La soledad de la reina (30 page)

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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

BOOK: La soledad de la reina
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En el salón se instaló otro retrato de Alfonso XIII con uniforme de húsares, de Joaquín Sorolla.

En un lugar preferente colocó un biombo lacado en negro con incrustaciones de nácar que habían comprado en Hong Kong durante su viaje de novios, y también el barco que les había regalado su padre por la boda.

Curiosamente, no hay iconos, ni figuras bizantinas, ni alfombras turcas, ni platería balcánica, nada que nos recuerde que Sofía es griega.

Aunque, eso sí, escondida en el cajón más secreto dormía su muñeca, Helena, y a veces Sofía, que ya era mayor, tenía su propia familia, era princesa ¡y podría ser incluso reina si le daba la gana al Caudillo!, la cogía, la abrazaba, le levantaba una pierna de trapo mientras ella levantaba la suya y bailaban las dos un sirtaki mientras las cítaras resonaban tan solo en su cabeza, pero tan nítidas como si estuviera oyéndolas en un cafetín de la Platka tomando una copa de ouzo y rompiendo platos.

Como un capricho personal, Sofía se hizo instalar el estupendo equipo de alta fidelidad que les había regalado el Real Madrid con altavoces en todas las habitaciones.

Patrimonio Nacional contrató a dos ayudas de cámara para el príncipe, dos doncellas para la princesa
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, y dos personas en la cocina, pero todos se retiraban a sus casas a media tarde. Doña María les había enviado desde Portugal dos sirvientas de toda confianza, que por la noche no se movían de su habitación, en el semisótano. Había quien decía que a veces, a medianoche, se veía la silueta de una pareja bailando en el salón a la luz de las velas y, si estaban las ventanas abiertas, podía oírse la voz melancólica de Richard Anthony: Et játends siffler le train, que cést triste un train qui siffle dans le soir.

Pero para Sofía todos los trenes son alegres. Los seres humanos tenemos un tiempo de felicidad en nuestras vidas, y aquel, con su incertidumbre de futuro, en un régimen cruel y dependiendo de un dictador arrogante, fue el de Sofía, aunque a nosotros nos pueda parecer imposible, ¡las fuentes en las que bebe la dicha son inescrutables y extraordinarias!

Consiguió un jardinero joven, que entendía sus ideas. Ella optó por el jardín italiano, que, como le dijo su jardinero:

—No es obra del hombre, sino del tiempo.

A Sofía no le gustaba el artificio, prefería respetar la naturaleza frondosa y llena de majestad de esos montes velazqueños; con sus propias manos plantó abetos, cedros del Líbano, olmos, fresnos, encinas… ¿Por qué no crecerán más rápido? Juanito la observaba a veces desde el porche con los ojos entrecerrados por el humo del cigarrillo, con sus zapatos tan brillantes que uno podría mirarse en ellos, con la camisa impoluta, las manos en los bolsillos:

—¡Cómo trabaja mi Sofi!

Ella se giraba cómicamente, una pala en una mano, un cepellón en la otra, y esas botas de agua que entonces se llamaban katiuskas. Tenía la punta de la nariz tiznada y llevaba un pañuelo atado a la cabeza, como las campesinas griegas. Le reprochaba ahogando la risa:

—Podrías hacer algo, ¿no? ¡Tan joven y tan ocioso!

—Estoy pensando, ¿te parece poco?

Se acercaba a ella, bajaba el rostro hasta encararse al suyo y se tocaba la sien:

—Porque aunque a algunos les parezca mentira, YO pienso.

Era la época en que se empezaba a decir que el príncipe era tonto y que la lista era Sofía.

Los príncipes apenas recibían visitas. Franco ya les había hecho saber que tenían que huir del ambiente de frivolidad que se daba entre los grandes de España; que él podía recordar, por su edad, que las fiestas de la corte eran un nido de intrigas y de maledicencia y que nada le gustaría menos que ver a la princesa alternando con las clases aristocráticas españolas, tan inmorales.

