—Pero a mí me gustaba más «se va el caimán, se va el caimán, se va para Barranquilla…».
Aunque «el caimán» no tenía ninguna intención de irse a Barranquilla y continuaba en El Pardo, tan firme como las Pirámides.
Después, a Saint Moritz. ¡Juanito quería relajarse esquiando!
Mientras estaban allí, en el hotel La Margna, les volvió a llamar Federica:
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—Ahora dice Doxiades que hay que operar enseguida.
A Sofía se le encogió el corazón. No le extrañó nada que, cuando llegaron a Atenas, la operación ya se estuviera realizando en un quirófano improvisado en Tatoi y el médico les dijera:
—Es cáncer de esófago; no hay nada que hacer… tenéis que prepararos para lo peor.
Llevaron a Pablo a su dormitorio de siempre. Lo más duro de todo fue entrar sonriente en la habitación, cuando lo que querías era estrecharlo entre tus brazos y pedirle que te consolara de su propia muerte.
Pero eso no se podía hacer. Había que tragarse las lágrimas; el marco de la puerta era la entrada al escenario en que habías de interpretar el papel más difícil de tu vida. Tu padre se iba a morir.
Tú lo sabías.
Él también.
Cuando al final todos lo aceptaron, la tensión se aflojó, pero la tristeza lo anegó todo. El viejo rey intentaba sonreír tratando de infundirles valor y tranquilidad. Ellos no veían una sonrisa, sino la máscara monstruosa de la muerte.
Un día señaló un sofá. Lo sentaron. Pidió un cigarrillo, que insertó trabajosamente en su boquilla. Sofía le acercó a Elena para que la bendijera. La niña se quedó extrañamente callada frente a su abuelo.
Cuando se acostó, no volvió a levantarse.
Federica no hablaba con nadie, no comía, no miraba a su primera nieta, que, en una habitación apartada, emprendía a gritos y a patadas el camino de una nueva vida mientras otra se extinguía.
Se hizo llevar un catre de campaña a los pies de su marido y pasaba las veinticuatro horas pendiente de él. Primero intentaba darle de comer a cucharadas, le masajeaba los pies fríos, o simplemente, le acariciaba la cara. Él apenas abultaba debajo de las sábanas. Su piel se volvió de color gris, el blanco de los ojos se puso amarillo, el rostro se le afiló. Miraba a sus hijos y a su mujer con asombro, como no reconociéndolos, y después la compasión por ellos le llenaba los ojos de lágrimas. Entonces fijaba la vista en un punto indeterminado. El sufrimiento ponía ojeras de color violeta alrededor de sus ojos y hacía que se retorciera sobre sí mismo.
Sus cabellos se convirtieron en alambres eléctricos.
La enfermera entraba en la habitación con las jeringuillas, con calmantes para aliviarle los dolores. Con firmeza, Pablo los rechazaba:
—No, quiero estar consciente para marcharme… no quiero que me retengan, quiero irme…
Federica no se movía de su lado, para ella ya no existían ni Tino, ni Sofía, ni Irene, queriéndolos tanto.
Lo llamaba:
—Palo, Palo.
Con la voz sin matices, interminablemente, todo el día.
Él cerraba los ojos. Todos espiaban la sábana, ¿subía? Sí, subía, todavía respiraba.
El último día entró Tino y le dijo:
—Papá, todas las iglesias están llenas, ¡los griegos lloran por ti!
Cogió la mano de su hijo, ese hijo ignorante e ingenuo que iba a recibir el peso desproporcionado de una herencia que no podría mantener.
Lo echarían los mismos que estaban rezando por él.
Pero eran sus súbditos, también eran sus hijos. Abrió los ojos y murmuró:
—Diles a todos que se lo agradezco mucho, que los quiero, y diles adiós. Adiós, hijo mío.
Sofía, a los pies de la cama, no podía dejar de mirar a su padre.
En la cabecera, una lamparita custodiaba una imagen de la Virgen que habían traído del monasterio de Tinos. La llama oscilaba, temblorosa, como el aliento del viejo monarca.
Al pie de los robles centenarios de Tatoi, irían a enterrar a un hombre gastado que, como un personaje homérico, había tratado de mantener su reino a pesar de las tempestades que el dios del Infortunio le había enviado. Leopardi despedía a los héroes con un hermoso verso:
«¡Descansarás al fin para siempre, cansado corazón!».
Por la tarde del miércoles 4 de marzo, Federica se despertó y lo vio incorporado en la cama. Había tirado las sábanas al suelo, tenía el rostro radiante, los ojos blancos, el color sonrosado de su juventud. Se habían rellenado los huecos de la cara y le sonreía como cuando era un hermoso príncipe que la cortejaba en Florencia.
Freddy le preguntó con miedo:
—¿Estás mejor?
—Sí, creí que ya me había ido… Siento paz y bienestar, he visto la Verdad… Freddy, es el tiempo más maravilloso de nuestras vidas…
Federica se dio cuenta de que se moría, bajó la cabeza, puso los labios en la palma de su mano descarnada que se enfriaba atrozmente y susurró contra los dedos mojados:
—Agapi mou.
