Read La sanguijuela de mi niña Online

Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (12 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
7.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Abrió la puerta y comenzó a subir la escalera.

—Este sitio tiene una energía increíble —dijo sin mirar atrás—. A mí me encantaría vivir aquí, pero tendría que vender mi casa en los Heights y ahora mismo el mercado está a la baja.

Tommy subía los escalones arrastrando la maleta.

—¿Pinta usted, señor Flood?

—Soy escritor.

—¡Ah, escritor! Yo también escribo un poco. Algún fin de semana me gustaría escribir un libro, si tengo tiempo. Algo sobre la mutilación genital femenina, creo. O quizá sobre el matrimonio. Pero qué diferencia hay, ¿no le parece? —Se detuvo en un descansillo en lo alto de la escalera y metió la llave en otra puerta de emergencia.

—Aquí es. —Abrió la puerta y le hizo señas de que entrara—. Una bonita zona de trabajo y un dormitorio al fondo. Hay dos escultores que trabajan abajo y un pintor

en la puerta de al lado. Un escritor redondearía estupendamente el edificio. ¿Qué opina usted de la ablación femenina, señor Flood?

Tommy seguía tres temas por detrás de ella, así que se quedó en el descansillo mientras su cerebro intentaba alcanzarla. Por personas como Alicia había hecho Dios el descafeinado.

—Opino que todo el mundo tiene que tener un hobby —dijo, dando un palo de ciego.

Alicia se encasquilló como una ametralladora recalentada. Pareció mirarlo por primera vez y no le gustó lo que vio.

—¿Es usted consciente de que necesitaremos una fianza importante, en caso de que se acepte su solicitud?

—Muy bien —dijo Tommy. Entró en el loft, dejándola clavada en el descansillo.

El loft era más o menos del tamaño de una cancha de balonmano. Tenía una cocina con isleta en el medio y una pared de ventanas corridas, del suelo al techo. En la zona diáfana, junto a la cocina, había una alfombra vieja, un futón y una mesa baja de plástico. La pared del fondo estaba forrada de estanterías vacías, que solo interrumpía la puerta de entrada al dormitorio.

Fueron las estanterías. Tommy deseó enseguida vivir allí. Se las imaginaba llenas de libros de Kerouac, de Kesey, de Hammett, de Ginsberg, de Twain, de London, de Bierce, de todos los escritores que habían vivido y escrito en la ciudad. Una balda estaría dedicada a los libros que iba a escribir: los lomos estarían en treinta idiomas. En esa estantería habría un busto de Beethoven. En realidad no le gustaba Beethoven, pero creía que debía tener un busto suyo.

Resistió las ganas de gritar «¡Me lo quedo!».

El dinero era de Jody. Tenía que comprobar si el dormitorio tenía ventanas. Abrió la puerta y entró. La habitación estaba oscura como una cueva. Apretó el interruptor y se encendieron los focos que había a lo largo de una pared. En el suelo había un somier de muelles y un colchón viejo. Las paredes eran de ladrillo visto. No había ventanas.

Cruzando otra puerta había un cuarto de baño con un lavabo montado al aire y una enorme bañera con patas de garra, manchada de óxido y pintura. Tampoco allí había ventanas. Tommy estaba tan emocionado que pensó que iba a hacerse pis.

Salió corriendo a la zona de estar, donde Alicia esperaba con la mano sobre la cadera. Mentalmente, lo había arrojado ya a la casilla de la barbarie machista que había hecho para él.

—Me lo quedo —dijo Tommy.

—Tendrá que rellenar un...

—Le doy cuatro mil dólares en metálico ahora mismo. —Se sacó el fajo de billetes del pantalón.

—¿Cuántas llaves va a necesitar?

Dos perdidos no hacen un hallazgo

La conciencia se encendió como una bombilla de dolor: un malestar sordo en la cabeza, punzadas en las rodillas y el mentón. Estaba tirada en la ducha. El agua seguía corriendo: llevaba corriendo encima de ella todo el día. Salió de la ducha a gatas y sacó unas toallas de la repisa.

Se sentó en el suelo del baño y se secó, restregándose con la felpa áspera. Notaba la piel reblandecida, casi en carne viva. Después de catorce horas chupando vapor, las toallas estaban húmedas. El techo goteaba y el agua de condensación corría por las paredes. Se agarró al lavabo y se puso de pie; luego abrió la puerta y cruzó tambaleándose la habitación hasta que llegó a la cama.

Ten cuidado con lo que deseas, se dijo. Se acordó de su fastidio por despertarse un poco demasiado alerta, por salir del sueño como un tiro. No había pensado que pudiera dormirse igual de rápido. Debía de estar en la ducha cuando salió el sol y se había caído al suelo, y allí se había quedado todo el día.

Se sentó en la cama y se tocó la barbilla con cuidado. Sintió una punzada de dolor en la mandíbula. Debía de haberse golpeado con la repisa del jabón al caer. También tenía las rodillas magulladas.

¿Magulladas? Algo iba mal. Se levantó de un salto y se acercó a la cómoda. Encendió la luz y se inclinó hacia el espejo. Luego dio un grito. Tenía en la barbilla un moratón con aureola amarilla. Su pelo era una maraña indescriptible y tenía una pequeña calva donde el agua de la ducha había desgastado su cuero cabelludo.

Retrocedió y se sentó en la cama, perpleja. Algo iba mal, algo iba fatal y no solo por sus heridas. Era la luz. ¿Por qué había encendido la luz? La noche anterior habría podido verse en el espejo con la luz que entraba por debajo de la puerta del baño. Pero no era solo eso. Era una tirantez en la boca, una presión, como cuando de pequeña le pusieron aparato por primera vez.

Se pasó la lengua por los dientes y notó las puntas que asomaban por su paladar, justo detrás de los colmillos.

Pensó: Me estoy viniendo abajo por falta de... No podía ni pensarlo. Y esto va a ser cada vez peor. Mucho peor.

Notaba ya el hambre no en el estómago, sino en todo el cuerpo, como si sus venas fueran a hundirse sobre sí mismas. Y notaba una tensión en los músculos (como si alguien estuviera tensando cuerdas de piano dentro de su cuerpo) que aceleraba sus movimientos y hacía que se sintiera como si fuera a saltar por la ventana en cualquier momento.

Tengo que calmarme. Cálmate. Cálmate. Cálmate.

Se repitió aquel mantra mientras se levantaba y se acercaba al teléfono. Pareció costarle un gran esfuerzo pulsar el cero y esperar a que el recepcionista contestara.

—Hola, aquí la habitación dos diez. ¿Hay un tipo esperándome en el vestíbulo? Sí, ese es. ¿Le importaría decirle que bajo dentro de unos minutos?

Colgó el teléfono y se fue al cuarto de baño. Cerró la ducha y limpió el espejo. Se miró y contuvo las ganas de echarse a llorar.

Vaya plan, pensó. Volvió la cabeza y se miró la calva. Era tan pequeña que podía tapársela con un poco de pelo y un par de horquillas. Pero el moratón de la barbilla tendría que explicarlo de algún modo.

Empezó a pasarse los dedos por el pelo para facilitar el desenredado preliminar y tuvo que controlar la rigidez de sus brazos, que parecía aumentar por momentos. Una enorme polilla entró zumbando en el cuarto de baño y se acercó a la luz que había sobre el espejo. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que hacía, Jody la cogió en el aire y se la comió.

Se quedó mirando su reflejo, horrorizada por aquella pelirroja desconocida que acababa de comerse una polilla. Pero un calorcillo parecido al de un buen coñac empezó a recorrer su cuerpo. El cardenal de la barbilla se difuminó ante sus ojos.

Lo primero que vio cuando dobló la esquina del vestíbulo fue la sonrisa de Tommy.

—Qué bien —dijo él—. Vas vestida para la mudanza. Me gusta cómo te queda el pelo recogido.

