Twango se rascó la barbilla con un gordezuelo dedo índice.
—Tendré que trabajar horas extras seleccionando e indexando; de todos modos, si utilizo todas mis reservas, creo que puedo preparar un pedido de cuatro cajas en un día o dos.
—Eso será satisfactorio; así lo informaré a Mercantides.
Dos días más tarde Cugel colocó ciento diez escamas, en su mayor parte «ordinarias», delante de Twango, sobre su escritorio.
Twango las contempló con absoluta sorpresa.
—¿Dónde las encontraste?
—Parece que he localizado la bolsa de la que Weamish extrajo tantas escamas. No dudo que todas éstas liquidan mi cuenta.
Twango frunció el ceño a las escamas.
—Un momento mientras compruebo los registros… Cugel, debes todavía cincuenta y tres terces. Gastaste demasiado en el refectorio, y veo algunos cargos extra que quizá no hayas tenido en cuenta.
—Dejadme ver esas entradas… No puedo imaginar a qué corresponden esos registros.
—Algunos fueron anotados por Gark y Gookin. Quizá sean un tanto inconcretos.
Cugel arrojó disgustado el libro de entradas.
—¡Insisto en una cuenta detallada, exacta y legible!
Twango habló apretando mucho los labios.
—Tu actitud, Cugel, es a la vez impertinente y cínica. No me siento favorablemente impresionado.
—Cambiemos de tema —dijo Cugel—. ¿Cuándo esperáis al Maestro Soldinck?
—De un momento a otro. ¿Por qué lo preguntas?
—Siento curiosidad hacia sus métodos comerciales. Por ejemplo, ¿qué le puede cobrar a Iucounu por una «especial» realmente notable, como el «Estallido Pectoral de Luz»?
—Dudo que el Maestro Soldinck revele alguna vez esa información —dijo Twango con voz densa—. ¿Puedo preguntar cuál es la base de tu interés?
—No tiene gran importancia. Durante una de nuestras conversaciones, Weamish teorizó que Soldinck quizá prefiriera comprar las «especiales» más caras directamente del buceador, aliviándoos así a vos de un considerable trabajo de pormenorización.
Por un momento Twango agitó los labios sin ser capaz de pronunciar ninguna palabra. Finalmente dijo:
—La idea es absurda, en todas sus fases. El Maestro Soldinck rechazaría cualquier escama con unos antecedentes tan dudosos. El único vendedor autorizado soy yo, y se necesita mi sello para garantizar su autenticidad. Cada escama tiene que ser cuidadosamente identificada y correctamente indexada.
—Y los cargos que hacéis a vuestro personal, ¿también son exactos y se hallan correctamente indexados? Oh, sólo por curiosidad, permitidme hacerle esa pregunta al Maestro Soldinck.
Twango cogió furioso la cuenta de Cugel.
—Naturalmente, puede que se produzcan pequeños errores, en una u otra dirección. Al final siempre tienden a equilibrarse… Si, aquí veo un error, donde Gark se equivocó al situar una coma decimal. Deberé advertirle que tenga más cuidado. Ya es hora de que vayas a servir el té a Yelleg y Malser. ¡Tienes que enmendarte de esta conducta indolente! ¡En Flutic somos activos!
Cugel regresó a la charca. Era mediada la tarde de un día extremadamente frío, con una serie de nubes negro-purpúreas de forma peculiar velando el hinchado sol rojo. Un viento del norte encrespaba la superficie del lodo; Cugel se estremeció y se apretó la capa en torno al cuello.
La superficie de la charca se hendió; Yelleg emergió y se izó a la orilla con engarfiados brazos, y se puso en pie encogido, chorreando lodo. Examinó lo que había cogido pero sólo encontró guijarros, que echó con disgusto a un lado. Malser, a gatas, trepó a la orilla y se unió a Yelleg; los dos corrieron a la choza de descanso, para volver a salir un momento más tarde, furiosos.
