Read La soledad de la reina Online

Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (33 page)

BOOK: La soledad de la reina
4.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Mala cosa, la democracia. Míreme a mí, ni elecciones ni democracia.

—En realidad, no contamos con el apoyo de nadie, no sé qué monarquía le voy a dejar a mi hijo. ¡Pobre Tino, tan joven, tan mal preparado y teniendo que reinar sobre un puñado de griegos que no lo quieren!

Franco se limitó a contestarle:

—Pues yo no encuentro pesada la carga de gobernar… Los españoles son fáciles…

Sofía, madre primeriza, no había echado bien sus cálculos, entonces no existían las ecografías, y el niño no estaba todavía a punto de nacer.

Así se ha escrito la historia, aunque me parece una explicación un tanto extraña, pues el embarazo de la princesa recibía un seguimiento estricto, y además ella era enfermera.

Tino, que se había quedado como regente en Grecia y que solo tenía veintidós años, le pidió a su padre que regresara:

—Papandreu me ignora, toma decisiones sin consultarme, ha abierto las cárceles, ayer había tumulto en la puerta misma del palacio, no pude irme a dormir a Tatoi. ¡Hasta los oficiales de la guardia se olvidan de cuadrarse delante de mí!

Pablo regresó a Grecia; es probable que supiera que, sin él, la monarquía tenía los días contados, pero aun así quería hacerle un último servicio a este hijo al que había educado tan mal.

Se despidió de Sofía. Su hija lo abrazó fuertemente y se dio cuenta de lo delgado que estaba. Temblaron ambos. En silencio, él hizo un gesto infrecuente: le trazó la señal de la cruz sobre la frente con sus dedos sensitivos y elegantes. Después la besó.

Quizás le dijo:

—Cuida a la prinzessin.

A Sofía le subieron los sollozos a la garganta.

Como los cangilones de la noria, se unen la vida y la muerte, la aurora y el ocaso.

El 20 de diciembre Sofía sintió dolores a primera hora de la mañana. Con la canastilla que llevaba un mes preparada y que aguardaba en el vestíbulo, los príncipes se fueron a la clínica de Loreto, en el popular barrio de Cuatro Caminos, en la avenida Reina Victoria. Les dieron las habitaciones 604 y 605. Estaban también el duque de la Torre y el teniente general García Conde. Federica hablaba sin parar, daba instrucciones, coqueteaba con los médicos, le pedía fuego a Juanito dejando caer los párpados de forma insinuante. Irene y Tatiana eran las únicas que se preocupaban realmente por Sofía:

—¿Necesitas algo? ¿Tienes sed?

A la una bajaron a Sofía al paritorio, y allí se planteó un problema nimio, pero común a todas las mujeres que hemos pasado por ese trance. ¿Qué hacer para que no se ensucie el primoroso camisón de encajes que se ha escogido en la mejor tienda y que tan caro ha costado? ¿Cómo no se ha pensado en llevar algo más sencillo para ese momento?

Claro está que le ofrecieron a Sofía uno de esos espantosos camisones de hospital abiertos por detrás, pero la princesa lo apartó horrorizada.

Miró la bolsa donde Juanito había puesto su ropa
[68]
y le dijo:

—Dame la chaqueta de tu pijama.

Y con la chaqueta del pijama de su marido, a las dos y media del mediodía, y en un parto seguido por los doctores Mendizábal, Olmedo, Taracena y Doxiades y la comadrona Elvira Moreira, dio a luz a una niña. Fue la primera princesa real que nacía en un centro sanitario. El bebé pesó cuatro kilos trescientos cuarenta gramos.

Este dato asustó a Gangan cuando se lo comunicaron, pues los hijos hemofílicos son más gordos de lo habitual. Alfonsito, por ejemplo, su hijo mayor, había pesado casi cinco kilos.

