—Fuera Juan Carlos; no queremos reyes idiotas; impostor, Borbón al paredón.
Y también:
—¡Viva don Javier!
Aturdido, sin darse cuenta, o quizás queriendo quitar hierro al asunto, Juanito gritó también más fuerte que nadie:
—¡Viva!
Y aquí Sofía tuvo una inspiración genial. Se paró en seco, se giró hacia su marido y clavando en él una mirada severa de priora de convento, indiferente a los que los rodeaban, le reprendió:
—¡Cómo que viva don Javier! ¡Tienes que gritar viva Franco!
Nadie se dio cuenta de que en lugar de hablar en inglés, el idioma en el que se comunicaba con su marido, se lo dijo en su mal español. Así, los ayudantes que los rodeaban que, naturalmente, tenían a gala hablar solamente el idioma del imperio, pudieron transmitir sus palabras textuales al Caudillo. Concretamente se lo contó Mondéjar. Franco se mostró entusiasmado:
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—Yo ya sabía que la princesa era sumamente inteligente, me dolió lo sucedido, pero no podemos olvidar que los príncipes viven en España por deseo mío y hasta ahora su conducta es irreprochable en todo.
También se enteró de que el embajador inglés, sir George Labouchere, los había invitado a comer en la embajada para comentar aspectos mundanos de la boda de Alejandra de Kent. Y que Sofía había contestado, en español y en voz lo suficientemente alta como para que la captaran los micrófonos:
—No podemos aceptar por el momento —para dejar muy claro que una cosa eran los contactos familiares y otra olvidarse del tema de Gibraltar.
Cuando Juanito le dijo entusiasmado a Sofía:
—El Caudillo me ha llamado muy cariñoso otra vez y me ha dicho que a partir de ahora quiere verme todos los lunes.
Su mujer fingió contar los puntos del jerseicito que estaba tejiendo para su hijo, y Juanito no se dio cuenta de que se sonreía «por debajo del bigote».
En esas audiencias Franco hablaba y Juanito callaba. Vilallonga decía de él: «El príncipe es el hombre que mejor se ha callado de España».
Audiencia. Los lunes. Sí. Un par de horas.
Pero la semana tiene siete días de veinticuatro horas y no tenían nada más que hacer.
Sofía lo recordará más tarde:
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«Teníamos que estar inventándonos el trabajo cada día, no teníamos un estatus, no sabíamos muy bien quiénes éramos… no podíamos exigir ningún derecho, no sabíamos ni cuál era nuestro puesto, nuestro rango, incluso en el protocolo…». Sofía acompañaba muchas veces a su marido y se quedaba de visita con doña Carmen, la Señora, como la llamaban en España. Le pedía algún consejo sobre decoración y ropa, pero básicamente se dedicaba a escucharla. Doña Carmen abominaba de la televisión y le contaba que:
—Tuve que llamar indignada porque ayer por la noche vi como salía un anuncio de… una señorita en… ropa interior. ¡Pura pornografía! ¡He exigido que se pase a medianoche, cuando las criaturas estén dormidas, para preservar su inocencia!
También se explayaba acerca de la desgracia que las malas mujeres pueden llevar al seno de las familias honradas (en este aspecto la princesa estaba de acuerdo):
—En Estados Unidos es muy corriente; se divorcian y ya está.
¡Qué puede esperarse de un país en el que las mujeres se casan envueltas en celofán, sin nada debajo!
Aun cuando Sofía asentía a todo, en este punto estuvo a punto de atragantarse con una moskovita de chocolate y almendras que la Señora se hacía llevar expresamente de la confitería Rialto de Oviedo.
Sí, esto de moskovita no le gustaba mucho a la Señora, que rezongaba:
—Toda la vida se han llamado carbayones…
De vez en cuando aparecían los marqueses de Villaverde, bronceados por el sol, fumando, oliendo a perfumes caros, y saludaban a la princesa con una reverencia, es verdad, pero con cierto desdén burlón en la mirada. El marqués se sentaba en el brazo de una silla y movía un pie calzado con un mocasín Gucci con borlas, traído especialmente desde Italia. Su suegra lo miraba con adoración: ¡era tan guapo!, ¡y era marqués! Porque la Señora, que había enviado un anuncio de sujetador a la madrugada televisiva, se moría de gusto, porque por mucho que hablase de la inmoralidad de los Borbones, a ella le ponían un título delante y se olvidaba de inmoralidades y del lucero del alba.
Carmencita contaba con la voz adolescente que aún hoy, a los ochenta y siete años, conserva, que la noche anterior habían estado en el Tiro de Pichón:
—Los embajadores de Filipinas, que son muy amigos nuestros, han dado una fiesta benéfica…
La princesa preguntaba en su mal español:
—¿Benéfica? ¿Para quién?
Pero ya la marquesa solventaba la pregunta con un gesto de la mano:
—¡Qué más da! ¡No me acuerdo!