—¡Cugel! ¿Dónde está nuestro té? El fuego no es ni siquiera cenizas! ¿Acaso no tienes piedad?
Cugel se dirigió hacia la choza, donde Yelleg y Malser avanzaron hacia él con aire amenazador. Yelleg agitó un enorme puño ante su rostro.
—¡Has cometido tu última negligencia! ¡Hoy tenemos intención de darte una paliza y arrojarte a la charca!
—Un momento —dijo Cugel—. Permitidme encender el fuego, puesto que yo también tengo frío. Malser, prepara el té, por favor.
Incapaces de hablar por la rabia, los dos buceadores retrocedieron mientras Cugel encendía el fuego.
—Ahora —dijo Cugel—, supongo que os satisfará saber que he descubierto una rica bolsa de escamas. He pagado mi deuda, de modo que a partir de ahora Bilberd el jardinero será el encargado de serviros el té y encender el fuego.
Yelleg preguntó, entre apretados dientes:
—¿Has renunciado a tu puesto?
—Todavía no. Seguiré, al menos durante un breve período, en calidad de consejero.
—Estoy desconcertado —dijo Masler—. ¿Cómo has podido descubrir tantas escamas con tan poco esfuerzo?
Cugel sonrió y se encogió de hombros.
—Habilidad, y un poco de suerte.
—Pero sobre todo suerte, ¿eh? ¿Del mismo tipo que la que tuvo Weamish?
—¡Oh, Weamish, pobre tipo! ¡Trabajó duro y durante mucho tiempo para conseguir su suerte! La mía ha llegado mucho más rápido. ¡He sido afortunado!
Yelleg dijo pensativamente:
—Una curiosa sucesión de acontecimientos. Desaparecen cuatro cajas de escamas. Luego Weamish líquida su cuenta. Luego Gark y Gookin vienen con sus garras. Weamish salta del tejado. A continuación, el honesto trabajador Cugel paga su cuenta, pese a que solamente busca escamas una hora al día.
—Curioso, realmente —dijo Malser—. Me pregunto dónde pueden estar las escamas que faltan.
—¡Yo también! —dijo Yelleg.
—Quizá vosotros podáis perder tiempo desenredando madejas —dijo Cugel con suave censura—; yo debo seguir buscando escamas.
Cugel fue a su artesa y cargó varios cubos de lodo. Yelleg y Malser decidieron no trabajar más, puesto que cada uno había recogido tres escamas. Tras vestirse, permanecieron en el borde de la charca observando a Cugel y murmurando entre sí en voz baja.
Durante la cena Yelleg y Malser prosiguieron su conversación, lanzando de tanto en tanto miradas a Cugel. Finalmente Yelleg golpeó con el puño la palma de su otra mano, como si se le hubiera ocurrido un nuevo pensamiento, que comunicó de inmediato a Malser. Luego los dos asintieron juiciosamente y miraron de nuevo hacia Cugel.
A la mañana siguiente, mientras Cugel trabajaba en su cedazo, Yelleg y Malser salieron al jardín de atrás.
Cada uno llevaba un lirio, que depositaron sobre la tumba de Weamish. Cugel les observó atentamente con el rabillo del ojo. Ni Malser ni Yelleg dirigieron a su tumba más que una atención circunstancial; de hecho, tan poca, que mientras retrocedían Malser cayó en la excavación. Yelleg le ayudó a salir de ella, y los dos fueron a su trabajo.
Cugel corrió hacia la tumba y miró al fondo. La tierra había cedido de la pared lateral, y la esquina de una caja podía haberse puesto en evidencia a una atenta mirada.
Cugel se frotó pensativo la barbilla. La caja no era llamativa. Con toda posibilidad, Malser, mortificado por su torpe caída, ni siquiera la habría visto. Esta, al menos, era la teoría más razonable. De todos modos, seria juicioso trasladar las escamas; lo haría a la primera oportunidad.