Pero la tranquilizaron, no había ninguna posibilidad de que los hijos de Juanito y Sofi tuvieran la enfermedad que había diezmado a la mitad de las familias reales de Europa, que se originó en la reina Victoria de Inglaterra y que a España trajo precisamente ella, la pobre reina Victoria Eugenia, ¡qué duramente fue castigada por este pecado!

Pero la hemofilia solo la pueden transmitir las mujeres, y Sofía no estaba infectada. Su marido, aunque para el caso era irrelevante, tampoco.

El bebé no era hemofílico.

Pero era una niña.

Al contrario de lo que suele contarse de que Sofía y Juanito estuvieron cogidos de la mano durante todo el acontecimiento, la verdad es que el padre no entró en la sala de partos (algo, por otra parte, normal en aquella época). De hecho, cuando la niña nació, él estaba hablando en el pasillo por teléfono con su padre. Le dijeron:

—Alteza, ha sido niña.

Juan, que también lo había oído, desde Estoril, le repitió a su mujer:

—¡Ha sido niña!

Cuando fue al lado de Sofía, seguramente había desilusión en los ojos de Juanito, que se reflejaba en los de la princesa. En esa carrera particular y titánica para conseguir el trono de España, tener una niña restaba puntos.

Claro que luego, cuando se reunió con los periodistas que esperaban en la cafetería y brindó con ellos con champán, les dijo:

—Queríamos una niña; es mucho mejor para la educación de los hermanos que el primero sea una niña…

Juanito llamó a El Pardo. Franco estaba reunido en consejo de ministros, pero aun así se puso al teléfono. Juanito trató de que su voz sonara alegre cuando informó:

—¡Ha sido una niña, está muy sana!

Sí, es una niña, está muy bien.

Pero hubiera sido mejor un niño.

Seis días después, el día 27 de diciembre, a las siete de la tarde, se celebró el bautizo. Federica ya se había ido; la situación en Grecia era alarmante, huelgas salvajes y manifestaciones recorrían el país, y Pablo y Tino necesitaban su ayuda.

Tampoco tenía ganas de encontrarse con don Juan. Ni este con ella. Sabía que estaba furiosa porque se negaba a pasar sus derechos dinásticos a su hijo:

—Que abdique ella.

Decía don Juan echando fuego por los ojos.

Cuando Federica se fue, llegó él. Entró en España por primera vez en treinta y tres años. Tuvo que pedir permiso humildemente al Caudillo, quien le contestó con condescendencia que sí, que bueno, pero que esperaba «que no aprovechen sus adictos para explotar esta visita con fines partidistas».

Juanito y Sofía se enteraron de esta respuesta, que implicaba una enorme grosería, pero callaron. Para ser sinceros, habrían preferido que don Juan y doña María no hubieran venido a España, ¡era tan delicada su situación!

Franco no permitió que los condes de Barcelona se alojaran en Zarzuela; tampoco podían cruzar Madrid y tuvieron que hospedarse en casa del duque de Alburquerque, en Algete. Juan transigió con todo, aunque mascullando:

—Hijo de puta. ¿Qué se puede esperar de un hombre que solo bebe limonada?

Pero creía con ingenuidad que estar al lado de su primera nieta pondría las cosas en su sitio. ¡Cómo iba a nacer el último brote del viejo árbol borbónico y él iba a estar ausente!

Mientras iban a La Zarzuela, conduciendo él mismo el coche, María le dijo primero:

—Me encuentro mal.

—Ahora no me hagas la cabronada de ponerte enferma.

—Voy a aprovechar para decirle a Franco que no le perdono lo fatal que se portó cuando murió papá; ¡tardó tanto en darme permiso para entrar en España que no pude recoger su último suspiro!

Juan se volvió con asombro hacia aquella mujer que nunca le había dado problemas y se llevó una mano a la cabeza (la otra la conservaba asiendo el volante):

—¿Está en juego la dinastía y tú vas a empezar con esas imbecilidades?

