La soledad de la reina (31 page)

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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

BOOK: La soledad de la reina
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—No me importan los blasones, y Alfonso es mi hombre, aunque no estamos oficialmente prometidos.

Cuando rompieron, ella contó a la revista Lecturas:

—Le he devuelto sus regalos: un brazalete de diamantes, muchos discos, algunos libros y perfumes, aunque —especifica con honradez— las botellas estaban medio vacías.

Alfonso salía en las fotos vestido de forma impecable en las fiestas al lado de mujeres espectaculares, o con atuendos de deporte, de esquiar, de bucear, de jugar al tenis, o incluso al baloncesto.

Sofía pasaba las hojas de las revistas con desaprobación y le comentaba a su marido:

—A Franco esto seguro que no le gusta.

Pero Juanito se desesperaba, estaba cariacontecido y taciturno, temía que, después de tanto luchar, ahora se iba a quedar sin su padre, don Juan, y sin su abuelito, Franco. Miraba a Sofía con ternura. Sabía que ella no le iba a fallar nunca.

En la misa de Réquiem que se celebra todos los años en El Escorial en conmemoración de los difuntos de la familia real, el 28 de febrero de 1963, por primera vez, Sofía asistió al lado de Juanito. Sabía que estaban recordando al abuelo de su marido, ¡nadie les podía robar el protagonismo! Con vestido negro y perlas en el cuello, se mostraba grave y emocionada. Por la noche, ante su recién estrenado aparato de televisión, se sentaron los dos muy ilusionados. Estarían juntos por primera vez en un acto oficial en España y por primera vez los españoles se darían cuenta de que estaban viviendo allí y preparándose para suceder a Franco.

Pero su desilusión no conoció límites.

El locutor anunció, encima de una imagen del Caudillo:

—… La ceremonia fue presidida por su excelencia el Caudillo de España y doña Carmen Polo de Franco.

No los mencionaban. Ellos no salían. Habían cortado la imagen para que no se les viese.

Sofía se levantó y se fue corriendo a su cuarto. No quería llorar ni delante de su marido, ni del servicio, ni de los micrófonos.

Al día siguiente Juanito le confesó
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a Mondéjar:

—Me dio mucha vergüenza de cara a mi mujer… Había llamado a su madre para contárselo y le prometió enviarle una copia para que la visionaran en Atenas. ¡Tengo miedo de que se arrepienta de haberse casado con un don nadie como yo!

El 24 de abril se casó Alejandra de Kent con Angus Ogilvy, el hijo del conde de Airlie, un título menor. Sofía y Juan Carlos pidieron tímidamente permiso para ir. Franco se lo concedió como si a él ya nada de lo que pudiesen hacer le atañese.

Antes se pasan por Alemania, Sofía quería que Juanito conociera a su abuela, la hija del káiser.

Victoria Luisa, derecha y altiva, con el rostro surcado de arrugas y quemado por el sol, con los ojos mongoles convertidos casi en una ranura, palpó a Juanito como si se tratara de uno de sus caballos y luego dictaminó:

—¡Sofía, es alto, fuerte y rubio, pero es más guapo tu padre!

Y luego le salió el rencor por su hija:

—¡No entiendo cómo puede aguantar a Freddy! Bueno, claro, es un santo.

Los cuatro hermanos de Freddy también acudieron a tomar el té con su nuevo sobrino. Les desconcertó que fuera tan bromista y le preguntaron cómo podía vivir en la oscura y miserable España. El tío favorito de Sofía, Christian, ya de cuarenta y cinco años, se acababa de casar con Mireille Dutri, que tenía solo dieciséis. Pocos criados del palacio de Marienburg recordaban a Freddy. Tan solo el anciano cocinero emergió de las profundidades del sombrío palacio y con sus manos temblorosas le dio una bolsa con spekulatius para su madre y le dijo melancólicamente a Sofía:

—Eran las galletas favoritas de la prinzessin cuando era pequeña.