Llevó la artesa al centro de la charca y llenó la tina; luego regresó a la orilla, tamizó el lodo, y descubrió un par de «ordinarias» en el cedazo.
Twango llamó a Cugel a la sala de trabajo.
—Cugel, mañana enviaremos cuatro cajas de escamas escogidas, exactamente al mediodía. Ve a la carpintería y que construyan cuatro cajas resistentes según las especificaciones. Luego limpia la carretilla, engrasa las ruedas y déjalo todo en perfecto estado; no quiero que haya problemas esta vez.
—No temáis —dijo Cugel—. Haremos el trabajo como corresponde.
Al mediodía, Soldinck, con sus compañeros Rincz y Jornulk, detuvieron su carro delante de Flutic. Cugel les saludó educadamente y les condujo hasta la sala de trabajo.
Twango, algo molesto por el escrutinio que Soldinck hizo del suelo, paredes y techo, dijo secamente:
—Caballeros, sobre la mesa observaréis escamas en número de seiscientas veinte, «ordinarias» y «especiales», tal como está especificado en esta factura. Primero inspeccionaremos, verificaremos y empaquetaremos las «especiales».
Soldinck señaló a Gark y Gookin.
—No mientras ese par de monstruos subhumanos estén aquí. Creo que de alguna forma arrojaron un conjuro que no solamente confundió al pobre Weamish sino a todo el resto de nosotros. Luego se apoderaron de las escamas.
—Las palabras de Soldinck parecen sensatas —afirmó Cugel—. Gark, Gookin: ¡fuera! ¡Id a cazar ranas al jardín!
Twango protestó:
—¡Esto es una estupidez totalmente innecesaria! Sin embargo, si vos lo queréis así, tengo que aceptar que Gark y Gookin se marchen.
Lanzando furiosas miradas con sus rojizos ojos a Cugel, Gark y Gookin salieron irritados de la estancia.
Twango contó entonces las escamas «especiales», mientras Soldinck las comprobaba con la factura y Cugel las empaquetaba una a una y las metía en la caja bajo el vigilante escrutinio de Rincz y Jornulk. Luego, las «ordinarias» fueron empaquetadas de la misma forma. Cugel, observado de cerca por todos, clavó las tapas a las cajas, las aseguró bien, y las colocó sobre la carretilla.
—Ahora —dijo Cugel—, puesto que desde este punto hasta el carro yo soy el principal custodio de las cajas, insisto en que, con todos ustedes como testigos, las cajas sean lacradas, y yo inscribiré mi marca en los lacres. De este modo todos nos aseguraremos de que las cajas que hemos llenado y cargado aquí sean las mismas que llegan con toda seguridad al carro.
—Una sabia precaución —dijo Twango—. Todos seremos testigos de la operación.
Cugel selló las cajas con lacre, puso su marca en la cera que se endurecía, luego ató las cajas sobre la plataforma de la carretilla. Explicó:
—Debemos tener cuidado de que las vibraciones o alguna sacudida inesperada no muevan alguna de las cajas, con posible daño de su contenido.
—Correcto, Cugel. ¿Estamos listos?
—Listos. Rincz y Jornulk, vos iréis primero, cuidando de que el camino esté despejado. Soldinck, vos precederéis la carreta cinco pasos. Yo la empujaré, y Twango seguirá cinco pasos más atrás. Así, llevaremos con absoluta seguridad las escamas hasta el carro.
—Muy bien —dijo Soldinck—. Que así sea. ¡Rincz, Jornulk! ¡Vosotros iréis primero, y estad atentos!
La procesión partió de la sala de trabajo y cruzó un oscuro pasillo de quince metros de largo, haciendo sólo una pausa, el tiempo suficiente para que Cugel preguntara a Soldinck, que iba delante de él:
—¿Todo despejado?
—Todo despejado —le tranquilizó Soldinck—. ¡Puedes seguir!
Cugel empujó la carretilla sin más demora, y la llevó hasta el carro.
