Se acercaba la hora en que Yelleg y Malser salían normalmente a tomar su té. Cugel miró en el interior de la choza, pero el fuego estaba apagado y no se veía a los buceadores por ninguna parte.
Estupendo, pensó Cugel. Ahora era el momento de retirar de su tumba las escamas que había cogido Weamish.
Fue a la parte de atrás del jardín, donde, a la sombra del miradiano, había enterrado a Weamish y cavado su propia tumba.
No había observadores indeseados por ninguna parte.
Cugel fue a saltar al interior de su tumba, pero se detuvo en seco, inmovilizado por la visión de cuatro cajas violentadas y vacías en el fondo del agujero.
Cugel regresó a la casa y se dirigió al refectorio, donde encontró a Bilberd, el jardinero.
—Estoy buscando a Yelleg y Malser —dijo—. ¿Los has visto recientemente?
Bilberd sonrió tontamente y parpadeó.
—Claro que los he visto, hará unas dos horas, cuando se fueron a Saskervoy. Dijeron que estaban cansados de bucear en busca de escamas.
—Eso es una sorpresa —dijo Cugel, con la garganta seca.
—Cierto —dijo Bilberd—. De todos modos, uno necesita un cambio de tanto en tanto, o si no se anquilosa. Yo llevo veintitrés años ocupándome de la jardinería de Flutic y empiezo a perder interés en el trabajo. Ya es tiempo de que piense también en un nuevo trabajo, quizá en el diseño de moda, pese a los riesgos financieros.
—Una excelente idea —dijo Cugel—. Cuando sea rico, prometo adelantarte todo el capital que necesites.
—Agradezco la oferta —dijo cálidamente Bilberd—. ¡Eres un hombre generoso, Cugel!
Sonó el gong, indicando visitantes. Cugel fue a abrir, pero volvió a sentarse en su silla: dejemos que Gark o Gookin o Twango respondan a la puerta, pensó.
El gong sonó de nuevo, una y otra vez, y finalmente Cugel, por puro aburrimiento, fue a abrir.
En la puerta estaba Soldinck, con Rincz y Jornulk. El rostro de Soldinck era sombrío.
—¿Dónde está Twango? Quiero verle inmediatamente.
—Será mejor que volváis mañana —dijo Cugel—. Twango está durmiendo su siesta.
—¡No importa! ¡Levántale, de inmediato, ya! ¡El asunto es urgente!
—Dudo que quiera veros hoy. Me ha dicho que su fatiga era extrema.
—¿Qué? —rugió Soldinck—. ¡Debería estar bailando de alegría! ¡Después de todo, tomó buenos terces de mi bolsillo y me dio a cambio cajas de lodo seco!
—Imposible —dijo Cugel—. Las precauciones fueron exactas.
—Tus teorías no me interesan —declaró Soldinck—. ¡Llévame ante Twango inmediatamente!
—No está disponible para nada que no sea importante. Os deseo buenos días. —Cugel empezó a cerrar la puerta, pero Soldinck lanzó un grito de furia, y en aquel momento Twango apareció en escena.
—¿Cuál es la razón de este salvaje grito? —quiso saber—. ¡Cugel, sabes lo sensible que soy al ruido!
—Lo sé —dijo Cugel—, pero el Maestro Soldinck parece empeñado en hacer una demostración.
Twango se volvió a Soldinck.
—¿Cuál es la dificultad? Ya hemos terminado nuestros asuntos por hoy.
Cugel no aguardó a la respuesta de Soldinck. Como había observado Bilberd, había llegado el momento de cambiar. Había perdido un buen número de buenas escamas a causa de la deshonestidad de Yelleg y Malser, pero un número superior aún le aguardaba en la choza de Bilberd, y podía contentarse con ellas.
Cugel se apresuró hacia el otro lado del edificio. Echó una ojeada al refectorio, donde Gark y Gookin trabajaban en la preparación de la cena.
Muy bien, pensó Cugel; ¡de hecho, excelente! Ahora sólo necesitaba evitar a Bilberd, tomar el saco de escamas y marcharse… Salió al jardín, pero Bilberd no estaba trabajando.
Cugel fue a la choza de Bilberd y asomó la cabeza por la puerta.
—¿Bilberd?
No hubo respuesta. El rojizo resplandor que penetraba sesgado por la puerta iluminaba con todo detalle el camastro de Bilberd. A la difusa luz, Cugel vio que la choza estaba vacía.
Echó una ojeada por encima del hombro, entró en la choza y se dirigió a la esquina donde había ocultado el saco.
La basura estaba removida. El saco había desaparecido.
De la casa llegaba el sonido de voces. Twango estaba gritando:
—¡Cugel! ¿Dónde estás? ¡Ven!
Rápido y silencioso como un fantasma, Cugel se deslizó fuera de la choza de Bilberd y se ocultó en un cercano matorral de juníperos. Deslizándose de sombra en sombra, rodeó la casa y salió a la carretera. Miró a derecha e izquierda; luego, al no descubrir ninguna amenaza, echó a andar a largas zancadas hacia el oeste. A través del bosque y cruzando la colina, hasta llegar finalmente a Saskervoy.