Al día siguiente las revistas relataban que en el desfile de varias atractivas maniquíes del modisto Pitoy en el Club de Tiro de Pichón, estas «eran correspondidas con sonrisas y requiebros por dos galantes caballeros: el marqués de Villaverde y el marqués de Cubas».
En la foto se veía a la marquesa con el peinado «cardado» que se llevaba entonces, alhajada ostentosamente con un collar de turquesas y brillantes, con pendientes, pulseras y anillos haciendo juego.
La maledicencia popular contaba que en El Pardo había habitaciones enteras llenas de cajones con joyas, cosa que años más tarde corroboró Jimmy Giménez Arnau, que entró en la familia al casarse con una hija de los marqueses, que me contó:
—No eran armarios, eran habitaciones con filas de cajones dedicados a brillantes, otros a esmeraldas, otros a rubíes, ¡era como la cueva de Alí Babá! Eso sin contar que las joyas más importantes se guardaban en el banco.
Es evidente que ni la marquesa ni su madre habían leído el Quijote, donde Sancho Panza abandona el gobierno de la Ínsula de Barataria proclamando: «Saliendo desnudo como salgo, no es menester otra señal para dar a entender que he gobernado como un ángel».
Claro que a Juanito no le iba mejor con el Caudillo en su conversación tête-à-tête en el sombrío despacho. Franco se limitaba a hablarle de la finca de Valdefuentes, que él quería convertir en una explotación modelo, del número de vacas que tenía y de sus jornadas de caza. Cuando el príncipe al final se atrevía a preguntarle por un suceso concreto:
—Pero usted, en este caso, ¿cómo haría esto, cómo reaccionaría?
Franco le contestaba:
—No sirve de nada lo que yo le diga, porque usted lo tendrá que hacer de otra manera.
Empezaban esos años de larga travesía por el desierto que algunos llamaron «de hibernación», duros y solitarios, en los que solo podían estar seguros el uno del otro. Cuando, según recordó Sofía más tarde, «no éramos nadie». Don Juan Carlos era un desconocido para el pueblo español, una figura desdibujada detrás del Caudillo en los desfiles de la Victoria, con un uniforme militar que parecía que le quedaba demasiado grande.
En esa época
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corría por España un viejo chiste.
Su nieto de cuatro años le dice a Franco:
—Abu, cuando yo sea mayor quiero ser caudillo como tú.
Franco se horroriza:
—Pero no puede ser, es imposible que haya dos caudillos a la vez.
Otro. Franco se reúne con Juan Carlos y le dice:
—Soy muy mayor, y un día sería conveniente que vuestra alteza ocupara mi puesto; pienso que le convendría que el pueblo lo conociera, he pensado que podríamos visitar juntos todas las provincias españolas para presentarle y que vieran que vuestra alteza es mi sucesor, ¿qué le parece?
—Me parece formidable, mi general, ¿por dónde empezamos?
—Para no herir susceptibilidades, empezaremos por orden alfabético, primero Álava, después Albacete, y así dos al año.
Franco se consideraba inmortal. No me resulta chocante. Yo recuerdo haberle preguntado a mi padre, hombre inteligente y franquista hasta la médula, qué pasaría cuando se muriera Franco.
Él me contestó con absoluta seguridad:
—Esa posibilidad ni la contemplamos.
Luego intentaba explicármelo científicamente: que si los antepasados del Caudillo eran longevos, que si un tío suyo había muerto a los ciento cuatro años, que al no fumar ni beber no tenía desgaste…
Cuando me lo dijo, Franco tenía ya casi ochenta años.
Lo que sí es cierto es que Franco se reunió con Juan Carlos y Sofía y les ordenó:
—Viajen y que los conozca España.
¿Le habría comentado Sofía a la Señora que esta era una de las manías de su madre, quien decía que los príncipes debían viajar para conocer el país en el que iban a reinar, y también para que el país sobre el que iban a reinar los conociera a ellos?
Todo es posible. Como la definió el perspicaz escritor Ramón Garriga, corresponsal de La Vanguardia en diversos países extranjeros, «pocos advertimos entonces la refinada inteligencia de la princesa Sofía; era prudente y enérgica al mismo tiempo, una ayuda indispensable, y quizás algo más que ayuda, en la larga marcha que la pareja debía recorrer para alcanzar el trono de sus mayores».
Como le decía su padre:
—Sofía, eres tan discreta que la gente ni siquiera puede advertir las cosas que has hecho por ellos.
Bueno. Viajar. Sí, era una ocupación. Nada de trajes ostentosos.
Elio Berhanyer propuso vestidos largos, abrigos de glasé, pieles, pero Sofía se negó:
—No, no, todo muy sencillo.
Muy sencillo no quiere decir pobre ni mal hecho. La princesa era exigente, así me lo confirmó años después otro de sus modistos, Manuel Pertegaz, que le hizo un vestuario completo para un viaje a París:
—Tenía mucho carácter, los gustos muy definidos… Se daba cuenta de cuando una sisa le tiraba, o cuando un drapeado no estaba bien hecho o cuando un cuello se desbocaba. Tenía una manía: ¡no le gustaban las medias azules! Decía que hacían piernas de muerta.