—¡Observad todos! Las cajas son entregadas junto al carro en número de cuatro, cada una lacrada con mi marca. Soldinck, a partir de aquí os transfiero a vos la custodia de estos valiosos artículos. Ahora aplicaré más lacre, sobre el cual estamparéis vuestra propia marca… Muy bien: mi parte en el asunto ha terminado.
Twango felicitó a Cugel.
—¡Y muy bien hecho, Cugel! Todo ha sido correcto y eficiente. La carretilla lucía espléndida con esa nueva capa de barniz que le has aplicado y esos hermosos faldones que le puso Weamish. Ahora, Soldinck, si me entregáis el recibo y mi pago, la transacción habrá quedado completada.
Soldinck, aún con aire hosco, entregó el recibo y contó la cantidad de terces estipulada; luego, con Rincz y Jornulk, subió al carro y emprendió la marcha hacia Saskervoy.
Mientras tanto, Cugel llevó la carreta al cobertizo.
Allí, invirtió su superficie, haciéndola girar sobre sus goznes ocultos, para dejar a la vista las cuatro cajas. Levantó las tapas, extrajo los paquetes de las escamas, echó las cajas rotas al fuego y metió las escamas en un saco.
Un atisbo de movimiento llamó su atención. Miró de soslayo y percibió un gorro rojo y puntiagudo desaparecer de su vista en la ventana.
Cugel se mantuvo inmóvil durante diez segundos, luego actuó aprisa. Corrió fuera, pero no vio ni a Gark ni Gookin, ni tampoco a Yelleg ni a Malser, que presumiblemente estaban buceando en la charca.
Regresó al cobertizo, tomó el saco de escamas y corrió con pies ligeros a la choza ocupada por Bilberd el jardinero tonto. Ocultó el saco bajo un montón de basura en un rincón, luego regresó corriendo al cobertizo. Metió en otro saco un surtido de clavos, tachas, tuercas, tornillos y otra chatarra, y volvió a colocar el saco en un estante.
Luego, tras agitar el fuego en torno a las cajas quemadas, se apresuró a barnizar la superficie superior de la carretilla.
Tres minutos más tarde llegó Twango, con Gark y Gookin a sus talones, estos últimos llevando garfios de mango largo.
Cugel alzó una mano.
—¡Cuidado, Twango! ¡El barniz está mojado!
—¡Cugel, no tienes escapatoria! —exclamó Twango con voz nasal—. ¿Dónde están las escamas?
—¿Las escamas? ¿Por qué las queréis ahora?
—¡Cugel, las escamas, por favor!
Cugel se encogió de hombros.
—Como queráis. —Bajó una bandeja de un estante—. La mañana ha sido más que decente. Seis «ordinarias» y una espléndida «especial». ¡Observad este extraordinario espécimen, por favor!
—Sí, es una «Astrágalo Malar», que encaja en la parte del codo del tercer brazo. Es un espécimen excelente, sin duda. ¿Dónde están las otras que, según tengo entendido, son varios cientos?
Cugel le miró desconcertado.
—¿Dónde habéis oído una fantasía tan extraordinaria?
—¡Eso no importa! ¡Muéstrame las escamas, o tendré que pedirles a Gark y Gookin que las encuentren!
—Oh, bien, adelante —dijo Cugel con dignidad—. Pero primero dejadme proteger mi propiedad. —Colocó las seis «ordinarias» y la «Astrágalo Malar» en su bolsa. En aquel momento, Gark saltó sobre el banco y lanzó un raspante croar de triunfo mientras bajaba el saco que Cugel acababa de poner en el estante.
—¡Este es el saco! ¡Noto el peso de las escamas!
Twango vació el contenido del saco.
—Hace un momento —dijo Cugel— abrí este saco para buscar un clavo para la carretilla. Tal vez Gark confundió esos objetos con escamas. —Cugel se dirigió a la puerta—. Os dejo para que podáis proseguir vuestra búsqueda.