar a tocar el suelo, el torso quedó colgando cabeza abajo sostenido por una larga cuerda de purpúreas entrañas que desprendían un vaho visible en el frío aire de la noche. El tórax osciló lentamente, agitado por ligeras sacudidas, y se inclinó hacia abajo a medida que los intestinos iban desenrollándose.
—¡Sparhawk! —gritó Kalten al advertir signos de fatiga en su amigo—. ¡Tómate un respiro!
¡Yo te supliré aquí!
Y así continuaron hasta que los adarves volvieron a ser un lugar seguro y se hubieron retirado todas las escalas. Los rendoreños se arremolinaban abajo, exponiéndose todavía a las flechas y a las grandes rocas que les arrojaban desde lo alto.
Al cabo se dispersaron y huyeron.
—Buena pelea —comentó a su regreso Kalten, sonriente y jadeante.
—Tolerable —acordó lacónicamente Sparhawk—. Aunque los rendoreños no son muy buenos guerreros.
—Son los mejores para luchar. —Kalten emitió una carcajada y, con un puntapié, desprendió del parapeto la mitad del flaco rendoreño.
—Déjalo donde está —le indicó Sparhawk—. Ofreceremos a la próxima oleada de atacantes algo que mirar mientras atraviesan el prado para llegar aquí. Podrías, asimismo, decirle a la gente que limpia los adarves que guarden todas las cabezas sueltas. Las expondremos clavadas a estacas en las almenas.
—¿Otra lección ejemplificadora?
—¿ Por qué no? Un hombre que ataca una fortaleza defendida tiene derecho a saber lo que puede ocurrirle, ¿no te parece?
Bevier llegó, apresurado, hasta debajo del ensangrentado parapeto.
—¡Ulath está herido!—les gritó desde varios metros de distancia.
Se volvió para conducirlos hasta su amigo lastimado y los soldados eclesiásticos se esfumaron para cederles el paso. Tal vez inconscientemente Bevier seguía blandiendo su hacha.
Ulath yacía de espaldas con los ojos en blanco, perdiendo sangre por las orejas.
—Qué ha sucedido? —pregunto Sparhawk a Tyman.
—Un rendoreño se le acercó por la espalda y lo golpeó en la cabeza con un hacha. A Sparhawk le dio un vuelco el corazón.
Tynian le sacó con cuidado el yelmo con cúspide de cuernos y tanteó cautelosamente sobre el rubio pelo del caballero genidio.
—Me parece que no tiene la cabeza rota —informó.
—Quizás el rendoreño no le ha dado con bastante fuerza —apuntó Kalten.
—Yo he visto cómo lo golpeaba, tan duro como podía. Ese revés hubiera debido partirle la cabeza como un melón. —Frunció el entrecejo, tabaleando la prominente nudosidad de cuerno que unía las dos curvadas puntas que sobresalían de cada uno de los costados del yelmo cónico de su amigo. Después examinó el casco con atención—. Ni un rasguño —se maravilló. Tomó su daga y arañó el cuerno, pero no logró siquiera empañar su brillante superficie. Después, finalmente picado por la curiosidad, cogió el hacha de guerra caída de Ulath y la descargó sobre el cuerno sin siquiera robarle una astilla—. Es sorprendente —comentó—. Esta es la materia más dura que he visto nunca.
—Sin duda por eso Ulath todavía tiene el cerebro íntegro en el cráneo —observó Talen—. No presenta buen aspecto, sin embargo. Llevémoslo a que lo vea Sephrenia.
—Adelantaros vosotros tres —indicó con pesar Sparhawk—. Yo he de hablar con Vanion.
Los cuatro preceptores se encontraban juntos a cierta distancia, en el punto desde el que habían estado observando el ataque.
—Sir Ulath ha resultado herido —informó Sparhawk a Komier.
—¿Es grave? —se apresuró a inquirir Vanion.
—No existen heridas que no sean preocupantes, Vanion —señaló Komier—. ¿Qué ha ocurrido, Sparhawk?
Un rendoreño le ha golpeado la cabeza con un hacha, mi señor.
—¿En la cabeza, decís? En ese caso se pondrá bien. —Se llevó una mano a la cabeza y rozó con los nudillos su propio yelmo rematado con cuernos de ogro—. Por eso llevamos esto.
—Tenía mala cara —advirtió gravemente Sparhawk—. Tynian, Kalten y Bevier están trasladándolo para que lo examine Sephrenia.
—Se pondrá bien —insistió Komier
Creo haber adivinado parte de la estrategia de Martel, mis señores —manifestó Sparhawk, tras apartar de su mente la preocupación por Ulath—. Ha reclutado a esos rendoreños con un motivo específico. Los rendoreños no son muy buenos en las artes modernas de guerra. No llevan ningún tipo de armadura protectora, ni siquiera yelmos, y son incapaces de adquirir el menor dominio de un arma. Todo cuanto aportan es un desbordado fanatismo que los impulsa a atacar incluso contra insuperables cantidades de enemigos. Martel va a seguir arrojándonoslos para fatigarnos y causarnos bajas y después cuando estemos debilitados y exhaustos, pondrá en acción a sus mercenarios cammorianos y lamorquianos. Hemos de idear la manera de mantener a esos rendoreños apartados de las murallas. Voy a ir a hablar con Kurik. Tal vez él tenga algo que proponer.
Kurik, en efecto, propuso algo de interés. Sus años de experiencia y el contacto con los viejos veteranos que había conocido le habían aportado un gran bagaje de ideas. Había unos objetos a los que llamaba abrojos, unas piezas muy simples formadas por cuatro puntas de acero que, esparcidos a cualquier distancia, siempre presentaban una punta hacia arriba. Los rendoreños no llevaban botas, sino blandas sandalias de cuero, teniendo en cuenta lo cual, los abrojos, generosamente untados de veneno, pasarían de ser un mero inconveniente a convertirse en un arma letal. Unas vigas de tres metros de longitud erizadas de afiladas estacas también embadurnadas de veneno constituirían barreras casi inexpugnables si se las colocaba delante de las murallas apoyadas en travesaños que sobresalieran de éstas. Unos largos troncos que oscilaran pendularmente en paralelo a las murallas barrerían las escaleras de mano como si de telarañas se tratara.
Ninguno de estos procedimientos rechazará un ataque en regla —advirtió Kurik—, pero entorpecerán el ímpetu de los de abajo, convirtiéndolos en víctimas propiciatorias de arqueros y ballesteros. No serán muchos los asaltantes que lleguen a las almenas.
Eso es más o menos lo que pretendíamos —aprobó Sparhawk—. Vamos a reclutar a los ciudadanos y a ponerlos a trabajar en estas ideas. Todo cuanto hacen por el momento los habitantes de Chyrellos es permanecer sentados comiendo. Les daremos la oportunidad de costearse la manutención.
La construcción de los obstáculos de Kurik ocupó varios días, en el transcurso de los cuales los rendoreños atacaron de nuevo. Entonces las catapultas del preceptor Abriel esparcieron con profusión los abrojos delante de los parapetos y las vigas erizadas fueron dispuestas entrecruzadas y agrupadas a unos veinte metros de las murallas. Después de ello, fueron pocos los rendoreños que llegaron hasta los muros, y los que lo hicieron no cargaban con escalas. Normalmente se arracimaban allí abajo gritando consignas y aporreando las murallas con sus espadas hasta que los arqueros disponían de tiempo para matarlos. Tras unos cuantos asaltos frustrados, Martel se replegó para reconsiderar la estrategia. El verano aún no había acabado, no obstante, y las hordas de rendoreños muertos que se amontonaban al pie de las murallas comenzaban a hincharse bajo el sol, desprendiendo un olor a carne putrefacta que flotaba desagradablemente sobre la ciudad interior.