—No importa, Wargun —lo perdonó el rey Dregos—. Dios tuvo sus motivos para poner tanta roca en Arcium. El pavimento de caminos y la construcción de muros y castillos entretiene a mi gente y los previene de incurrir en la furia guerrera de otros.
—Si había tantos emboscados, ¿cómo consiguió alguien llegar hasta vos, Majestad? —preguntó Dolmant.
—Eso fue lo más extraño, Dolmant —respondió Wargun, rascándose la despeinada cabeza—. La verdad es que no acabo de comprenderlo. El tipo que lo logró era un lamorquiano que, por lo visto, se limito a cruzar a caballo Arcium sin tomar ninguna precaución y nadie reparo para nada en él. O bien es el hombre más afortunado que existe o Dios lo tiene en una estima especial... y a mí no me parece una persona tan digna de estima.
—¿Está por aquí cerca, Su Majestad? —preguntó Sephrenia al rey de Thalesia, con una extraña vivacidad en la mirada.
—Me parece que sí, pequeña dama —contestó, con un eructo, Wargun—Ha dicho que quería presentar un informe al patriarca de Kadach. Debe de estar en la antesala.
—¿Creéis que podríamos formularle algunas preguntas?
—¿Es realmente importante, Sephrenia?—le preguntó Dolmant.
—Sí, Su Ilustrísima —repuso la mujer—. Creo que podría serlo. Hay algo que querría verificar.
—Tú —ordenó sin miramientos Wargun a uno de los soldados apostados junto a la puerta—, mira a ver si encuentras a ese desastrado lamorquiano que venía detrás de nosotros. Dile que venga aquí.
—Enseguida, Majestad.
—Naturalmente que «enseguida». Os he dado una orden, ¿verdad? Todas mis órdenes se obedecen de inmediato. —El rey Wargun, que iba ya por la cuarta jarra de cerveza, empezaba a perder los buenos modales—. El caso es que —continuó —ese individuo llegó al castillo que estaba asediando hace menos de dos semanas y, cuando hube leído el mensaje, reuní mi ejército y vinimos hacia aquí.
El lamorquiano que trajeron escoltado a la sala ofrecía, tal como había señalado Wargun, un aspecto bastante desastrado. Tenía el pelo fino y lacio, de un color pardusco, y una prominente nariz, y saltaba a la vista que no era un guerrero ni tampoco un eclesiástico.
—Ah, Eck —lo saludó el patriarca Ortzel, reconociendo en él a uno de sus sirvientes—. Debí suponer que eras tú el que lo había conseguido. Amigos míos, éste es mi criado Eck, un hombre muy escurridizo, según he podido comprobar. Es muy útil en cuanto a cuestiones de sigilo se refiere.
—Me parece que el sigilo no tuvo mucho que ver con eso esta vez, Su Ilustrísima —admitió Eck, con una voz nasal que no desentonaba para nada con su cara—. Cuando vimos vuestra señal, todos salimos cabalgando hacia el oeste a toda la velocidad que nos permitían nuestras monturas, pero fuimos víctimas de celadas incluso antes de llegar a la frontera arciana. Entonces fue cuando decidimos separarnos, pensamos que quizás uno de nosotros podría llegar a su destino, personalmente, no tenía grandes esperanzas de lograrlo porque parecía que hubiera un hombre apuntándome con un arco detrás de cada árbol. Me escondí en un castillo en ruinas cerca de Darra para rumiar la situación. No veía la manera de poder entregar vuestro mensaje. No sabía dónde estaba el rey Wargun y no me atrevía a preguntar a viajeros por miedo a que fueran los hombres que habían matado a mis compañeros.
—Una peligrosa circunstancia —comentó Darellon.
—Yo también pensaba lo mismo, mi señor —convino Eck—. Me quedé escondido en esas ruinas durante dos días y entonces, una mañana, oí el más extraño de los sonidos, una especie de música. Creía que tal vez sería un pastor, pero resultó que era una niña con unas cuantas cabras. Ella era la que hacía sonar la música con esos caramillos que tienen los guardadores de ganado. La pequeña tendría unos seis años, más o menos, y, nada más verla, la tuve por una estiria. Todo el mundo sabe que trae mala suerte tener cualquier tipo de contacto con los estirios, de manera que seguí oculto en el castillo, no fuera que me denunciara a quienes me perseguían. Ella, sin embargo, vino directamente a mí, como si supiera con exactitud dónde estaba, y me dijo que la siguiera. —Guardó silencio un instante, con expresión turbada—. Yo ya no soy precisamente un chiquillo, Su Ilustrísima, y no acato órdenes de niños, y aun menos si son estirios, pero esa pequeña tenía un no sé qué muy especial. Cuando me indicaba que hiciera algo, la obedecía sin siquiera pararme a pensar. ¿No es extraño? Abreviando, me hizo salir de esas ruinas y los hombres que andaban buscándome rondaban por allí, pero se comportaron como si no me hubieran visto. La niña me condujo por todo Arcium y, pese a que ése es un largo camino, tardamos sólo tres días, no sé por qué..., bueno, dos en realidad si contamos el día en que estuvimos parados porque una de sus cabras parió un par de cabritillas, unas crías muy monas por cierto. La niña incluso insistió en que las llevara en mi caballo cuando nos pusimos en marcha. Y luego, señor, llegamos al castillo donde el ejército del rey Wargun estaba asediando a los rendoreños de adentro, y entonces fue cuando la niña se separó de mí. Es rarísimo. A mí no me gustan los estirios, pero hasta me puse a llorar cuando ella se marchó. Me dio un beso antes de irse, y aún lo noto en la mejilla. He pensado mucho en ello desde entonces, y he llegado a la conclusión de que, en fin de cuentas, puede que los estirios no sean tan malos.
—Gracias —murmuró Sephrenia.
—Bien, señor —continuó Eck—, me acerqué a los soldados y les dije que traía un mensaje para el rey Wargun de parte de la jerarquía. Entonces me llevaron en presencia de Su Majestad y le entregué el documento. Después de leerlo, concentró su ejército y vinimos a marchas forzadas aquí. Eso fue todo, mis señores.
—Vaya, vaya —dijo Kurik a Sephrenia, sonriéndole con ternura—, diríase que Flauta todavía está por aquí, y no sólo en espíritu, ¿no es cierto?
—Eso parece —acordó la mujer, sonriendo también.
—¿El documento? —preguntó el patriarca Emban al patriarca Ortzel.
—Me tomé la libertad de hablar en nombre de la jerarquía —confeso Ortzel—. Di a cada uno de mis mensajeros una copia para el rey Wargun. Dadas las circunstancias, me pareció lo correcto.
—A mí también —convino Emban—. Aunque puede que Makova no hubiera pensado lo mismo. ,
—Algún día le presentaré disculpas... si por casualidad me acuerdo. Como no tenía la certeza de que alguno de los otros mensajes hubiera llegado a manos del rey Wargun, le informé brevemente de todo ocurrido.
El rey Wargun había necesitado un largo momento para hacerse cargo del significado de aquello.
—¿Estáis diciendo que desplacé mi ejército obedeciendo las órdenes de un solo patriarca... que ni siquiera es thalesiano? —vociferó.
—No, Wargun —intervino con firmeza el corpulento patriarca Bergsten—. Yo apruebo sin reserva los actos del patriarca de Kadach, de modo que vos pusisteis en marcha vuestro ejército obedeciendo ordenes mías. ¿Querríais discutir conmigo esta cuestión?
