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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (13 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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—¿Y ahora qué? Baja de ahí. Me estás poniendo nervioso.

—Cierra la puerta y abre el libro.

El cerró la puerta y la habitación volvió a quedar a oscuras. Jody leyó media página en voz alta antes de que volviera a abrirla.

—Jopé —dijo Tommy.

Ella soltó la viga y cayó al suelo. Tommy se apartó de ella y se sentó en la cama.

—Si quieres irte, lo entiendo —dijo Jody.

—Cuando hemos hecho el amor... estabas fría por dentro.

—Mira, no quería hacerte daño.

Los ojos de Tommy se agrandaron.

—Eres una vampira de verdad, ¿no?

—Lo siento. Necesitaba ayuda. Necesitaba a alguien.

—Eres una vampira de verdad. —Esta vez lo dijo en tono de afirmación.

—Sí, Tommy. Lo soy.

Tommy se paró a pensar un segundo. Luego dijo:

—Es la cosa más guay que he oído nunca. Vamos a hacerlo descalzos.

SEGUNDA PARTE
Haciendo el nido
Lección de lametazos

Se quitaron los zapatos y volvieron a hacerlo. Como era la segunda vez estaban menos ansiosos e intentaron impresionarse mutuamente con sus respectivos repertorios de trucos de colchón. Jody procuró que no se le notara que tenía mucha experiencia y Tommy recurrió a todas sus lecturas, desde el Penthouse al National Geographic, para no parecer demasiado candoroso mientras intentaba contener las ganas de gritar «¡Jopé!» cada vez que Jody hacía un movimiento. Los dos pensaron demasiado y acabaron pensando: Bueno, ha estado bastante bien. Los colmillos de Jody permanecieron bien envainados tras sus caninos.

—¿Qué es lo que has gritado al final? —preguntó ella.

—Un grito de amor bantú. Creo que se traduce como: «Oh, nena, sácale brillo al plato de mi labio».

—Qué interesante —dijo Jody.

Se quedaron allí tumbados un rato, sin hablar. Se sentían cómodos y un poco avergonzados. La intimidad física que compartían no tenía ecos sentimentales. Eran dos desconocidos.

Tommy tenía la impresión de que debía confesarle algo personal, algo que compensara la pasmosa confianza que Jody había depositado en él al contarle su secreto. Al mismo tiempo tenía curiosidad y un poco de miedo. No era como si Jody le hubiera enseñado un tatuaje escondido. Era una vampira. ¿Cómo igualar eso? ¿Cómo clasificarlo? Dentro de «Aventura», pensó Tommy. Yo quería una aventura y aquí está.

—Tommy —dijo ella sin mirarlo, hablando hacia el techo—. Lo entenderé si no quieres quedarte, pero me gustaría que te quedaras.

—Nunca he vivido con nadie. Todo esto es nuevo para mí. Quiero decir que seguramente tú tienes mucha más experiencia que yo en estas cosas.

—Bueno, no exactamente así, pero he vivido con unos cuantos tíos.

—¿Con unos cuantos?

—Con diez, creo. Pero no en estas circunstancias.

—¿Con diez? Debes de ser muy vieja. No te lo tomes a mal. Quiero decir que sabía que eras más mayor que yo, pero pensaba que solo un par de años. No siglos.

Ella se dio la vuelta y lo miró a los ojos.

—Tengo veintiséis años.

—Sí, ya, parece que tienes veintiséis. Pero seguro que llevas así muchos más. Seguro que tienes fotos con Abraham Lincoln y esas cosas, ¿a que sí?

—No, tengo veintiséis. Tengo veintiséis desde hace unos seis meses.

—Pero ¿cuánto tiempo...? O sea... ¿Naciste...?

—Hace cuatro días que soy una vampira.

—Entonces tienes veintiséis.

—Eso te estaba diciendo.

—¿Y has vivido con diez tíos?

Ella se bajó de la cama y empezó a recoger su ropa.

—Mira, no tengo mucho criterio para elegir pareja, ¿vale?

Tommy se apartó de ella.

—Vaya, muchísimas gracias.

—No me refería a ti. Quería decir antes.

El se sentó al borde de la cama y bajó la cabeza.

—Me siento utilizado.

—¿Utilizado? —Jody cruzó la cama de un salto y se puso de pie delante de él—. ¿Utilizado? —Le puso un dedo bajo la barbilla y le levantó la cara para que la mirara—. Te he confiado mi mayor secreto. Te he ofrecido compartir mi vida contigo.

—Como si fuera un privilegio exclusivo. —Se apartó de ella y volvió a hacer mohines.

Jody recogió un zapato del suelo y se dispuso a darle con él, pero entonces se acordó de lo que le había hecho a Kurt y lo soltó.

—¿Por qué te pones tan idiota?

—¡Te has bebido mi sangre!

—Bueno, sí, lo siento.

—Ni siquiera me has preguntado.

—Y tú tampoco te has quejado.

—Creía que era una cosa sexual.

—Y lo era.

—¿Ah, sí? —Tommy dejó de hacer mohines y la miró—. ¿Eso te excita?

Jody pensó: ¿Por qué los hombres nunca están preparados para la radiación tóxica de después de hacer el amor? ¿Por qué no pueden pasarla sin convertirse en quejicas distantes o en capullos agresivos? No entienden que hacerse mimos después no tiene nada que ver con ponerse ñoños; es solo el modo más inteligente de superar la depresión poscoito.

—Tommy, he tenido un orgasmo tan fuerte que se me ha puesto la piel de gallina. Ningún hombre había hecho que me sintiera así.

—¿Cuántas veces habré dicho eso?, se preguntó.

—¿Sí?

Ella asintió con la cabeza.

El sonrió, muy orgulloso de sí mismo.

—Vamos a hacerlo otra vez.

—No, tenemos que hablar.

—Vale. Pero luego...

—Vístete.

Tommy salió correteando de la habitación para sacar unos vaqueros limpios de su maleta. Mientras se vestía, las infinitas posibilidades de la vida desfilaron por su cabeza. Hacía solo una semana se enfrentaba a la perspectiva de pasarse la vida en una ciudad industrial: tendría un trabajo con convenio colectivo, una serie de Fords comprados a plazos, una hipoteca, demasiados hijos y una mujer que se pondría gorda. Había cierta nobleza en asumir responsabilidades y criar una familia, claro. En procurar que no les faltara de nada. Pero cuando el día que cumplió dieciocho años su padre le dijo que tenía que empezar a pensar en su jubilación, Tommy notó que el futuro lo estrujaba como una anaconda. Su padre le había dejado claro que no había dinero para mandarlo a la universidad, así que, después de ir a la ciudad y morirse de hambre, podía volver a casa, buscarse un empleo en la fábrica y dedicarse a ser un adulto. Pero ahora no. Ahora era un urbanita, formaba parte del mundo; estaba enrollado con una mujer vampiro y el peligro de vivir una vida normal y aburrida se había disipado por completo. Sabía que debía estar asustado, pero estaba tan eufórico que no podía pararse a pensar en eso.

Se puso los vaqueros y volvió corriendo al dormitorio, donde Jody estaba vistiéndose.

—Tengo hambre —dijo—. Vamos a salir a comprar algo de comer.

—Yo no puedo comer —dijo ella.

—¿Nada?

—No, que yo sepa. Ni siquiera puedo tragar un vaso de agua.

—¡Uau! ¿Tienes que tomar sangre todos los días?

—Creo que no.

—¿Y tiene que ser...? Quiero decir que si puedes usar animales o si tienen que ser personas.

Jody se acordó de la polilla que se había comido y tuvo la sensación de acabar de beberse un cóctel hecho con dos partes de vergüenza, cinco de asco y una pizca de náuseas.