La sobrina de Franco, Pilar Jaraiz, le comentó a esta periodista que su tío solía burlarse de todo lo que oliera a realeza:

—A veces, cuando no estaba delante la tía Carmina, le salía el humor socarrón de su juventud. Un día estaba yo en El Pardo mirando una vitrina con unas medallas con mi tío Nicolás. Cuando bajó el tío, Nicolás le dijo: «Hombre, Francisco, ya veo que tienes una medalla de una señora de pierna alegre como Isabel II». Franco se echó a reír, empezaba bajito e iba subiendo de tono, y me dijo: «¡Cómo es tu tío Nicolás, no respeta ni a las reinas!». Se notaba que a él la aristocracia le daba cien patadas.

¿Que se apartara de las damas de la nobleza? ¡Ningún consejo le podía gustar más a Sofía! ¡Descartaba de un plumazo a las posibles María Gabrielas y Olghinas de este mundo! ¡Le resolvía la vida!

La reina Victoria Eugenia no se cansaba de contar que las amantes de su marido se las buscaban las señoras de la corte, y que uno de sus gentilhombres, Viana, incluso conspiró para que se separara de ella para casarse con la actriz Carmen Ruiz Moragas. Sofía, cada vez que se acordaba de las atrocidades por las que había pasado la abuela de su marido como reina de España y, sobre todo, como esposa, se estremecía de terror y se prometía extremar las precauciones para no sufrir lo mismo. Su marido era Borbón y español y, como le decía doña Victoria Eugenia:

—Los españoles son muy malos maridos y los Borbones ni te cuento.

Doña María, su suegra, se encogía resignadamente de hombros, ¡era inevitable! ¡Nuestros hombres llevan la infidelidad en los genes, como otros llevan la hemofilia!

¿No podría romperse nunca esta brutal cadena? ¡Quizás Juanito era más Orleans que Borbón! Podría ser.

¿No decían todos que se parecía tanto a su madre?

Gangan, como la llamaban sus nietos, también le comentaba con tristeza:

—¡Ni una amiga conseguí en los veinticinco años que viví en España!

Un grupo de señoras tituladas fueron a Zarzuela a hacer a la princesa una visita de cortesía y salieron escandalizadas:

—Nos hizo esperar; estaba trabajando en el jardín; apenas nos atendió; habla muy mal español; no sabía quiénes éramos… Es antipática.

Fue entonces cuando ellas preguntaron:

—¿No necesita vuestra alteza camareras de corte?

Y Sofía dio una respuesta que se ha hecho legendaria:

—Ya tenemos el servicio completo… aunque una buena cocinera no nos vendría mal… a mi madre también.

Las visitas intentan halagarla hablándole de su suegro:

—Nosotras vamos a Estoril desde el año 46…

Pero tampoco obtenían ninguna respuesta, porque don Juan era uno de los temas de conversación proscritos; Sofía temía no solamente a los micrófonos instalados en toda la casa, sino a los ayudantes que Franco había colocado a su lado: Mondéjar, el duque de la Torre, el general Castañón de Mena, tan triste que lo llamaban «Castañón de Pena», Emilio García Conde, el nuevo secretario de la Casa del Príncipe, el general Alfonso Armada… Aunque algunos estaban en el bando de los príncipes, todos preferían encender una vela a Dios y otra al diablo. Los chismes y los informes viajaban en ambas direcciones.

Y no se podía hablar de don Juan porque los caminos de Juanito y de su padre ya eran totalmente divergentes, aunque aún no hubieran tenido una charla de hombre a hombre. Poco después de la boda, don Juan había jugado su última carta, que había conseguido que Franco lo apartara definitivamente de la carrera dinástica. En lo que el Caudillo llamaba «el contubernio de Múnich»; monárquicos, católicos, falangistas del interior arrepentidos, y exiliados catalanes, vascos y socialistas emitieron un tibio manifiesto en el que se pedía una evolución moderada y tranquila hacia la democracia. En una de las sesiones, los monárquicos cantaron las alabanzas de una monarquía bajo don Juan:

—¡El rey de todos los españoles!