También era exigente con el servicio. Se contaba entonces que en su habitación se seguía el siguiente ritual. La doncella ponía la combinación, por ejemplo, encima de la cama. La princesa la cogía por los tirantes, la miraba cuidadosamente, incluso al trasluz. Si veía la más mínima mota de polvo, o una arruga, la dejaba caer sencillamente al suelo y esperaba a que pusieran otra encima de la cama. Sin pronunciar palabra, porque no solía hablar con la servidumbre.
Entonces no se firmaban cláusulas de confidencialidad en los contratos, como sucede en la actualidad, y casi todas las doncellas de las grandes casas estaban relacionadas entre sí, formando una red social tan sólida como las castas aristocráticas. Se hablaba también de la austera lencería que usaba la princesa griega.
Para viajar tampoco sacaba las joyas. Un hilo corto de perlas, su anillo de boda. En realidad, estaría muchos años sin lucir las alhajas importantes, a pesar de que la Generalísima, cuando acudía al Liceo de Barcelona, lucía una corona muy aparatosa de perlas y brillantes que nadie sabe de dónde había sacado (como también se ignora dónde se encuentra en la actualidad).
Los viajes conllevaban, en ocasiones, graves riesgos para la integridad física de los príncipes. Les tiraban patatas y tomates. Don Juan Carlos contó luego:
—Un día, uno de los tomates vino a estrellarse en mi pantalón. Me agaché, pasé el dedo por la mancha y me lo llevé a la boca. Mirando a quien me lo había arrojado, dije: «Vaya, está un poco amargo…». Otra vez yo imaginaba que iba a suceder algo desagradable y caminaba atento al lugar de donde podría partir la intemperancia. De repente, di un salto hacia atrás para apartarme de la trayectoria de algo que vi venir directamente hacia mí. Un tomate se estrelló en el uniforme de mi acompañante, que iba distraído.
Pero este, muy tranquilo después del impacto, solo comentó: «Esto iba para su alteza».
Eran campañas orquestadas por los falangistas o los carlistas. En ocasiones, el gobernador civil de tal provincia recibía órdenes de que apenas se les hiciera caso, sin embargo, si era Alfonso el que se desplazaba, recibía honores de rey.
El rostro de Sofía se iba redondeando; el embarazo transcurría con su ritmo habitual. Dos veces a la semana iba a la consulta del doctor Mendizábal en la Castellana, donde se la instruía en el «parto sin dolor». A pesar de su insistencia, no consiguió que don Juan Carlos la acompañara.
En realidad no sabemos nada de los embarazos de doña Sofía, por lo que deducimos que no hubo preocupaciones, pero ¿fue así en realidad?
Ella únicamente comentó más tarde:
—He tenido buenos partos.
Yo pongo en duda que esta frase corresponda al léxico de la reina, estos temas entonces apenas se abordaban y, desde luego, a la acción de alumbrar solo se la llamaba «parir» en algún manual feminista. Faltaba bastante para llegar a la desenvoltura de doña Letizia saliendo de la clínica y exclamando delante de cientos de periodistas:
—¡Ahora voy a dedicarme a la lactancia materna!
A principios de diciembre llegaron a Madrid, para acompañarla en el momento de dar a luz, sus padres, Irene y su prima, la imprescindible Tatiana Radziwill. Pablo, con solo sesenta y dos años, tenía un aire nuevo, cansado. Un periodista que lo vio entonces advirtió en el rey de Grecia encogimiento y pesadumbre, una expresión resignada por la siembra interior e implacable de la enfermedad que iba a llevarlo a la muerte.
Era como si ya estuviera despidiéndose.
Federica, sin embargo, asombraba a los periodistas.
—Era increíble; tenía tal energía como si quisiera mantener a su marido con vida. Él era como si ya hubiera tirado la toalla, ella parecía no darse cuenta, ¡a sus cuarenta y seis años tenía el aire travieso de una niña!
Estaba en su plenitud física, nunca había estado tan guapa. Según cuentan, le había ganado fuerza a los años, era una mujer espléndida, de inagotable inquietud por la vida:
—A su lado, todos, incluida su hija Sofía, parecíamos sombras desvaídas. Era agotadora.
Solo le quedaban tres meses de felicidad.
Los días transcurrieron sin que pasara nada; el nacimiento se retrasaba. Pablo se entrevistó con Franco y le explicó la situación delicada en que estaba Grecia:
—Las elecciones las ha ganado un socialista al que yo había tenido de ministro del Interior, Giorgios Papandreu, y lo primero que ha hecho ha sido poner a Ambatielos en libertad.
El Caudillo comentó:
—Mala cosa, las elecciones.
—Pero es que la derecha también me odia. Karamanlis, que ha sido mi primer ministro durante once años, conspira contra mí desde París.