—Beberemos para la prosperidad en una forma abstracta —dijo Cugel cautelosamente—. Tengo poca experiencia con ella.
—Oh, vamos. ¿Con tu habilidad en el skax? Me volví bizco intentando seguir tus excelentes floreos.
—Una costumbre estúpida —dijo Cugel—. Tengo que aprender a jugar con menos exhibicionismo.
—Eso no importa demasiado —admitió Bunderwal—. Lo que sí es importante es ese empleo ofrecido por Soldinck, que ha provocado ya varios intercambios verbales lamentables.
—Cierto —dijo Cugel—. Déjame hacer una sugerencia.
—Siempre estoy abierto a nuevas ideas.
—El sobrecargo controla posiblemente otros puestos a bordo del
Galante
. Si quisieras…
Bunderwal alzó una mano.
—Seamos realistas. Me doy cuenta de que eres un hombre decidido. Pongamos nuestro caso a prueba aquí y ahora, y dejemos que Mandingo decida quién se queda con el puesto y quién renuncia a él.
Cugel sacó sus cartas.
—¿Quieres jugar al skax o al rampolio?
—A ninguno de los dos —dijo Bunderwal—. Nos someteremos a una prueba donde el resultado no esté establecido de antemano… ¿Ves el recipiente de cristal que hay allá, donde Krasnark, el propietario, guarda sus sphigales? —Bunderwal señaló una caja de paredes de cristal. Dentro descansaban un cierto número de crustáceos que, una vez asados a la parrilla, eran considerados como un bocado exquisito. La sphigale típica medía veinte centímetros de largo, con un par de recias pinzas y un aguijón caudal en forma de látigo.
—Esas criaturas tienen un temperamento muy variable de unas a otras —dijo Bunderwal—. Algunas son rápidas, otras lentas.
Elige una, y yo elegiré otra. Las colocaremos en el suelo, y la primera que alcance la pared opuesta decidirá quién es el ganador de la prueba.
Cugel estudió las spighales.
—Parecen más bien fogosas, de eso no hay ninguna duda. —Una de las sphigales, una criatura a franjas rojas, amarillas y de un azul tiza desagradable, llamó su atención—. Muy bien; ya he seleccionado a mi corredora.
—Entonces sácala con las tenazas, ¡pero ve con cuidado! Utilizan de una forma condenadamente rápida tanto sus pinzas como su aguijón.
Moviéndose discretamente para no llamar la atención, Cugel tomó su corredora con las tenazas y la depositó en la línea de salida; Bunderwal hizo lo mismo con la suya.
Bunderwal se dirigió a su animal:
—Mi buena sphigale, corre todo lo rápido que puedas; ¡mi futuro depende de tu velocidad! ¡Listos! ¡A sus puestos! ¡Ya!
Ambos hombres alzaron sus tenazas y se apartaron discretamente de las inmediaciones de la caja de cristal.
Las spighales echaron a correr por el suelo. La de Bunderwal, viendo la puerta abierta, se volvió hacia allí y desapareció en la noche. La sphigale de Cugel fue a refugiarse en una de las botas que Wagmund se había quitado para calentarse los pies en el fuego.
—Declaro descalificadas a ambas contendientes —dijo Bunderwal—. Tendremos que probar nuestro destino por otro medio.
Cugel y Bunderwal volvieron a su sitio. Al cabo de un momento a Bunderwal se le ocurrió otra idea.
—La despensa está al otro lado de esta pared y medio nivel más baja que esta sala. Para evitar colisiones, los camareros descienden por la escalera de la derecha y vuelven a subir con sus bandejas por la escalera de la izquierda. Cada pasadizo está cerrado fuera de las horas de servicio por esos pesados paneles deslizantes. Como puedes observar, los paneles están sujetos por una cadena. Observa bien. Esta cadena que hay al alcance de la mano controla el panel que cierra la escalera de la izquierda, por la que suben los camareros con sus cervezas y demás encargos. Cada uno de los camareros lleva además un gorro redondo para evitar que sus pelos caigan a la comida. El juego al que jugaremos será éste. Cada uno, por turno, soltará un eslabón de la cadena, lo que irá bajando poco a poco el panel. Llegará un momento en que uno de los camareros rozará con la parte superior de su gorro la barra inferior del panel. Cuando ocurra esto, el último que haya tocado la cadena pierde y debe renunciar al puesto de sobrecargo.
Cugel estudió la cadena, el panel que se deslizaba arriba y abajo para cerrar el paso, y luego los camareros que entraban y salían.
—Los camareros varían en altura de unos a otros —señaló Bunderwal—, con quizás ocho centímetros de diferencia entre el más bajo y el más alto. Por otra parte, creo que el camarero más alto tiene la costumbre de agachar la cabeza cada vez que pasa. Eso hace que la estrategia sea más bien complicada.
—Hay que estipular que ninguno de los dos hará ninguna señal, llamará o distraerá a los camareros con el fin de alterar la lógica pura del juego —advirtió Cugel.
—Aceptado —dijo Bunderwal—. Jugaremos como caballeros. Además, para evitar prácticas dilatorias, estipulemos que el movimiento será efectuado antes de que aparezca el segundo camarero. Por ejemplo, tú has bajado la cadena y yo he calculado que el siguiente en salir será el camarero más alto. Puedo o no, a mi elección, aguardar a que éste aparezca, pero entonces debo bajar la cadena antes de que aparezca el segundo.
—Una sabia regla, con la que estoy de acuerdo. ¿Te importa empezar tú?
Bunderwal rechazó el privilegio.
—En un cierto sentido, tú eres nuestro huésped aquí en Saskervoy, de modo que te corresponde el honor de iniciar el juego.
—Gracias. —Cugel soltó la cadena del gancho que la sujetaba e hizo descender el panel dos eslabones—. Ahora es tu turno, Bunderwal. Puedes esperar a que haya aparecido el primer camarero si quieres, y por supuesto aceleraré el proceso pidiendo más cerveza.
—Estupendo. Ahora debo dedicar todas mis facultades al juego. Me doy cuenta que hay que desarrollar un sentido exquisito de la sincronización. En consecuencia, voy a bajar la cadena dos eslabones.
Cugel aguardó, y el camarero alto emergió llevando una bandeja cargada con cuatro jarras de cerveza. Según estimó Cugel, evitó el panel por un espacio equivalente a trece eslabones de la cadena. Cugel bajó inmediatamente el panel cuatro eslabones.
—¡Ajá! —dijo Bunderwal—. ¡Juegas fuerte! ¡Te demostraré que no soy menos atrevido que tú! ¡Otros cuatro eslabones! Cugel examinó el panel con los ojos entrecerrados.
Un deslizamiento de otros seis eslabones derribaría el gorro del camarero alto con donaire y autoridad. Si los camareros servían regularmente por turno, el alto sería el tercero en volver a salir. Cugel aguardó hasta que el siguiente camarero, de mediana estatura, cruzó el paso, entonces bajó la cadena cinco eslabones de golpe.
Bunderwal contuvo el aliento, luego lanzó un siseo de triunfo.
—¡Bien pensado, Cugel! Pero ahora rápido, bajo la cadena otros dos eslabones. Así evitaré al camarero bajito, que en estos momentos está subiendo las escaleras.
El camarero bajo cruzó con uno o dos eslabones de margen, y Cugel tenía que mover ahora o renunciar al juego. Dejó bajar hoscamente otro eslabón de la cadena, y ahí estaba subiendo desde la despensa el camarero alto. Por fortuna, mientras ascendía los escalones, inclinó la cabeza para secarse la nariz con la manga, y así pasó bajo el panel con el gorro aún en su sitio, y fue el turno de Cugel de sisear su triunfo.
—Mueve, Bunderwal, si quieres, a menos que prefieras renunciar.
Desconsolado, Bunderwal soltó otro eslabón de la cadena.
—Ahora sólo me queda rezar para que ocurra un milagro.
Krasnark, el dueño, llegó subiendo la escalera: era un hombre robusto, más alto que el camarero alto, con enormes brazos y gruesas cejas negras. Llevaba una bandeja cargada con un cuenco de sopa, una ración de pollo asado y un gran hemisferio de bamboleante pudín. Su cabeza golpeó la barra; cayó hacia atrás y desapareció de la vista. De la despensa llegó el estrépito de loza rota y casi inmediatamente un gran grito.
Bunderwal y Cugel subieron con rapidez el panel hasta su posición original y se dirigieron a nuevos asientos.
Cugel dijo:
—Tengo la impresión de que debo ser declarado ganador del juego, puesto que la tuya fue la última mano que tocó la cadena.
—¡En absoluto! —protestó Bunderwal—. La finalidad del juego, tal como quedó establecida, era tirar el gorro de la cabeza de una de tres personas. Esto no ha ocurrido, puesto que Krasnark interrumpió el juego.
—Ahí está ahora —dijo Cugel—. Está examinando el panel con aire perplejo.
—No veo ninguna razón para llevar el asunto más allá —dijo Bunderwal—. En lo que a mí respecta, el juego ha terminado.
—Excepto por la adjudicación —dijo Cugel—. Soy claramente el vencedor, desde cualquier punto de vista.
Bunderwal no se dejó convencer.
—Krasnark no llevaba gorro, y así es como deben quedar las cosas. Déjame sugerirte otra prueba, en la que la suerte juega un papel más decisivo.
—Aquí está por fin el camarero con nuestra cerveza. ¡Muchacho, eres notablemente lento!
—Lo siento, señor. Krasnark se cayó en la despensa y organizó un terrible tumulto.
—Muy bien; no hace falta decir nada más. Bunderwal, explica tu juego.
—Es tan simple que llega a ser embarazoso. La puerta que hay más allá conduce a los urinarios. Mira por toda la sala; selecciona a tu campeón. Yo haré lo mismo.
El de los dos campeones que sea el último en utilizar los urinarios gana el juego para su patrocinador.
—La justa parece honrada —dijo Cugel—. ¿Has seleccionado ya tu campeón?
—Sí. ¿Y tú?
—Acabo de escoger a mi hombre. Creo que es invencible en una confrontación de este tipo. Es ése un poco viejo con la nariz delgada y la boca fruncida, sentado directamente a mi izquierda. No tiene un aspecto muy saludable, pero me siento confiado por la forma casi abstemia con que sujeta su jarra.
—Es una buena elección —admitió Bunderwal—. Por coincidencia yo he seleccionado a su compañero, el caballero de gris que bebe su cerveza como si no le gustase.
Cugel llamó al camarero y le dijo algo en voz baja, sin que Bunderwal pudiera oírlo.
—Los dos caballeros de mi izquierda…, ¿por qué beben tan lentamente?
El camarero se encogió de hombros.
—Si queréis saber la verdad, odian gastar su dinero, aunque ambos tienen más del necesario. Por eso se sientan así durante horas, sorbiendo lentamente una jarra pequeña de nuestra cerveza más ácida.
—En ese caso —dijo Cugel—, llévale al caballero de la capa gris un vaso doble de vuestra mejor ale, por mi cuenta, pero sin identificarme.
—Muy bien, señor.
El camarero se volvió a una señal de Bunderwal, que también inició una breve conversación en murmullos. El camarero asintió y fue a la despensa. Al cabo de poco regresó para servir a los dos campeones grandes vasos de ale, que, tras su explicación, fueron aceptados con lúgubre complacencia, puesto que se sentían claramente mortificados por el obsequio.
Cugel no se sintió demasiado satisfecho de la forma ferviente en que su campeón bebía ahora su cerveza.