Dos días más tarde, mientras recorría la explanada, Cugel observó la antigua taberna conocida como «El basilisco de hierro». Mientras se acercaba, la puerta se abrió y dos hombres salieron tambaleándose a la calle: uno enorme, con rizos rubios y una pesada mandíbula; el otro delgado, con mejillas hundidas, pelo negro y nariz de halcón. Ambos llevaban ropas caras, sombreros de altura desmesurada, cinturones de satén rojo y botas de piel fina.
Cugel miró una vez, luego otra, y reconoció a Yelleg y Malser. Cada uno llevaba al coleto una botella de vino, y posiblemente dos. Yelleg cantaba una balada marinera y Malser coreaba: «¡Tira la lira, nos hemos marchado de las tierras donde crecen las margaritas!». Preocupados con el ritmo exacto de su música, ambos pasaron junto a Cugel sin mirar a derecha ni izquierda, y siguieron por la explanada en dirección a otra taberna, «La estrella del norte».
Cugel empezó a seguirles, luego retrocedió ante el sonido de ruedas que se acercaban. Un espléndido carruaje, tirado por un par de briosos percherones, pasó frente a él y siguió su camino por la explanada. El conductor llevaba un traje de terciopelo negro con hombreras plateadas y un amplio sombrero con una cimbreante pluma negra; a su lado se sentaba una opulenta dama con un traje naranja. Con dificultad pudo identificar Cugel al conductor como Bilberd, el antiguo jardinero de Flutic.
Cugel murmuró para sí mismo:
—La nueva carrera de Bilberd, que me ofrecí generosamente a financiar, me ha costado más de lo que esperaba.
A primera hora de la mañana siguiente, Cugel abandonó Saskervoy por la carretera del este. Cruzó las colinas y llegó a la costa de Shanglestone.
Cerca, las excéntricas torres de Flutic se alzaban a la luz del sol matutino, nítidas contra la oscuridad septentrional.
Cugel se acercó a la propiedad por un camino retorcido, manteniéndose oculto en matorrales y arbustos, deteniéndose a menudo para escuchar. No oyó nada; el aire tenía una apariencia lúgubre y desolada.
Cugel rodeó cautelosamente el lugar. Llegó a la vista de la charca. En mitad de ella, Twango estaba sentado en la artesa, los hombros hundidos y el cuello abatido.
Mientras Cugel observaba, Twango tiró de una cuerda; de las profundidades surgió Gark con un pequeño cubo de lodo, que Twango vació en la tina.
Twango devolvió el cubo vacío a Gark, que lanzó un sonido charloteante y se sumergió de nuevo en las profundidades. Twango tiró de una segunda cuerda y extrajo a Gookin con otro cubo.
Cugel retrocedió hasta el arbusto de hojas azul oscuro. Cavó y, utilizando un doblez de su ropa para proteger su mano, recuperó la «Estallido Pectoral de Luz».
Cugel fue a echar una última mirada a la charca. La tina estaba llena. Gark y Gookin, dos pequeñas figuras embadurnadas de lodo, estaban sentadas a los dos extremos de la artesa, mientras Twango tiraba de la cuerda encima de su cabeza. Cugel observó unos instantes, luego se dio la vuelta y emprendió el camino de regreso a Saskervoy.
Cuando el Maestro Soldinck regresó a Flutic en busca de las escamas que le faltaban, Cugel decidió no tomar parte en la investigación. Partió inmediatamente de Flutic por un camino tortuoso y se encaminó hacia el oeste a la ciudad de Saskervoy.
Tras un tiempo, Cugel se detuvo para recuperar el aliento. Se sentía amargado. Por culpa del doblez de sus subalternos, ahora no tenía una valiosa colección de escamas, sino tan sólo un puñado de ordinarias y una única «especial» digna de atención: la «Astrágalo Malar».
La más preciosa de todas las escamas, la «Estallido Pectoral de Luz», estaba escondida en el jardín de atrás de Flutic, pero Cugel esperaba recuperarla, aunque tan sólo fuera porque Iucounu, el Mago Reidor, la deseaba.
Cugel siguió de nuevo su camino: a través de un húmedo bosque de robles, tejos, mernaches y goblins. La débil y rojiza luz del sol penetraba por entre el follaje y las sombras, por algún truco de la percepción, parecían manchadas de azul oscuro.
Cugel mantuvo una cautelosa vigilancia a ambos lados, como era prudente en aquellos tiempos crepusculares. Vio muchas cosas extrañas y a veces hermosas: blancas florescencias se alzaban a respetable altura sobre delgados y cimbreantes tallos por encima de densas acumulaciones de bajas y planas hojas; castillos encantados de hongos crecían en los terraplenes, terrazas y oteros de los semipodridos tocones; los helechos se alternaban negros y naranjas. En una ocasión, indistinto a una distancia de un centenar de metros, Cugel creyó ver una forma parecida a un hombre alto vestido con un justillo lavanda. Cugel no llevaba ningún arma, y respiró con más tranquilidad cuando el camino, ascendiendo una colina, surgió a la vespertina luz.