Sofía visitó una feria de productos para el hogar y contempló el último grito en lavadoras, una soberbia Westinghouse de la que la propaganda decía: «Mientras usted se dedica a sus aficiones favoritas, su lavadora, con su automatismo total, le resuelve la colada». Le preguntó a su marido:

—¿No crees que podríamos comprarla?

Y Juanito, castizamente, se frotó el dedo índice con el pulgar y le dijo:

—¿Y el parné, Sofi?

—Pero, Juanito…

—Ni Juanito ni hostias.

Les llamaron por teléfono al hotel. Al parecer la reina Federica había sufrido un atentado en Londres.

Sofía intentó comunicarse con Londres o con Atenas. Al final fue el armador Loukas Nomicos, otro de los amigos millonarios de Federica, el que la llamó y la tranquilizó:

—No se preocupe, alteza, ha sido cosa de la mujer de ese maldito Ambatielos, como es inglesa ha movilizado a un pequeño grupo de gente y profirieron insultos cuando su majestad llegó al hotel Claridge. La reina se asustó y, en lugar de entrar en el hotel, se puso a correr. Se refugió en una casa de vecinos, de donde la rescató la policía.

Toni Ambatielos era un miembro del Partido Comunista griego que estaba encarcelado por sus actividades al frente del sindicato de marineros.

Había campañas internacionales para pedir su liberación y la propaganda lo había convertido en un mártir.

—Pero mi madre, ¿está bien?

Nomicos se echó a reír:

—Alteza, ya conocéis a la reina, ¡se crece en las dificultades!

Cuando llegaron al hotel Claridge, sufrieron una gran impresión, porque en la puerta había un grupo de manifestantes con pancartas que gritaban:

«¡Fuera la reina fascista!», y algunos enarbolaban el Daily Express, en cuya primera página salía una foto de Federica con la leyenda «¿Queremos a esta mujer aquí?».

Les sorprendió encontrarse a un sonriente Tino en el vestíbulo, que llevaba a una chica muy joven colgada del brazo. Dándose importancia, se la presentó:

—¡Mi novia!

Era la princesa Ana María de Dinamarca, que hizo de dama de honor en la boda de Sofía. Solo tenía diecisiete años; cuando sonreía se le marcaban unos hoyuelos encantadores y no sabía si besar a su futura cuñada o hacerle una reverencia. Juanito rompió el hielo:

—Qué cabronazo eres. Muy guapa, Tino, ¡vaya suerte!

Fuera del ojo vigilante de Franco, Juanito recobraba un poco aquellas maneras de seductor que tantos triunfos le valieron en lo que él ya calibraba como remota juventud, ¡y solo tenía veinticinco años!

Sofía le preguntó a su hermano:

—¿Mamá está arriba, en su habitación?

Subió corriendo. La puerta de la habitación de su madre estaba entreabierta.

El cuarto estaba a oscuras; su madre estaba apoyada en la ventana entornada escuchando los gritos de los manifestantes:

—¡Fe-de-ri-ca-fas-cis-ta! ¡Fe-de-ri-ca-fas-cis-ta!

No se giró. Sabía quién era la que había entrado; conocería su respiración entre la multitud, sus pasos que se detuvieron detrás de ella. Sin mirar a su hija, como hablando consigo misma, dijo:

—¿Te acuerdas, Sofía, de las ratas que corrían encima de mi tocador en Ciudad del Cabo? ¿Y de las cucarachas?

Sofía asintió sin palabras. Había velas y, apoyada en unos libros, una imagen de la Panagia. La elegante habitación del Claridge parecía un santuario. Nunca habían hablado de aquello.

—Sí, mamá, claro que me acuerdo.

Federica estaba fumando:

—Os daba de cenar; yo os decía que ya había comido… ¡no había nada! ¡Tenía tanta hambre que hasta probé a comer hierba que crecía al lado de los caminos!

Fuera seguía el griterío. Ahora la emprendían contra Sofía, que estaba viviendo en España.

—¡Sofía, fascista, vete con Franco! ¡Quédate en España! ¡No te queremos en Inglaterra! ¡Devuelve la dote! ¡Te gastas en joyas el pan de nuestros hijos!

Freddy siguió fumando, soñadora, como si no oyera nada.

—Tu tío el rey dijo que no y mil veces no cuando los italianos le pidieron que se rindiese… Había un chico en el hospital… me dio una cruz… In touta Niké… Yo los quería mucho a aquellos muchachos… Detuvieron con sus cuerpos el avance de los italianos…

—Ya lo sé, mamá… los griegos también te quieren mucho… no hagas caso… Franco dice que los que gritan son los resentidos y los envidiosos…

Federica no la escucha. Ahora entona desafinadamente:

—Beee beee black sheep.

Es la canción que le susurraba al oído en Creta para que no oyera caer las bombas. Sofía se estremeció, pero se acercó y la abrazó. Federica era un cuerpo rígido, tenía los ojos secos.

—Beee beee black sheep.

A Sofía le daba un poco de miedo. A pesar de todo susurró:

—Mamá, estoy embarazada.

Federica se calló de golpe. Pareció despertar. Se apartó, aplastó el cigarrillo contra un cenicero, encendió la lámpara, el rostro de Sofía resplandecía bajo la luz color membrillo, y suavemente le dijo:

—Muy bien, hija, esperemos que sea un chico.

La princesa puso un gesto compungido y Freddy se apresuró a preguntarle mientras cerraba la ventana:

—Pero ¿hay buenos ginecólogos en España?

Sofía le explicó que le habían hablado del doctor Mendizábal, que tenía su consulta en el paseo de la Castellana, ¡en su sala de espera se reunía toda la aristocracia de Madrid! ¡En una sola tarde había recibido a tres duquesas!

Pero Federica fue categórica:

—Te llevará nuestro doctor Doxiades.

El día 4 de mayo el palacio de Atenas envió un comunicado oficial a los medios, en el que informaba que «la princesa Sofía de Grecia está esperando su primer hijo».

Franco se limitó a felicitarlos fríamente, a través de Mondéjar.

Pocos días después, una mañana del mes de mayo, Juanito y Sofía estaban desenvolviendo paquetes; a Juanito ya se le habían roto varias tazas, porque se empeñaba en lanzarlas al aire y luego no llegaba a tiempo a recogerlas. Sofía, que iba vestida con una cómoda bata de boatiné que le había enviado su abuela desde Alemania, porque las mañanas estaban fresquitas todavía en Zarzuela, fingió reñirlo con severidad, pero, como le dijo su marido:

—Se te escapa la risa por debajo del bigote.

Ella protestó:

—¡Pero yo no tengo bigote!

Juanito le dijo riendo:

—Pero no seas tan alemana, Sofi, ¡es una expresión figurada!

—Pero yo no soy alemana, ¡soy griega!

—No, Sofi, ahora eres española.

Su mujer, súbitamente ablandada, se acercó mimosa para darle un beso, pero Juanito saltó hacia atrás y le enseñó una fotografía que acababa de sacar de una caja:

—¡Mira, Sofi, lo guapo que estoy aquí!

Está vestido de militar, en la terraza de Villa Giralda, con la gorra de plato debajo del brazo. Dócilmente, su mujer le contestó:

—Sí, muy guapo.

—Tienes que decir de puta madre, Sofi. Aquí, cuando te regalen algo que te guste mucho, has de decir: ¡está de puta madre!

—¿De putttta madrrre? ¿Así? —preguntó diligentemente la princesa.

—Sí, cuando vengan las grandes con un ramo de flores, tienes que decirles: ¡estas flores están de puta madre, marquesa!

Sofía ya se apresuraba a repetir varias veces «de puta madre» para afinar la pronunciación, cuando un paternal Mondéjar entró en la habitación sonriendo bondadosamente:

—Permítame, príncipe, que le explique a su alteza que esta expresión debe utilizarse únicamente en la intimidad.

Sofía enrojeció:

—¡Juanito, eres un gamberro!

Pero Juanito no cejaba en sus clases de idiomas:

—Tienes que decir cabrón, Sofi. Cabrón.

La princesa gruñía y le arrojaba una caja de embalar y luego se lanzaba en plancha encima de él, intentaba hacerle una llave de judo y se ponía a tirarle del pelo y de las orejas mientras Juanito le gritaba:

—Ay, ay, piensa en tu hijo, Sofi, hazlo por él.

Mondéjar tosió discretamente:

—Ejem.

Llevaba un sobre en la mano con el sello de El Pardo. Cuando Juanito vio que era de su excelencia, se apresuró a cuadrarse, temblando, y a abrirlo.

Era una invitación a una representación de los Coros y Danzas de la Sección Femenina en el teatro María Guerrero, el 24 de mayo. Aparte de posar para dos retratos que les estaba haciendo el pintor Enrique Segura, sería la única ocupación de esa primavera.

Sofía se vistió con un abrigo de mezclilla que le había hecho Elio Berhanyer, un modisto muy simpático que le había presentado la marquesa de Llanzol y que cuando le probaba en su chalecito de Ayala 124 le contaba cosas muy divertidas de la vida de España: los amores de Ava Gardner con un torero y que la condesa de Quintanilla era una americana muy guapa de la que se rumoreaba que era espía, y después hablaban de sus perros. Sofía se había traído sus dos terriers de Grecia.

Todavía no se le notaba el embarazo, pero prefería que el abrigo fuera ancho para poder lucirlo también en otoño, que estaría más avanzada, ¡su presupuesto no daba para mucho, a pesar de que Elio le hacía un buen descuento!

Los príncipes entraron del brazo en el teatro, saludaron y se sentaron, sonrientes, en el palco de honor para asistir a la tediosa representación, y Juanito, que odia la música y no digamos el baile, le dijo en voz baja sonriendo hipócritamente:

—Menudo tostonazo.

Sofía le contestó:

—Pues yo prefiero esto a una corrida de toros.

Esta era una de sus discusiones más comunes. La reina Victoria Eugenia ya se lo había advertido:

—Es un espectáculo cruel propio de un pueblo atrasado como el español. A mí me obligaban a ir a las corridas; una vez tuve un aborto al ver como se desangraban los caballos. ¡Me ponía los gemelos al revés para no ver aquella salvajada, pero aun así oyes como lloran, porque los caballos y los toros lloran como las personas!

Cuando Sofía protestaba y decía:

—Yo me negaré a ir.

Gangan le respondía con sombría satisfacción:

—No podrás negarte, te obligarán.

Pero las niñas de la Sección Femenina ya habían terminado su última muñeira, y Sofía y Juanito aplaudieron puestos en pie. Sofía sonreía recordando uno de los últimos titulares de los periódicos griegos hablando de su estancia en España: «Nuestra basilisa baila perfectamente la jota y la sevillana».

Saludaron a un lado y a otro; nadie tiene costumbre de hacer reverencias, aparte de las monárquicas de viejo cuño, y se limitaban a estrecharles la mano. El estilo un poco monjil y preconciliar de Sofía, en una época en la que aparecía un nuevo modelo de mujer encarnado por Brigitte Bardot, despertaba mitad burla, mitad compasión.

Pero a la salida del teatro, un grupo de carlistas exaltados, partidarios de don Javier de Borbón Parma, pocos pero muy ruidosos, seguramente entre ellos estaría Barrionuevo, los estaban esperando. Al verlos, empezaron a gritar:

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