—Me temo que hice una mala elección —se lamentó—. Bebe como si acabara de regresar de un día en el desierto.
Bunderwal también se sentía crítico respecto a su campeón.
—No saca la nariz de su jarra. Debo decir, Cugel, que ese truco tuyo fue absolutamente deshonesto. Me vi obligado a proteger mis intereses, con notable gasto.
Cugel intentó distraer a su campeón de la cerveza a través de la conversación. Se inclinó hacia él y dijo:
—Señor, ¿sois residente en Saskervoy?
—Lo soy —dijo el caballero—. Somos notables por nuestra reluctancia a hablar con desconocidos de costumbres extrañas.
—También sois notables por vuestra sobriedad —sugirió Cugel.
—¡Eso es una tontería! —declaró el campeón—. Observad a la gente de este local: todos beben cerveza en cantidad. Disculpadme, deseo seguir su ejemplo.
—Debo advertiros que esta cerveza local es congestiva —dijo Cugel—. Con cada sorbo corréis el riesgo de un desorden de tipo espasmódico.
—¡Tonterías! ¡La cerveza purifica la sangre! Dejad a un lado vuestro vaso si os sentís alarmado, pero dejadme en paz con el mío. —Alzó su jarra y dio un sorbo impresionante.
Irritado por la maniobra de Cugel, Bunderwal buscó distraer a su propio campeón dándole un pisotón e iniciando con él un altercado, que hubiera podido durar largo rato si Cugel no hubiera intervenido y devuelto a Bunderwal a su sitio.
—¡Juega deportivamente o me retiro de la confrontación!
—Tus tácticas tampoco son demasiado honradas —murmuró Bunderwal.
—¡Muy bien! —dijo Cugel—. ¡No interfiramos más, de ninguna manera!
—Acepto, pero parece que las cosas van a resolverse muy pronto, puesto que tu campeón muestra signos de intranquilidad. Está a punto de ponerse en pie, en cuyo caso yo gano.
—¡No tan aprisa! El primero en utilizar los urinarios pierde el juego. ¡Observa! Tu campeón también se está poniendo en pie; van a ir juntos.
—¡Entonces el primero en abandonar los urinarios será declarado perdedor, puesto que evidentemente habrá sido el primero en utilizarlos!
—¿Con mi campeón en cabeza? ¡En absoluto! El primero que realmente los utilice es el perdedor.
—Entonces vamos; no podemos emitir un juicio exacto desde esta distancia.
Cugel y Bunderwal se apresuraron a seguir a los dos campeones: cruzando el patio y hasta un cobertizo iluminado donde un agujero fijado a una pared de ladrillos servía a las necesidades de los clientes de la hostería.
Los dos campeones no parecían apresurarse; hicieron una pausa para comentar la suavidad de la noche, luego, casi en sincronía, entraron. Cugel y Bunderwal los siguieron, uno a cada lado, dispuestos a emitir juicio.
Los dos campeones se prepararon a aliviar sus vejigas. El campeón de Cugel miró hacia un lado y observó la atención a que era sometido por parte de éste, y se indignó.
—¿Qué estáis mirando? ¡Patrón! ¡Sal inmediatamente! ¡Llama a los guardias nocturnos!
Cugel intentó explicarse.
—Señor, la situación no es lo que pensáis. ¡Bunderwal verificará el asunto! ¿Bunderwal?
Bunderwal, sin embargo, había regresado a la sala común. Apareció Krasnark, el patrón, con un vendaje cubriendo su frente.
—¡Por favor, señores, un momento de tranquilidad! ¡Maestro Chernitz, comportaos! ¿Cuál es la dificultad?
—¡Ninguna dificultad! —Espumeó Chernitz—. ¡Más bien un ultraje! Salí aquí fuera para aliviar mi vejiga, a raíz de lo cual esta persona se alineó a mi lado y actuó del modo más ofensivo. ¡Di la alarma al momento!