María frunció «sus labios gordezuelos de Sánchez Coello», como la describían en ABC, y se calló, pero, como le contó más tarde con cierto aire de travesura la propia doña María a Luis María Anson, que fue quien me lo contó a mí:

—Me callé, pero le di a Franco la mano flojita…

Doña Victoria Eugenia no pudo ir; parece que a Juan le había dicho: «Si hubiera sido niño, sí valía la pena el esfuerzo…», le resultaba muy difícil abandonar el cómodo invierno en Mónaco y las atenciones que le dispensaba Grace. En el periódico Nice Matin de esos días salía una pequeña nota: «La Costa Azul, destino favorito de los reyes destronados: el exrey Faruk de Egipto y la exreina de España».

El bautizo fue frío. Da un poco de vergüenza ver la corta lista de invitados; el primero, anunciado pomposamente, era el rey Simeón de Bulgaria; teniendo en cuenta que este, que vivía en Madrid y estaba casado con Margarita Gómez-Acebo, solo fue rey de los cinco a los ocho años, resultaba un poco exagerado el tratamiento, aunque como ya he dicho, en el «club de los royals», una vez se ha sido rey, se es rey para toda la vida. Estaba el primo de Juanito, Carlitos de Borbón, con Ana de Francia, su mujer; las hermanas de doña María, Esperanza y Dolores, y también las princesas de Baviera, que solo podían utilizar ese título como cortesía de Franco, pero que eran muy guapas, simpáticas y chicas muy de moda en Madrid; una de ellas había posado pintando sin zapatos y los periodistas se apresuraron a llamarla «la pintora de los pies descalzos». El resto eran títulos próximos al régimen y muchos militares.

En la lista no figuraba el nombre de Alfonso de Borbón Dampierre. Tampoco nadie de la familia de Sofía, ni sus tíos alemanes ni sus queridas tías Helena, Irene y Catalina, que eran como actores que ya hubieran llegado al final de su función y saludaban y salían del escenario. Sofía tan solo seguiría viendo, esporádicamente, a la tía Catalina, que había compartido con ellos el exilio y que vivía en el campo, en Inglaterra, no muy lejos de su nani Sheila McNair.

A veces se reunían las tres en casa de tía Catalina, en Marlow, en el condado de Buckinghamshire, y compartían viejos recuerdos.

Aunque en la lista de invitados sí se mencionaba al «personal de la embajada griega». Sofía tuvo el detalle de invitar también a los médicos y las enfermeras que la habían atendido y asimismo a «los directores de los periódicos Arriba, Pueblo, Informaciones, Madrid, El Alcázar y ABC».

Franco llevaba uniforme militar, y se le veía con su aplomo habitual en alguna foto departiendo con don Juan, que a su lado parecía un gigantón y que reía nerviosamente con la cabeza echada hacia atrás. Doña Carmen lo miraba con cierto aire de superioridad, pensando, ríe, ríe, ¡de momento, los que tenemos la sartén por el mango somos nosotros!

Margot y Pilar mostraban rostros serios y apesadumbrados.

Doña María llevaba un extraño sombrero de medio lado que no la favorecía en absoluto, tenía tos, casi no podía respirar; luego resultaría que padecía una pulmonía y deberá guardar cama muchas semanas. Juanito miraba con aprensión a su padre, temiendo que metiera la pata y que todos los esfuerzos que estaba haciendo para consolidar su futuro fueran inútiles. Solo Sofía parecía tranquila y feliz (únicamente se alarmó cuando doña María tosió encima de su hija), llevaba el peinado de moda aquel invierno, a lo Sylvie Vartan, con una sencilla mantilla de encaje negro por encima. Detrás de ella estaba la niñera que su madre le había obligado a contratar, pero no le dejaba a su hija ni un instante.

Era ella la que se levantaba por las noches cuando la oía llorar, la que la bañaba; no sabemos si la criaba ella personalmente, como se decía entonces con delicada perífrasis. Sofía, que tanto había cuidado de los niños de los demás en Mitera, que había jugado con su muñeca Helena hasta ayer mismo como quien dice, ¡cómo iba a dejarle a otra su hija de verdad!