—Oh —exclamó, contrito, Wargun—, en ese caso es diferente. —El patriarca Bergsten no era el tipo de persona a quien uno se atreviera a chistar con lo cual Wargun se apresuró a cambiar de tema—. Leí el documento un par de veces y decidí que no estaría mal desviarme un poco para pasar por Cimmura. Envié a Dregos y Obler para que se adelantaran con el grueso de las fuerzas y llevé el ejército elenio a la capital a fin de que pudieran defenderla. Cuando llegamos allí, encontramos la ciudad protegida por el vulgo, imaginaos, y, cuando solicité entrada, no me quisieron abrir las puertas hasta que ese gordo de ahí dio su aprobación. Para seros sinceros, no vi que Cimmura estuviera corriendo el más mínimo peligro. Esos comerciantes y obreros se desenvolvían como profesionales en esas murallas, os doy mi palabra. Sea como fuere, me dirigí a palacio para reunirme con el conde de Lenda y esta preciosa joven que lleva la corona y entonces fue cuando vi a ese malandrín de allí. —Señaló a Stragen—. Había atravesado con ese estoque a un primo cuarto mío y yo había puesto precio a su cabeza... más por un sentimiento colectivo de familia que porque sintiera un afecto especial por ese primo, ya que no podía soportarlo ni en pintura. Tenía la costumbre de hurgarse la nariz en público, algo que encuentro repugnante. Ahora ya no lo hará más porque Stragen lo ensartó con buen tino. El caso es que yo iba a hacer que colgaran a ese truhán, pero Ehlana me disuadió de hacerlo.—Tomó un largo trago—. La verdad es que... —se le escapó un eructo —...me amenazó con declararme la guerra si no abandonaba la idea. Tiene muy mal genio esta joven dama. —Sonrió de pronto a Sparhawk—. Tengo entendido que se impone felicitaros, amigo mío, pero yo que vos no me quitaría la armadura hasta conocerla mejor.
—Nos conocemos muy bien, Wargun —dijo remilgadamente Ehlana—. Puede decirse que Sparhawk me crió desde que era un bebé, de forma que, si a veces muestro cierta aspereza de carácter, debería atribuirse a él.
—Debí sospechar algo por el estilo. —Wargun soltó una carcajada—. Cuando le conté a Ehlana lo que estaba ocurriendo aquí en Chyrellos, insistió en traer su ejército para apoyarnos. Yo se lo prohibí tajantemente y a ella no se le ocurrió más que pellizcarme la patillas y decir: «De acuerdo, Wargun. En ese caso yo misma os llevaré a Chyrellos». El caso es que yo no dejo que nadie me tire de las patillas, así que iba a darle unos azotes, por más reina que fuera, pero entonces se interpuso esa enorme mujer de allá. —Miró a la mujer que Sparhawk suponía que era Mirtai, la giganta tamul, y se estremeció —No podía creer que fuera capaz de moverse tan velozmente. Me había puesto un cuchillo en la garganta en un abrir y cerrar de ojos. Intenté explicarle a Ehlana que tenía hombres de sobra para tomar Chyrellos, pero ella me salió con que tenía una inversión que proteger. Nunca he llegado a saber a qué demonios se refería. De todas formas, Partimos de Cimmura y nos reunimos con Dregos y Obler y proseguimos hasta la Ciudad Sagrada. Ahora, ¿podría explicarme alguien qué es lo que ha sucedido realmente aquí?
—Las normales actividades políticas eclesiásticas —le respondió secamente el patriarca Emban—. Ya sabéis hasta qué punto adora nuestra Madre las intrigas. Estábamos forcejeando para conseguir que se pospusieran las reuniones de la jerarquía, manipulando votos, raptando patriarcas: este tipo de cosas. Apenas logramos evitar que el primado de Cimmura accediera por el momento al trono, y entonces apareció Martel y puso sitio a la Ciudad Sagrada. Nos replegamos al interior de las murallas de la ciudad vieja dispuestos a resistir un tedioso asedio. La situación empezaba a ser desesperada cuando llegasteis anoche.
—¿Han arrestado a Annias? —preguntó el rey Obler.
—Siento tener que deciros que no, Majestad —repuso Dolmant—. Martel se las arregló para sacarlo de la ciudad al atardecer.
—Una verdadera lástima —suspiró Obler—. Entonces podría regresar y realizar una nueva tentativa de acceder al trono, ¿no es así?
—Estaríamos encantados de verlo, Su Majestad —le aseguró Dolmant con forzada sonrisa—. Estoy seguro de que habréis oído hablar de la conexión entre Annias y Martel y de las sospechas que albergamos acerca de algún tipo de alianza entre ellos y Otha. Por fortuna, tuvimos ocasión de llevar al comandante de la guardia personal del archiprelado a un lugar donde pudo escuchar sin ser visto una conversación entre Annias y Martel. El coronel es completamente neutral y todo el mundo lo sabe. En cuanto declare ante la jerarquía lo que ha oído, Annias será expulsado de la Iglesia... en el mejor de los casos.
—Hizo una pausa—. Ahora bien —continuó—, los zemoquianos están reunidos en masa en Lamorkand Oriental, cumpliendo parte de lo convenido entre Otha y Annias. Tan pronto como Otha se entere de que sus planes se han torcido aquí en Chyrellos, comenzará a marchar hacia el oeste. Propongo que tomemos medidas para prevenir tal eventualidad.
—¿Tenemos alguna idea respecto al camino de huida que tomo Annias? —preguntó Ehlana con ojos relucientes.
—Él y Martel se llevaron a la princesa Arissa y a vuestro primo Lycheas con intención de acogerse a la protección de Otha, mi reina —la informó Sparhawk.
—¿Existe alguna posibilidad de que podamos interceptarlos. —inquirió con fiereza.
—Podemos intentarlo, Su Majestad. —El caballero se encogió de hombros—. No obstante, no abrigaría grandes esperanzas al respecto.
—Quiero que me lo traigan prendido—declaró fieramente la reina.
—Lo siento mucho, Majestad —se interpuso el patriarca Dolmant—, Annias ha cometido crímenes contra la Iglesia y nosotros lo someteremos a castigo primero.
—¿Para poder encerrarlo en algún monasterio para que rece y entone himnos durante el resto de su vida? —replicó con desdén la joven—. Yo tengo planes mucho más interesantes para él, Su Ilustrísima. Creedme si le pongo la mano encima antes que vosotros, no voy a entregarlo a la Iglesia... al menos hasta después de haber acabado con él. Después podréis disponer de lo que haya quedado de su persona.
—Ya basta, Ehlana —le advirtió con dureza Dolmant—. Estáis a punto de manifestar un abierto desacato a la Iglesia. No cometáis el error de llevar demasiado lejos tal actitud. Ya que lo mencionáis, os diré que no es un monasterio lo que le espera a Annias puesto que la naturaleza de los delitos por él cometidos contra la Iglesia merece la muerte en la hoguera.
La reina y el patriarca se miraron fijamente, y Sparhawk gimió para sus adentros. Entonces Ehlana rió, con expresión algo compungida.
—Perdonadme, Su Ilustrísima —se disculpó ante Dolmant—. Me he precipitado al hablar. ¿En la hoguera, decís?
—Eso como mínimo, Ehlana —le aseguró el patriarca.
—Yo, por supuesto, delegaré el castigo en nuestra Santa Madre. Antes moriría que parecer una díscola hija suya.
—La Iglesia aprecia vuestra obediencia, hija mía —aseveró mansamente Dolmant. Ehlana juntó piadosamente las manos y le dedicó una falsa sonrisa de contrición.
—Sois una muchacha muy traviesa, Ehlana —la regañó Dolmant, riendo en contra de su voluntad.
—Sí, Su Ilustrísima —reconoció ella—. Supongo que sí.
—Una mujer muy peligrosa, ésta, amigos míos —dijo Wargun a los otros monarcas—. Me parece que todos deberíamos poner especial cuidado en no interponernos en su camino. De acuerdo, ¿qué más?
Emban se hundió más en la silla, juntando las yemas de los dedos de ambas manos.
—Habíamos más o menos decidido que debíamos dejar resuelta la cuestión de la designación al archiprelado, Su Majestad. Eso fue antes de que entrarais en la ciudad. Os va a llevar cierto tiempo preparar vuestras fuerzas para que emprendan marcha hacia Lamorkand, ¿me equivoco? —inquirió.