—¡Ya estoy harto! —explotó—. Nunca debería haber confiado en usted. ¿Esperaba que me quedara aquí sentado y me tragara todo ese disparate?… ¡No soy tan estúpido!
Cogió el abrigo del perchero. Honma permaneció sentado. Sabía que Jun no iba a marcharse a casa, no en ese estado. No sin un último esfuerzo para recobrar algo de la dignidad perdida.
Tal y como había esperado Honma, Jun se detuvo nada más salir por la puerta del salón. Le temblaban los hombros. Sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta y cogió algunos billetes antes de decir:
—Esto cubrirá sus gastos… ¡Supongo que será suficiente! —vociferó, lanzándoselos a Honma. Unos cuantos billetes de diez mil yenes cayeron esparcidos por el suelo. Acababa de perder la dignidad y, por lo visto, no pretendía dar las gracias por ello.
Vaya, mira como no se olvida del dinero, pensó Honma. Por mucho que vocifere, que increpe, que se ponga hecho una furia… No se olvida del dinero. Ese chico había nacido para ser banquero.
—Como quieras. ¿Alguna vez te enseñó una instantánea? —preguntó a Jun, que respiraba con fuerza—. ¿La foto de una casa? ¿Una casa de color chocolate, lujosa, de estilo occidental? ¿Te enseñó algo parecido?
—Por favor… —espetó Jun—. ¡Va a tener que inventarse algo mejor! —Y aquello fue lo último que dijo antes de dar un portazo y desaparecer.
Honma oyó sus pasos alejándose.
Makoto vino corriendo con Isaka, ambos con los ojos abiertos como platos.
—¿Estás bien, papá?
—Estoy bien —repuso Honma que estaba recogiendo los billetes del suelo.
—¿De verdad? ¿No te ha hecho daño? Isaka estaba pálido.
—Estaba muy preocupado. Lo único que me ha dicho Makoto es que estabas en peligro. Y justo cuando estábamos saliendo del ascensor, ese chico salía por la puerta de la casa, hecho un energúmeno… ¿Qué es eso? —preguntó, señalando el dinero.
—Mis honorarios y los gastos.
—¿Te lo ha tirado al suelo? —Makoto estaba indignado.
Isaka no pudo contener la risa.
—Pero si sólo son treinta mil yenes. Vaya un agarrado.
—No —contestó Honma, riendo también—. En realidad, es demasiado.
—¡Qué rata! —vociferó Makoto, el único que seguía enfadado. Honma le dio una palmadita en la cabeza.
—No hay razón para enfadarse. Ha sido un golpe muy duro para él y ahora está algo confuso. —Enarcando una ceja, añadió—: Cambiando de tema, jovencito, pareces bastante enganchado al ordenador. ¿Llevas la cuenta del tiempo que te queda para el resto de la semana? —Makoto tenía un límite inflexible de siete horas de ordenador a la semana. Si se pasaba aunque sólo fueran diez minutos, su padre le confiscaba el aparato durante la semana siguiente.
—Me quedan dos horas —protestó Makoto—. Llevo la cuenta, no te preocupes.
—Bien.
Makoto se marchó arrastrando los pies para apagar el ordenador, dejando solos a los adultos.
—Por lo visto, estás fuera del caso —observó Isaka—. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Investigar. De todas formas, oficialmente jamás estuve en el caso, así que no veo por qué he de dejarlo ahora.
—¿Vas a seguir buscando?
—Claro. —Desvió la mirada hacia la ventana. Todo el vecindario estaba sumido en la oscuridad. Y allí fuera, en algún lugar bajo aquella oscuridad, se encontraba la mujer desaparecida.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Isaka, mirando el reflejo de Honma en la ventana.
—Voy a seguirle el rastro a la verdadera Shoko Sekine: cómo vivía, los problemas a los que tuvo que enfrentarse. Si logro averiguar todo eso, quizás me haga una idea de la mujer que salió a comprar una nueva identidad.
—A comprar problemas, diría yo —masculló en voz baja Isaka—. Seguro que está dándose una vuelta en ese viejo tren, aquel que mencionan en los sutras, aquel vagón maldito que lleva a los pecadores al infierno.
—¿Un vagón maldito?
Isaka recitó:
«Sobre ruedas de fuego
Se deslizan las penas
Las oigo chirriar al pasar por mi puerta
¿Dónde irán? Me pregunto
¿Dónde irán?»
Sonrió.
—Anoche, cuando le conté a Hisae lo de la quiebra y demás, me vino a la mente. Es un poema sacado de una vieja antología
The Jewel of Attainment
, si no recuerdo mal.
Sí, las ruedas del karma seguían girando.
Shoko Sekine había intentado detenerlas. En algún momento, se había bajado de aquel vagón. Entonces, sin que se diera cuenta, otra mujer que había llegado a convertirse en ella, subía a bordo después.
Pero, ¿dónde estaba esa mujer? Y lo que es más importante aún, pensó Honma rebosante de suspicacia, ¿quién era en realidad?
Cuando Mizoguchi asomó por la cortina que colgaba sobre la puerta del restaurante especializado en fideos, el Nagase, se vio envuelto por el vapor. El propietario, que se levantaba tras una barra de madera sin barnizar con su mandil de chef de un blanco prístino, acababa de abrir la tapadera de un caldero. Mizoguchi se dirigió a la mesita que quedaba al final del restaurante y se acomodó. Tenía los cristales de las gafas empañados, pero cuando Honma se acercó por el pasillo unos minutos más tarde, él lo reconoció y le saludó.
—¿No ha tenido problemas para encontrarme, verdad? —preguntó el abogado, señalando la silla que quedaba frente a él.
—Siento molestarle cuando está punto de comer.
—No se preocupe. Mi secretaria dijo que se pasaría por aquí. —Se quitó las gafas, las limpió y añadió—: Le recomiendo los tallarines en tempura.
La camarera se acercó con un vaso de agua y Honma aprovechó para pedir. Ya había pasado la hora de comer, pero el local estaba todavía lleno. Aun así, no había mucho ruido que dificultara la conversación. En realidad, el nivel de bullicio de fondo era bastante apropiado para lo que tenían que discutir.
—¿Ha hecho algún progreso? —preguntó Mizoguchi, colocándose las gafas otra vez. Parecía mucho más joven sin ellas.
—No estoy seguro de si debería llamarlo «progreso». Las cosas se están poniendo cada vez más complicadas.
—Después de todo, ¿ha conseguido dar con algo? —inquirió Mizoguchi, enarcando las cejas. Honma asintió.
—Es una larga historia —empezó. Habérselo contado a Jun la noche anterior le ayudaba ahora a expresarse con más claridad. «Se aprende con la práctica, no importa el campo», pensó Honma.
Sirvieron la comida. Mizoguchi levantó los palillos e hizo un gesto a Honma, invitándolo a comenzar. Entonces, se limitó a escuchar, impasible, sin demostrar la mínima señal de sorpresa o desconcierto. Un buen abogado debía andarse con pies de plomo para que sus gestos no dejaran entrever lo que pensaba.
Para cuando Honma hubo terminado de contar la historia, Mizoguchi había acabado sus fideos. Asintió con la cabeza, ligeramente.
—Ya veo —dijo—. Ahora, coma, yo hablaré.
Honma miró el reloj.
Mizoguchi negó con la cabeza.
—Si es mi tiempo lo que le preocupa, no tiene por qué. Me tomaré el que necesite. —Se quitó las gafas para limpiarlas de nuevo con la servilleta mientras ponía en orden sus ideas. Entonces, habló, con mucho sosiego.
—Usted me comentó que quería hacer alguna averiguación sobre Shoko Sekine y la vida que llevaba. Bien, estoy deseando compartir lo que sé con usted. Creo que quizás pueda disipar algunas que otras interpretaciones equívocas.
—¿Interpretaciones equívocas?
—Sí. Corríjame si me equivoco, pero sospecho que sus ideas siguen el siguiente patrón: Shoko Sekine se llevó a sí misma a la bancarrota. Y lo que es peor, se ganaba la vida vendiendo sus favores en un bar, quién sabe durante cuánto tiempo. O sea, no sólo se le daba mal administrar el dinero, sino que además era una mujer algo promiscua. Etcétera, etcétera. Y ya que ese es el tipo de vida que llevaba, indagar en sus relaciones personales, resultaría algo problemático. ¿O me equivoco?
Honma levantó los palillos para indicar que no tenía nada que objetar a la exposición de los hechos. El resumen de Mizoguchi coincidía con lo que Isaka había sugerido. De hecho, la mayoría de le gente sacaría idénticas conclusiones al oír las palabras «bancarrota personal».
El abogado sonrió, revelando una perfecta hilera de dientes. Pequeños, pero en un sorprendente buen estado para alguien de su edad.
—Esa es una interpretación errónea. Lo cierto es que, hoy en día, es gente muy sincera, precavida e incluso tímida la que acaba al borde de la bancarrota. Y eso se debe al funcionamiento mismo de la industria del crédito. —Metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un bloc de cuero negro y manoseado, que colocó frente a él—. ¿En qué año nació, señor Honma?
—En 1950.
—Entonces, tiene cuarenta y dos años. Vaya, parece mucho más joven —sonrió—. Pero eso significa que cuando todo empezó usted tenía únicamente diez. Todo comenzó con los grandes almacenes Mauri, allá en 1960. Por supuesto su Red Card es hoy día una de las tarjetas de compra a crédito más famosas del mercado, pero las cosas funcionaban de una manera bien distinta por aquel entonces. En realidad, todo lo que hicieron se limitó a la decisión de sustituir el término tradicional
kappu
, o «pago a plazos» por la palabra inglesa
credit
. No ofrecían ningún servicio nuevo, introdujeron esta palabra por su gancho exótico y su connotación occidental. No hay que olvidar que en 1960 se firmó el Pacto de Seguridad entre Estados Unidos y Japón. Ese mismo año, apareció la tarjeta Diner's Club. Ya por entonces era conocida por escoger a sus clientes con suma rigurosidad, por contar con miembros selectos, y actualmente sigue considerándose como una de las tarjetas de crédito más fiables en este país. Y la más longeva, con treinta y dos años de vida.
»1960 también corresponde al inicio del ciclo de crecimiento acelerado, que nos permitió abrirnos camino hacia el estatus de superpotencia económica. Despegó la economía, la financiación del consumo no tardó en convertirse en una necesidad. Así nació la «industria del crédito» —Mizoguchi hablaba con soltura, como si ya hubiese repetido el mismo discurso varias veces—. En realidad, sin esta financiación del consumo, es improbable que la economía japonesa, y su corolario, nuestro nivel de vida, hubieran levantado el vuelo. No obstante, desde aquel momento, ya no hubo vuelta atrás.
»Bueno, veamos. Acabo de utilizar el término «financiación del consumo». Sería más preciso decir «endeudamientos del consumidor». Esto puede dividirse en dos ramas: por un lado, tenemos el sector de las «compras a crédito», lo que básicamente corresponde al mercado de las tarjetas de crédito. Por otro lado, está la concesión de «préstamos al consumo», emitidos por entidades bancarias y demás: préstamos sujetos a depósitos a plazos fijos o garantizados sobre ahorros. Este término, «préstamos al consumo», también incluye los préstamos rápidos concedidos más allá del límite de crédito de una tarjeta y, por fin, a esas compañías de financiación al consumidor, ya sabe, aquellos designados como «prestamistas». ¿Me sigue?
Honma ya había terminado de comer y estaba tomando nota.
»La primera categoría, «compras a crédito» se subdivide a su vez entre las tarjetas que dan opción a pagar a plazos y las que no. Alude simplemente al hecho de que el titular de la tarjeta tenga, o no, la opción de fraccionar un pago a lo largo de un periodo determinado. Por regla general, una tarjeta de crédito emitida por un banco no contempla la posibilidad de pagar a plazos; pero sí las tarjetas emitidas por entidades no bancarias. Esa es la única diferencia. Aparte de esto, existen las compras con opción de pagar a plazos un producto y para los cuales no es necesario tener tarjeta. Por lo tanto, tenemos esas dos subcategorías que, a su vez, se subdividen en «individual» y «titular de tarjeta».