Solo se oía el tictac del reloj. Freddy le preguntó:
—¿Te gustaría escuchar música?
Él asintió. Sofía puso la Pasión según San Mateo, de Bach, en el tocadiscos. La escucharon una y otra vez, los oboes cubriendo el horrible estertor con el que la muerte iba venciendo a la vida.
Mis ojos vierten sobre tu cabeza un torrente de lágrimas… ¡Sangra, querido corazón! … Descansad, miembros abatidos, descansad dulcemente… Felices son tus ojos que se cierran al fin.
Nadie hablaba. Pablo dijo en voz muy baja y con gran esfuerzo:
—Es la música más grande que se ha escrito nunca.
Pasó la noche. Llegó el amanecer. El rey se incorporó, trató de quitarse de nuevo las sábanas, movió las piernas como si quisiera caminar y le dijo a su mujer:
—Siempre estaremos juntos tú y yo… te llevo en mi corazón para la eternidad… veo la Luz…
Y musitó, tal vez:
—Prinzessin…
El viernes llovió durante diez horas seguidas. Cuando cesó, Pablo estaba muerto.
La mandíbula rígida revelaba un sobrehumano esfuerzo para ocultar su frustración, aunque Juan Carlos, el 13 de junio de 1965, intentaba sonreír mientras brindaba de nuevo con los periodistas en la cafetería de la clínica Loreto.
—¡Felicidades, alteza! ¡Padre de nuevo!
Cuando el doctor Mendizábal salió de la sala de partos, sacándose los guantes de goma y el gorro, y le comunicó:
—Su alteza está muy bien y la niña también.
El príncipe afirmó más que preguntó:
—Ah, ha sido otra niña.
El médico, saltándose el protocolo, le apretó el brazo y le dijo:
—Sí, señor, una niña muy sana.
El príncipe se rehízo inmediatamente:
—Muy bien, me alegro mucho.
Entró y besó a su mujer en la frente, y le hizo una caricia a la niña, que dormía plácidamente en sus brazos. Sonrió al ver que Sofía llevaba de nuevo su chaqueta de pijama. Una Sofía que le dijo con timidez:
—Ha sido niña, ¿estás contento?
Juanito tragó con esfuerzo y contestó:
—Claro que sí, ahora no la cambiaría por nada.
Pero Sofía, sin poderlo remediar, se deshace en llanto.
Juanito, que también lloraba sin lágrimas, no sabía qué decirle a su mujer, salió y se dirigió al teléfono del pasillo para llamar en primer lugar a El Pardo:
—Excelencia —carraspeó, después de alzar la voz un par de decibelios por encima de lo normal e incluso soltar un gallo adolescente—, ha sido niña.
En segundo lugar, a Estoril, a su padre:
—Papá, ¡ha sido niña!
Juan se quedó un instante callado. Después dijo:
—Yo no voy a ir ahí después de las cabronadas que me hace ese hijo de puta. Irá tu madre.
Juanito, que temía que el teléfono de la clínica estuviera también interceptado, se apresuró a cortar a su padre:
—Está bien, está bien.
En tercer lugar llamó a su abuela, que fue la única que le dijo lo que todos pensaban:
—Lástima, ¡qué pena! Un varón hubiera afianzado tu papel en España.
Advirtió el silencio dolorido de su nieto, y se apresuró a consolarlo a su manera, fría y eficaz:
—Guanito, no te preocupes… sois muy jóvenes, tendréis más hijos…
La infanta Elena, que ya tenía quince meses y lucía mofletes sonrosados, se acercó al hospital a conocer a su hermana acompañada por su nueva nurse inglesa, Christine Pople, y saludó a los fotógrafos y a los curiosos con la mano, ya adiestrada desde la cuna para comportarse como una princesa real. Federica fumaba un cigarrillo tras otro, ¡si hubiera adivinado que iba a ser niña, probablemente no se habría movido de Grecia! Ana María, la mujer de Constantino, los reyes más jóvenes de Europa, estaba también a punto de dar a luz en la finca de Mon Repos, en Corfú, aunque después el parto se retrasaría y su nieta Alexía no nacería hasta el 10 de julio.
Y no era solamente su hijo quien la necesitaba. ¡También Grecia! ¡La siempre convulsa, torturada, excitable Grecia!
Todas las noches llamaba a su hijo:
—Tino, no tomes ninguna determinación hasta que vuelva…
¡No te fíes de nadie!
El primer ministro, Papandreu, mascullaba delante de Tino:
—Majestad, dígale a su madre que más cocina y menos política.
A Federica la muerte de Pablo le había roto el espinazo; su vida carecía de solidez y ataduras. Estaba aturdida, como un boxeador noqueado, como un barco sin timón, y, aunque solo tenía cuarenta y ocho años, creía que la única misión que le quedaba en la vida era ayudar a sus hijos en sus difíciles caminos.
Fue ella misma la que se lo contó a los periodistas
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con un resto de su antigua pasión:
—Es un papel que nadie me impedirá llevar a cabo, ¡nadie!
¡He sido reina y quiero que mis hijos se aprovechen de mi experiencia!