Con lo que vemos quién tiene el copyright de esta frase que tanto gusta de pronunciar a nuestro monarca.

También afirman que después de don Juan, iría don Juan Carlos, por supuesto. Pero solo después.

Franco creyó que el conde de Barcelona estaba detrás de esta operación, declaró el estado de excepción en el país, sacudido por una oleada de huelgas en el sector minero y entre los estudiantes, detuvo, encarceló, incluso dictó penas de muerte, y se dedicó a descalificar con desprecio a esos…:

—¡Desdichados que se conjuran con los rojos para llevar a las asambleas extranjeras sus miserables querellas!

Y todos entendieron que se refería a don Juan. De rebote, se enfadó también con Juanito y Sofía; no estaba seguro de su lealtad y se negaba a recibirlos. Juanito se consumía, se volvía hacia su mujer, que intentaba consolarlo:

—No te preocupes, nos necesita, si no, no nos hubiera hecho venir… ¡Tenemos que demostrarle que estamos de su lado!

Se cogían de la mano los dos en el salón, entre sus muebles nuevos, bajo los retratos inmensos que en la oscuridad tienen algo amenazante, como aquellos dos niños que se habían encontrado en algún lugar de Europa y se habían aferrado el uno al otro.

Un íntimo amigo de don Juanito de aquella época contestó así a mi pregunta:

—¿Enamorado don Juan Carlos? No creo que se lo planteara nunca.

Quizás Juanito no estaba enamorado de Sofía. Pero en aquellos tiempos de tribulación, la necesitaba, se apoyaba en ella.

La complicidad no es un mal sustituto del amor.

Muchos años después Sofía recordará con añoranza:

—¡Entonces todo lo hacíamos juntos!

Y Juanito le reconoció a Pilar Urbano que:

—Ella, sobre todo al principio, me dio mucho…

Más se preocuparon cuando se enteraron de que Franco se dedicaba a alabar indiscriminadamente al otro pretendiente, su primo Alfonso de Borbón Dampierre, que se había convertido ya en un habitual de la familia del Caudillo y estaba en plena efervescencia conspirativa.

El clan de El Pardo, encabezado por el yernísimo, el marqués de Villaverde, le buscó buenos padrinos. El principal fue Mariano Calviño, un abogado catalán que había sido el primer jefe de Falange de Barcelona después de la guerra y que había ocupado puestos tan importantes como la presidencia de la Sociedad General de Aguas. Era riquísimo y muy influyente, y gracias a él Alfonso se convirtió casi oficialmente en el pretendiente del régimen. La lista de seguidores crecía, aunque posteriormente todos lo negaron. Landelino Lavilla, que había sido compañero de don Alfonso en la universidad y que llegó a ser ministro de Justicia, elaboró un informe por el que se determinaba que Alfonso de Borbón era el legítimo heredero del trono, aunque en la actualidad Lavilla le haya negado a Joaquín Bardavío que realizara algo más que «algunas anotaciones, ya no recuerdo en qué sentido».

El mismo Bardavío da más nombres: Rodríguez de Valcárcel, Solís, Nieto Antúnez, todos pesos pesados del régimen.

Alfonso visitó El Pardo y pasó muchos fines de semana en el pantano de Entrepeñas, con los Villaverde. Como uno más de la familia, iba a las celebraciones familiares; cuando Carmen, la nieta mayor, cumplió trece años, Alfonso acudió a la fiesta que le organizaron sus padres y le llevó una caja de bombones. Carmen era una chica alta, de porte aristocrático, muy mimada por su abuela, con una belleza algo afeada por su prominente nariz. Sus hermanos se burlaban de ella y la llamaban:

—¡La princesa!