Porque la infantita se iba a llamar Elena, como su muñeca.

Claro que la niñera se desesperaba y se quejaba a las otras doncellas:

—No sé qué hacer… me aburro…

Terminó por despedirse.

Los padrinos fueron doña María y el viejo tío Ali. Aunque era tío de Juanito, era un Borbón irreprochable, ya que había sido héroe de guerra y había perdido un hijo en las filas nacionales.

Naturalmente, y como era de prever, la ceremonia no significó ninguna ventaja para don Juan ni hizo cambiar sus planes a Franco, que declaró a Le Figaro con suficiencia en una de sus escasas declaraciones a la prensa extranjera: «Los defectos personales de determinados monarcas han perjudicado a la institución monárquica». ¡No se iba a olvidar nunca del contubernio de Múnich ni de eso de que Juan quería ser rey de todos los españoles! Comentaba con sarcasmo:

—¿Incluso de los asesinos, comunistas, masones, violadores de monjas? ¿De los que mataron a José Antonio y a Calvo Sotelo?

¿Los de la matanza de Paracuellos? ¡Pues muy bien!

Curiosamente, quizás fue en Grecia donde más repercusión tuvo este nacimiento. Tino, para desviar la atención sobre los problemas que asolaban su país, dio una improvisada rueda de prensa
[69]
en la que declaró con cierta ingenuidad:

—Estamos muy contentos, porque nos hemos dado cuenta de que ¡yo ya soy tío y mi padre, abuelo!

Es lógico que tal simpleza del que iba a ocupar la corona de Grecia a la muerte de su padre acaparara al día siguiente la primera página de todos los periódicos. Fue la única ocasión de ese invierno en que los periodistas no se cebaron en la convulsa política griega, que solía resolverse con decenas de detenciones, atentados y denuncias de tortura y corrupción. ¡Y fue la única vez también en que los lectores se rieron de buena gana!

Fue un invierno muy frío y lluvioso en toda Europa. Sofía estaba embebida por su hija; se levantaba sonriendo pensando en ella.

Elena era ruidosa e inquieta. Lloraba durante horas, su carita redonda enrojecida. No le dolía nada. El pediatra le decía:

—Está poniendo a prueba sus pulmones.

Freddy la llamaba todos los días. Sofía apenas podía hablar con ella porque la niña se ponía a llorar y tenía que cortar la comunicación con un apresurado:

—Lo siento, mamá, muchos besos.

Un día Federica le soltó, pero sin mucha urgencia:

—Papá no está bien… Doxiades dice que hay que operarlo del estómago, seguramente tiene unas úlceras sangrantes, le hacen sufrir mucho… Han venido la tía Helena, la tía Irene y la tía Catalina…

Sin alarmarse, Sofía repuso:

—Ah, pues vamos… así veis a la niña.

Su madre también la había llevado, con la misma edad que tenía Elena entonces, a conocer a su abuelo el káiser atravesando toda Europa.

Juanito y Sofía primero fueron a Lausana a visitar a Gangan, que les dijo:

—Muy mona, Elena… ahora tenéis que ir a por el niño.

La cogía en brazos y le decía:

—¿Cómo era aquella tontería que cantaban en España? «Cinco lobitos tiene la loba…».

Con aire vivaracho y los ojos brillantes y repentinamente juveniles, recordaba:

BOOK: La soledad de la reina
4.67Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

This Blue : Poems (9781466875074) by McLane, Maureen N.
Heartbreaker by Carmelo Massimo Tidona
A Viking For The Viscountess by Michelle Willingham
Miss Lindel's Love by Cynthia Bailey Pratt
Pecked to Death by Vanessa Gray Bartal
His to Take by Shayla Black
Cold Hard Magic by Astason, Rhys