—No sé, Tommy. No me han dado un libro de instrucciones.

El iba dando botes por la habitación como un niño hiperactivo.

—¿Cómo fue? ¿Le vendiste tu alma a Satán? ¿Voy a convertirme en un vampiro? ¿Formas parte de un aquelarre o algo así?

Jody se volvió bruscamente hacia él.

—Mira, no lo sé. No sé nada. Deja que me vista y nos vamos a que comas algo. Luego te lo explico, ¿vale?

—Bueno, no hace falta que me arranques la cabeza.

—Puede que lo haga —gruñó ella, y le sorprendió la acidez de su voz.

Tommy se apartó de ella con los ojos llenos de miedo. Jody se sintió fatal. ¿Por qué he dicho eso? Aquello estaba pasando demasiado a menudo, aquella pérdida de control: enseñarle la mano quemada al mendigo del autobús, dejar fuera de juego a Kurt, comerse la polilla y ahora amenazar a Tommy. Pero no parecía haber hecho ninguna de esas cosas por elección. Era como si el vampirismo conllevara un síndrome premenstrual indoloro, pero viperino.

—Lo siento, Tommy. Esto está siendo muy duro.

—No pasa nada. —Recogió los vaqueros que ella había destrozado y empezó a vaciar los bolsillos—. Supongo que están para tirar. —Sacó la tarjeta que le había dado el encargado del hotel—. Oye, se me ha olvidado decírtelo. Este poli quiere hablar contigo.

Jody, que estaba atándose los zapatos, se paró de pronto.

—¿Un poli?

—Sí. Anoche mataron a una señora en el hostal. Esta mañana, cuando llegué, había un montón de policías. Querían hablar con toda la gente que se alojaba en el hostal.

—¿Cómo la mataron, Tommy? ¿Lo sabes?

—Alguien le rompió el cuello y... —Se detuvo y la miró al tiempo que retrocedía hacia el cuarto de baño.

—¿Qué? —preguntó ella—. ¿Le rompieron el cuello y qué más?

—Había perdido mucha sangre —murmuró él—. Pero no tenía heridas. —De pronto entró en el baño y cerró la puerta.

Jody oyó que echaba el cerrojo.

—Yo no la maté, Tommy.

—Vale, no pasa nada —dijo él.

—Abre la puerta. Por favor.

—No puedo, estoy haciendo pis. —Abrió el grifo.

—Sal, Tommy, no voy a hacerte daño. Vamos a comprar algo de comer para ti y te lo explico.

—Vete tú —dijo él—. Ya te alcanzaré. Vaya, sí que tenía ganas de hacer pis. Debe de ser por todo el café que he bebido hoy.

—Tommy, te juro que no sabía nada de eso hasta que me lo has contado.

—Anda, mira —dijo él a través de la puerta—. Acabo de encontrar el crucifijo que perdí la semana pasada. ¿Y esto qué es? Mi frasquito de agua bendita.

—Vale ya, Tommy. No voy a hacerte daño. No quiero hacerle daño a nadie.

—Anda, y mi guirnalda de ajo. Me preguntaba dónde la había puesto.

Jody agarró el pomo de la puerta y tiró. La jamba se rajó y se quedó con la puerta en la mano. Tommy se tiró a la bañera de cabeza y se asomó por su borde.

—Vamos a comprarte algo de comer —dijo ella—. Tenemos que hablar.

Tommy se levantó despacio, listo para lanzarse por el desagüe si Jody hacía algún movimiento. Ella retrocedió.

El miró el marco destrozado de la puerta.

—Ya nos hemos quedado sin la fianza. Lo sabes, ¿no?

Jody arrojó la puerta a un lado y le tendió la mano para ayudarlo a salir de la bañera.

—¿Me dejas que te invite a unas patatas fritas? Me apetece mucho verte comer patatas fritas.

—Qué cosa más rara, Jody.

—¿Comparada con qué?

Fueron andando hasta la calle Market, donde, incluso a las diez de la noche, las aceras estaban atestadas de mendigos, buscavidas y grupos de podólogos que, escapados del Centro de Convenciones Moscone, habían invadido el centro de la ciudad en busca de hamburguesas, cerveza y pizza. Jody observaba la estela de calor que dejaban los viandantes mientras Tommy repartía monedas como un angelical controlador de parquímetros que intentara redimirse después de pasarse la vida poniendo multas de poca monta.

Tommy dejó caer un cuarto de dólar en la palma del mitón de una mujer que se hacía pasar por robot, pero que parecía más bien un trasgo hecho con detritus de alcantarilla. Jody notó que la mujer tenía un aura negra como la del hombre del autobús; sintió el olor de la enfermedad y la crudeza de las heridas abiertas y estuvo a punto de apartar a Tommy de un tirón.

Unos pasos más allá le dijo:

—No tienes que darles dinero a todos solo porque lo pidan, ¿sabes?

—Sí, ya lo sé, pero si les doy dinero no veo sus caras cuando estoy a punto de quedarme dormido.

—La verdad es que no sirve de nada. Esa mujer se lo va a gastar en vino o en drogas.

—Lo mismo haría yo, si fuera ella.

—Tienes razón —convino Jody. Lo cogió del brazo y entró en una hamburguesería llamada Sin Remordimientos: mesas de fórmica naranja, moqueta gris industrial, enormes fotografías iluminadas desde atrás en las que la comida relucía llena de grasa y familias taponándose alegremente las arterias todos a una.

—¿Este te parece bien?

—Es perfecto —dijo Tommy.

Cogieron una mesa junto al escaparate y Jody tembló mientras Tommy pedía un par de hamburguesas y una cesta de patatas fritas.

—Háblame de la mujer a la que han matado —insistió.

—Tenía un perro, un perrito gris. Los encontraron a los dos en el contenedor, al lado del hostal. Era mayor. Ya lo será siempre.

—¿Perdón?

—La gente se queda para siempre con la edad que tiene al morir. Mi hermano mayor murió de leucemia cuando yo tenía seis años. El tenía ocho. Y cuando pienso en él, tiene siempre ocho años, y aun así es mi hermano mayor. No cambia nunca, y la parte de mí que lo recuerda tampoco cambia. Así que ya ves. ¿Y tú?

—Yo no tengo hermanos.

—No, me refería a si te vas a quedar siempre igual. ¿Vas a estar siempre como ahora?

—No lo he pensado. Supongo que podría ser. Lo que sí sé es que, desde que me pasó, me curo enseguida.

La camarera llevó la comida de Tommy. El puso ketchup a las patatas y empezó a comer.

—Cuéntamelo — dijo mientras se comía un trozo de hamburguesa.

Jody empezó a hablar lentamente, sin dejar de mirar con envidia cada bocado que daba Tommy. Primero le habló de su vida antes del ataque, de que se había criado en Monterey y había dejado el colegio cuando le pareció que su vida no avanzaba lo bastante deprisa. Después le habló de su traslado a San Francisco, de sus trabajos y sus amores y de las pocas lecciones que había aprendido en la vida. Le habló de la noche del ataque con todo detalle y al hacerlo se dio cuenta de que sabía muy poco de lo ocurrido. Le dijo cómo se despertó y que su fuerza y sus sentidos habían cambiado, y fue en ese momento cuando empezaron a faltarle las palabras: no había forma de describir algunas cosas que había visto y sentido. Le habló de la llamada que recibió en el hostal y de que otro vampiro la había seguido. Cuando acabó, estaba más confusa que al empezar.

Tommy dijo:

—Entonces no eres inmortal. El que te llamó te dijo que podían matarte.

—Supongo. No parezco cambiar. Se me han borrado todas las cicatrices de cuando era pequeña y las arrugas de la cara. Y parece que el cuerpo se me ha enderezado un poco.

Tommy sonrió.

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