Jody sonrió y se quedó parada delante de él, avergonzada, pensando que debía saludarlo con un abrazo, pero que le daba miedo acercarse demasiado a él. Notaba su olor y olía a comida.

—¿Has encontrado un sitio?

—Un loft increíble al sur de Market. Y hasta está amueblado. —Parecía a punto de estallar de emoción—. Me he gastado todo el dinero. Espero que no te importe.

—No, qué va —dijo Jody. Solo quería quedarse con él a solas.

—Recoge tus cosas —dijo él—. Quiero enseñártelo.

Jody asintió con la cabeza.

—Solo tardo un minuto. Dile al recepcionista que llame a un taxi;

Se volvió para marcharse. Tommy la agarró del brazo.

—Oye, ¿estás bien?

Ella le indicó que se acercara para poder susurrarle al oído.

—Te deseo tanto que casi no puedo contenerme.

Se apartó y subió corriendo las escaleras hasta su habitación. Recogió las pocas pertenencias que tenía y se miró al espejo una última vez. Llevaba vaqueros y la blusa de cambray de la noche anterior. Se desabrochó la blusa y se quitó el sujetador como si escapara de una camisa de fuerza; después volvió a abrocharse la blusa hasta la mitad. Metió el sujetador en su bolsa de viaje y cerró la puerta de la habitación por última vez.

Cuando volvió al vestíbulo, Tommy estaba esperándola junto a un taxi azul de la compañía De Soto. Le abrió la puerta, montó y dio la dirección al taxista.

—Te va a encantar —le dijo a Jody—. Sé que te va a encantar.

Jody se arrimó a él y agarró con fuerza su brazo, embutiéndolo entre sus pechos.

—Me muero de ganas —dijo. Una vocecilla en su cabeza preguntó: ¿Qué estás haciendo?¿Qué vas a hacer con él? Era tan débil y extraña que podría haber sido la voz de alguien que estuviera en la calle.

Tommy se apartó de ella, hurgó en el bolsillo de sus vaqueros y sacó un sobre.

—Aquí tienes tu cheque. No lo he abierto.

Ella lo cogió, lo guardó en su bolsa y volvió a acercarse a él.

Tommy se pegó a la puerta y señaló con la cabeza al taxista, que los miraba por el retrovisor.

—Olvídate de él —susurró Jody. Le lamió el cuello y se estremeció al notar el sabor y el calor de su carne.

—No he podido sacar tu coche del depósito. Tiene que ir el dueño.

—No importa —dijo ella mientras frotaba la nariz bajo su mandíbula.

El taxi se detuvo y el conductor se volvió hacia ellos.

—Seis diez —dijo.

Jody lanzó un billete de veinte por encima del asiento, alargó el brazo, abrió la puerta y salió de cabeza, arrastrando a Tommy tras ella.

—¿Dónde es?

Tommy tuvo el tiempo justo de señalar la puerta antes de que Jody lo empujara contra ella. Mientras la abría, Jody se pegó a su espalda; luego pasó corriendo a su lado y lo arrastró escaleras arriba.

—Te hace ilusión, ¿eh? —preguntó él.

—Es genial. —Se paró ante la puerta de emergencia de lo alto de la escalera—. Abre —ordenó.

Tommy abrió la puerta y la empujó.

—¡Aquí es!

Ella entró, lo agarró de la camisa y tiró de él.

—Mira todas esas estanterías —dijo Tommy.

Ella le desgarró la camisa y lo besó con fuerza.

Tommy se paró un momento a tomar aire y dijo:

—El dormitorio no tiene ventanas, como tú querías.

—¿Dónde está? —preguntó ella.

Tommy señaló la puerta abierta y ella le hizo pasar de un empujón. Cayó de boca sobre el colchón desnudo. Jody le dio la vuelta, enganchó la cintura de sus vaqueros y se los rajó.

—Entonces ¿te gusta? —preguntó él.

Jody se desgarró la camisa y sujetó a Tommy a la cama apoyándole una mano en el pecho mientras con la otra se quitaba los vaqueros. Se subió encima de él y silenció su siguiente pregunta con un beso.

Tommy captó por fin el mensaje y le devolvió el beso intentando emular su ansia. Luego no le hizo falta intentarlo. Jody se apartó de su boca desenfundando los colmillos. Tommy gimió y ella guió su miembro dentro de su cuerpo. Jody soltó un gruñido que le salió de dentro del pecho, echó la cabeza de Tommy hacia un lado y lo mordió en el cuello.

—¡Ay! —gritó él. Ella lo sujetó y siguió gruñendo, pegada a su cuello.

El movimiento de sus cuerpos levantaba el polvo del colchón viejo y lo removía en el aire.

—¡Ay, Dios! —gritó Tommy, clavándole los dedos en el trasero. Jody le contestó con un grito gatuno mientras se corría; luego cayó sobre su pecho y lamió las gotas de sangre que brotaban de los orificios de su cuello.

Se retorció y se estremeció mientras él jadeaba «ay, Dios» una y otra vez. Un par de minutos después, Jody se apartó de él y se quedó tumbada en la cama, sintiendo cómo el cálido alimento recorría su cuerpo.

Tommy se frotó el cuello.

—Ha sido genial —dijo—. Increíble. Eres...

Jody se dio la vuelta.

—Tommy, tengo que decirte una cosa.

—Eres preciosa —dijo él.

Jody le sonrió. Se le había pasado el ansia y se sentía culpable. Podría haberlo matado, pensó.

Tommy alargó la mano y le tocó los labios.

—¿Qué tienes en los dientes? ¿Te has hecho daño?

—Es sangre, Tommy. Sangre tuya.

El se tocó otra vez el cuello, que estaba completamente curado.

—¿Mía?

—Nunca había hecho una cosa así, Tommy. Yo antes no era así.

—Yo tampoco. ¡Ha sido genial!

—Soy una vampira.

—No pasa nada —dijo Tommy—. Una vez, una chica del instituto me hizo un chupetón que me cubría todo el lado del cuello.

—No, Tommy. Soy una vampira de verdad. —Lo miró a los ojos y no sonrió, ni apartó la mirada. Esperó.

—No me tomes el pelo, ¿vale? —dijo él.

—Tommy, ¿alguna vez habías visto a alguien rajar unos vaqueros así?

—Ha sido atracción animal, ¿no?

Jody se levantó, se acercó a la puerta del cuarto de baño y la cerró para que no entrara la luz del cuarto de estar.

—¿Ves algo?

—No —contestó él.

—Levanta unos cuantos dedos. No me digas cuántos.

Obedeció. —Tres —dijo Jody—. Inténtalo otra vez.

El volvió a hacerlo.

—Siete.

—Jopé —dijo él—. ¿Tienes poderes paranormales?

Ella abrió la puerta. Entró la luz.

—Tienes un cuerpo increíble —dijo Tommy.

—Gracias. Tengo que perder dos kilos.

—Vamos a hacerlo otra vez, pero ahora sin zapatos.

—Tommy, tienes que escucharme. Es importante. No es broma. Soy una vampira.

—Venga, Jody, ven aquí. Yo te quito los zapatos.

Jody miró el techo. Allá arriba, a seis metros de altura, había vigas de acero vistas.

—Fíjate. —Saltó hacia arriba, se agarró a una viga y se quedó allí colgada—. ¿Ves?

—Jopé —dijo Tommy.

—¿Tienes un libro por ahí?

—En la maleta.

—Ve a buscarlo.

—Ten cuidado. Podrías caerte.

—Coge el libro, Tommy.

Tommy miró hacia arriba al pasar bajo ella y entró en el cuarto de estar. Volvió con un libro de Kerouac.

BOOK: La sanguijuela de mi niña
7.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dance of the Stones by Andrea Spalding
Louis L'Amour by The Warrior's Path
A Turn of Curses by Melanie Nilles
Mad Dog by Dandi Daley Mackall
1.4 by Mike A. Lancaster
The Doctor's Daughter by Hilma Wolitzer
The Quartered Sea by Tanya Huff