En aquel momento oyó el sonido del carro de Soldinck que regresaba de Flutic. Se apartó del camino y aguardó a la sombra de una roca. El carro pasó por su lado, y la hosca expresión de Soldinck era un signo convincente de que su charla con Twango no había dado el resultado que esperaba.
El sonido del carro se perdió en la distancia, y Cugel reanudó su marcha. El camino cruzaba una ventosa cresta, descendía una ladera en sinuosas curvas, y finalmente, bordeando un peñasco, le permitió a Cugel tener una visión de Saskervoy.
Cugel había esperado hallar apenas algo más que un poblado; Saskervoy superó sus expectativas, tanto en tamaño como en su aura de antigua respetabilidad. Las altas y estrechas casas se alineaban una junto a otra a lo largo de las calles, con las piedras de su estructura corroída por siglos de líquenes, humo y nieblas marinas. Las ventanas relucían y los adornos de cobre parecían parpadear a la rojiza luz del sol; así era el camino hasta Saskervoy.
Cugel siguió camino abajo hasta la ciudad y se encaminó al puerto. Evidentemente, los extranjeros eran una novedad para la gente de Saskervoy. Al acercarse Cugel, todos se paraban para mirarle, y no pocos cruzaban apresuradamente la calle. A los ojos de Cugel parecían gente de costumbres tradicionales, y quizá conservadoras. Los hombres llevaban chaquetas de frac con pantalones voluminosos y zapatos negros de retorcida punta, mientras que las mujeres, con sus ropas informes bajo sus sombreros redondos hundidos hasta los ojos, parecían bolas de masa de pan.
Cugel llegó a una plaza junto al puerto. En el muelle había anclados varios barcos de buenas proporciones, y uno de ellos podía estar preparándose para zarpar hacia el sur, quizá hasta Almery. Cugel fue a sentarse en un banco. Examinó el contenido de su bolsa, descubrió dieciséis «ordinarias», dos «especiales» de escaso valor y la «Astrágalo Malar». Según los estándares de pago de Soldinck, las escamas podían o no podían cubrir el coste de un viaje marítimo.
Casi directamente al otro lado de la plaza, Cugel observó un cartel clavado a la parte frontal de un imponente edificio de piedra.
SOLDINCK Y MERCANTIDES
Exportadores e importadores
de productos de calidad
CONSIGNATARIOS
Cugel consideró toda una serie de estrategias, cada una de ellas más sutil que la anterior. Todas tropezaban con una cruda y básica realidad: si quería alojarse en algún sitio, tenía que vender algunas escamas para pagar la cuenta.
La tarde declinaba. Cugel se puso en pie. Cruzó la plaza y entró en las oficinas de Soldinck y Mercantides.
El lugar respiraba dignidad y tradición; junto con el olor a barniz y madera noble, el olor agridulce del decoro flotaba en el aire. Cruzó el silencio de una sala de alto techo y se acercó a un mostrador de pulido mármol marrón. Al otro lado se sentaba un viejo empleado con el ceño fruncido sobre un enorme libro e ignorando la presencia de Cugel.
Cugel tabaleó perentoriamente en el mostrador.
—¡Un momento! ¡Paciencia, por favor! —dijo el empleado, y siguió con su trabajo, pese al segundo e irritado tabaleo de Cugel.
Finalmente, forzado a doblegarse a las circunstancias, Cugel decidió aguardar a la conveniencia del empleado.
La puerta exterior se abrió; entró un hombre de aproximadamente la misma edad de Cugel, con un sombrero de alta copa de fieltro marrón y un arrugado traje de terciopelo azul. Su rostro era redondo y plácido; mechones de pajizo pelo asomaban como gavillas por debajo del sombrero. Su barriga hacía presión contra la parte frontal de su chaqueta, y las amplias posaderas eran sostenidas por un par de delgadas y arqueadas piernas.
El recién llegado avanzó hacia el mostrador; el empleado saltó rápidamente en pie.
—¿En qué puedo serviros, señor?
Cugel avanzó un paso, irritado, y alzó un dedo.
—¡Un momento! ¡Aún no te has ocupado de mi asunto!
Los otros dos hombres no le prestaron atención. El recién llegado dijo:
—Me llamo Bunderwal, y deseo ver a Soldinck.
—¡Por aquí, señor! Me alegra decir que Soldinck no está ocupado en este momento.
Los dos salieron de la habitación, mientras Cugel hervía de impaciencia.
El empleado regresó. Se encaminó a su escritorio, entonces pareció darse cuenta de la presencia de Cugel.
—¿Deseáis algo?
—Yo también necesito hablar algunas palabras con Soldinck —dijo Cugel altaneramente—. Tus métodos son incorrectos, amigo. Puesto que yo entré aquí antes, hubieras debido ocuparte primero de mis asuntos.
El empleado parpadeó.
—Debo decir que vuestras palabras no carecen de una cierta simplicidad inocente. ¿Qué deseáis hablar con Soldinck?
—Quiero concertar un pasaje a Almery, por el medio más rápido y confortable.
El empleado fue a estudiar un mapa en la pared.
—No veo mención alguna de ese lugar.
—Almery se halla un poco más abajo del borde inferior del mapa.