Cambió de postura en su asiento antes de inclinarse hacia delante, como si quisiera enfatizar algo. Después, le echó un vistazo a una especie de chuleta que sacó del bolsillo.
«Ahora bien, según los datos de 1990 correspondientes a las compras a crédito y, en especial, las que admiten pagos a plazo, la cantidad de nuevos créditos concedidos alcanza los once coma cinco billones de yenes. En cuanto a las compras estándar a crédito, la suma asciende a doce billones de yenes. Dentro de la otra categoría, la de «préstamos al consumo» los datos del mismo año se triplican y culminan en treinta y cuatro billones de yenes. Si sumamos el total, estaríamos hablando de una cantidad de… —Era obvio que ya lo tenía más que estudiado y no necesitaba pararse a hacer cuentas, pero parecía querer darle algo de emoción al discurso—. ¡Unos cincuenta y siete billones de yenes en préstamos al consumidor, sólo para el año 1990! Estamos hablando de un negocio que maneja cantidades equiparables al presupuesto nacional.
—Mucho dinero —dijo Honma.
—Puede decirlo: cincuenta y siete billones, o lo que es lo mismo, el catorce por ciento del producto nacional bruto de ese año. O el veinte por ciento de la renta
per cápita
de los japoneses. Las cifras para Estados Unidos son similares. En definitiva, no cabe la menor duda, la financiación al consumidor se ha convertido en uno de los principales pilares de nuestra economía.
Es más, el negocio no daba señas de estancamiento. En aquel punto, Mizoguchi volvió a remitirse a su chuleta.
»El crecimiento del volumen de financiación al consumidor es asombroso a todos los efectos. En 1980, el total rozaba los veintiún billones. Digamos que este nivel corresponde a un índice 100. Bien, cinco años más tarde, en 1985, este mismo índice alcanzaba el 165, por un total de treinta cuatro coma setenta y cinco billones. En 1990, el índice asciende a 272. Casi se ha triplicado la cifra en tan sólo diez años.
Trazó una línea en el mantel con el dedo.
«Imagínese un gráfico donde reflejamos esta tendencia y, en paralelo, otra curva que represente la evolución del producto nacional bruto. Pues bien, el PNB quedaría más o menos así… —Una pendiente de treinta grados—. Y esto sería la de préstamos al consumo… —Dibujó una pendiente de cuarenta grados—. Parece una pista de esquí, ¿verdad? O quizá esté más empinada aún. ¿Existe otro sector que cuente con un crecimiento de tales dimensiones?
—Es como una burbuja gigante.
Mizoguchi reflexionó durante un momento antes de negar con la cabeza.
—Lo que se suele llamar «burbuja», la burbuja económica que estalló el año pasado, no tiene nada que ver con esto. El mercado del crédito es más bien… un fantasma. No hay nada en él que sea tangible. Nunca lo hubo, no desde que la gente empezó a utilizar la moneda. Hojas de papel y fichas de metal. ¿Entiende lo que le quiero decir? —El abogado empezaba a calentarse—. Un billete de diez mil yenes vale lo que vale. Y a diferencia de ese dinero falso que deja de tener valor en cuanto pones un pie fuera del tablero, cualquier máquina expendedora aceptará tu moneda de cien yenes. Eso es así porque todos accedimos a ello. Cualquier estudiante está familiarizado con el sistema monetario, sabe que se trata de un fantasma, conoce su «real irrealidad», la verdadera falsedad del dinero como un contrato social. Gracias a ello, no tenemos que arrastrar un cadáver de jabalí colina abajo para trocarlo por vestimentas, verdura y arroz para sustentar a nuestras familias. Nos hemos librado de eso. Gracias a que nuestra sociedad esté basada sobre la economía monetaria, puedo ganarme la vida intentando ayudar a la gente a solucionar sus problemas de dinero. No está nada mal, ¿no le parece?