Franco también valoraba muy positivamente lo bien que se portaba Alfonso con su padre, el pobre infante don Jaime, hijo mayor de don Alfonso XIII, obligado a renunciar a la corona por culpa de su sordomudez. Porque el duque de Segovia se arrepintió de esta renuncia, y con su áspera voz intermitente vociferaba cada vez que algún visitante español se acercaba a su modesta vivienda de la Rueuil Malmaison:

—¡Me han tratado peor que a un cerdo! ¡Mi hermano Juan me ha engañado!

Se proclamaba duque de Borgoña y gran maestre de la orden del Toisón de Oro. Para adquirir notoriedad empezó a conceder toisones con alegre generosidad. Algunos ingenuos pagaron por lucir esta condecoración y otros no se daban ni siquiera por enterados de que habían sido agraciados con esta gran merced, como los astronautas Borman, Lovell y Anders, primeros hombres en viajar a la luna, cuyo asombro no conoció límites cuando por correo les fue enviada la citada condecoración.

Un día don Jaime decidió concederse también el título de duque de Madrid, que asimismo utilizaban Carlota, su segunda mujer, y la hija de esta, Hilda. Acudían con frecuencia a fiestas de sociedad en París, y los periódicos no sabían ya qué títulos adjudicarles y les aplicaban tratamientos tan estrambóticos como «sultanes» o «reyes en el destierro».

Don Alfonso velaba por este infeliz padre que el destino le había deparado con paciencia y generosidad y así se lo explicaba a Franco, quien al final decidió concederle una pequeña pensión mensual.

Alfonso vestía bien, era sombrío y guapo y, aunque terriblemente aburrido, tenía mucho éxito con las mujeres
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. A pesar de que Marujita Díaz, con la que tuvo un affaire, le confesó a un periodista:

—¿Ves lo soso que es? Pues en la cama lo mismo.

Su trabajo en el Banco Exterior empezaba a estar bien remunerado, se decía que cobraba setenta mil pesetas de la época, ya que llegó a ser subdirector. Desde este puesto, según escribe en sus Memorias con su modestia habitual, «fundé diversas sociedades, entre ellas una sociedad financiera que llegó a ser la más rentable de todas aquellas cuyo accionariado controlaba el banco».

En uno de los concursos absurdos que se celebraban en aquella España sin programas del corazón lo eligen «Elegante de la política», y concede una entrevista informal en la que manifiesta que «no me siento elegante, me gusta vestir cómodo», haciendo gala de una gran originalidad. Cuando la periodista, Maite Mainé, le preguntó:

—¿Tengo que llamarle alteza o de usted?

Él contestó caballerosamente:

—Usted está bien.

Y luego se explayó sobres sus gustos y aficiones:

—No uso agua de colonia, estoy leyendo el libro de Luis Romero, Tres días de julio, no me gustan nada los juegos de azar, me gusta el dulce, el jazz, el cantante Raphael y, en los toros, Antonio Ordóñez y el Cordobés. No fumo y mi ideal de mujer es una que tenga mis mismos gustos, con la cual pueda hablar y me pueda entender.

La periodista, entregada, terminó la entrevista diciendo «es un príncipe encantador… sin cuentos de hadas».

Juanito y Sofía tampoco vivían un cuento de hadas, sino una existencia oscura y solitaria en La Zarzuela; en las revistas de esa época no hay ni una sola mención de ellos. Leían con estupor el tratamiento de príncipe y de alteza que daba la prensa a Alfonso, aunque no se atrevían a protestar. Juanito quizás miraba con cierta envidia a su primo, porque era abogado y además lo describían como «atractivo playboy». La lista de sus romances era interminable, aunque el más publicitado fue el que tuvo con una actriz italiana de cuarta fila, Marilú Tolo, que, aunque parezca imposible, algo en común tenía con Sofía, ya que había actuado en una película rodada en Grecia que llevaba el sugestivo título de Maciste, gladiador de Esparta. Marilú declaraba a las revistas con desenfado:

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