Porque a Irene únicamente había que buscarle un marido, pero a Sofía había que ayudarla a despejar el camino hacia la corona y a Tino tenía que mantenerlo como fuera en el tambaleante trono griego. Solo a Sofía le reveló que:
—Tu padre me indica por las noches lo que tenemos que hacer y luego yo se lo transmito a Tino.
En la primera edición de sus Memorias Federica contaba estos diálogos transmateriales, tan acordes con su fe en las vidas reencarnadas y en el poder de los espíritus. Se cree que el mismo Franco le advirtió que este tipo de confidencias no hacían más que perjudicar la credibilidad de su hijo, y dejó de mencionarlos e incluso los suprimió de su autobiografía.
Al día siguiente del nacimiento de la segunda hija de Juan Carlos y Sofía, el ayudante de los príncipes, el general Armada, convocó a los gráficos en la remodelada salita de la suite que había ocupado la princesa.
—Cuatro fotos, sin preguntas, y hasta la próxima.
Sofía se sentó en una butaca y miraba intensamente a su hija, que había pesado tres mil seiscientos gramos. Llevaba una especie de abrigo floreado, sus inevitables perlas y el peinado rígido y alto que tan poco la favorecía y que alguien definió como «pelo globo»
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Juan Carlos tenía los ojos inquietos. Las dificultades de su vida se acrecentaban, su carrera hacia el trono estaba llena de obstáculos y a veces parecía que le fallaban las fuerzas, ¡porque su mayor enemigo no era Franco, sino su padre! A su íntimo Manuel Bouza,
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. que es una de las pocas personas autorizadas a tutearle, ya que estuvieron juntos en la Academia Militar de Zaragoza, le confesó con desaliento, de «hermano a hermano»:
—Estoy harto de que mi padre me utilice como un arma arrojadiza contra Franco sin tener en cuenta mis sentimientos… me siento como una pelota a la que tiran a un lado y a otro…
En el pasillo había un grupo armando bulla y riendo. Juanito dirigió miradas angustiosas a la puerta. Al final el general Armada fue a ver qué pasaba. Entró en la salita de puntillas, con ademán travieso, fumando un cigarrillo y poniéndose el índice sobre los labios reclamando silencio, el yerno de Franco, el marqués de Villaverde. Llevaba el pelo planchado con gomina y la bata de médico abierta sobre un conjunto sport de pantalón de pinzas muy alto de cintura y camisa de rayas gruesas. Los fotógrafos se apresuraron a soltar sus cámaras y estrecharle la mano. El marqués exclamaba con todo su gracejo andaluz:
—Cuánta luz, esto parece la feria de Sevilla.
Y poniéndose serio, les comunicó:
—Acabo de salir del quirófano; una operación difícil, diez horas…, Corazón, hígado, bazo, pulmones… ¡Todo! Era un niño. Lo he salvado de milagro…
Apenas prestó atención a Sofía ni a Juanito, que se sintieron, ante tamaña gesta, un tanto ridículos. ¡Al fin y al cabo, solo habían traído un nuevo ser al mundo, ya tan superpoblado! Todos parecieron olvidarse un poco de ellos.
Se intercambiaron cigarrillos, se rememoró la última cacería en la que había participado el marqués, en la que estuvo «tirando»
con la cantante Luciana Wolf, y alguien preguntó por la última corrida del Cordobés. Un fotógrafo, andaluz también, de pequeña estatura, incluso emuló el salto de la rana del popular torero:
—¡Oleeeé! —gritaron todos.
Sofía y Juanito intentaban hablar entre ellos y con la niña:
—Roro.
Pero la infanta Elena tampoco les hizo caso, parecía fascinada por la escena y señalaba con su dedo regordete a aquel señor de dentadura tan blanca como un anuncio de pasta dentífrica. Palmoteaba, encantada por aquel maremágnum de voces, y se puso a chillar.
De pronto entró el lúgubre Alfonso de Borbón Dampierre en la habitación, conducido por Castañón de «Pena», más «Pena» que nunca. Juanito, con lo que él creía refinada astucia florentina, había nombrado a su primo padrino de la recién nacida. Inmediatamente se instaló en la habitación un silencio respetuoso, y los fotógrafos volvieron a hurgar en sus cámaras con expresión reconcentrada. El marqués se apresuró a pegarle un abrazo con grandes palmadas en la espalda:
—Hombre, príncipe… alteza.
Con su voz aflautada y su marcado acento francés, el comedido Alfonso exclamó:
—Cristóbal, qué sorpresa.
Otra vez explicó Cristóbal Villaverde lo de la operación, el quirófano, diez horas, el niño casi muerto…
Terminó abriendo los brazos modestamente:
—Lo salvé, alteza. —Señalando a lo alto—. O Dios, no lo sé…
Príncipe…
Le pegó otro abrazo.
Alfonso se dejaba querer mientras tendía distraídamente su regalo, una caja de bombones, a Sofía, que la cogió al vuelo. Juanito enrojeció de rabia, pero se calló. Solo él tenía derecho al tratamiento de príncipe o alteza y quizás pensara, en una expresión que solía utilizar su padre, que los bombones: