—Sí, lo recuerdo.
—Bien. Pues el hombre al que acabo de aludir no reparó en ello al principio. Pero ya le digo, el interés es como el maquillaje de una mujer: se hace más y más espeso conforme va pasando el tiempo. Incluso el concepto «préstamo» levanta de por sí sospechas. Todo el mundo sabe, los jóvenes más que nadie, que acudir a un prestamista no trae nada bueno. Pero coger prestado de una tarjeta de crédito, eso ya es harina de otro costal. Si miramos más detenidamente, los tipos de interés alcanzan entre el veinticinco y el treinta y cinco por ciento al año, o sea, casi lo mismo que con los prestamistas. Quizás esta concepción se deba a que los métodos de cobro empleados resultan bastante discretos. Pero lo cierto es que da la impresión de que utilizar una tarjeta de crédito es algo práctico y seguro. Ese es el primer error.
El vaso de Mizoguchi volvía a estar vacío.
»La gente joven es particularmente susceptible. Y las compañías de financiación al consumidor se esfuerzan por expandirse a este mercado. Todos los medios valen con tal de conseguir un cliente nuevo. Así que somos nosotros los que debemos despabilar. Tal y como están las cosas, tenemos una laguna. Ya van veinte años desde que los bancos de las grandes ciudades empezaron a expedir tarjetas de crédito a los estudiantes. No obstante, durante los últimos años ¿acaso las universidades se han molestado en ofrecer consejo a sus alumnos sobre cómo utilizar apropiadamente dichos medios de pago? Esto es algo que deberíamos empezar a hacer ya. He oído que en los institutos públicos de Tokio, reúnen a todas las chicas antes de su graduación para impartirles toda una lección sobre el uso de cosméticos. Bueno, si tienen el tiempo y el interés para ese tipo de cosas, ¡bien podrían darles unos consejos básicos de supervivencia en lo que respecta al manejo del dinero! —Dio un puñetazo en la mesa—. No soy nadie para culpar a los de arriba, pero esto me saca de quicio. Es un fallo político. Debería haber una agencia encargada de vigilar las buenas prácticas de la industria de créditos al consumo.
—¿No la hay?
—La venta a crédito es responsabilidad del Ministerio de Comercio e Industria. Los préstamos personales son competencia de Hacienda.
Las autoridades que deberían controlar el sector están esparcidas, y no destacan precisamente por la colaboración que se prestan. No tiene sentido cuando muchos bancos, por ejemplo, desarrollan ambas actividades. A las que, a veces, se tiene acceso con la misma tarjeta.
Mizoguchi se inclinó hacia delante. Honma se percató de que el propietario del restaurante lo miraba, sonriendo ligeramente. Al parecer, ya había presenciado aquella escena más de una vez.
»Me dijo usted que quería averiguar el tipo de mujer que era Shoko Sekine. Bueno, tenga en cuenta todo lo que le he dicho hasta ahora. Considérelo un extenso prólogo.
—Sobre el sistema que le hizo posible llegar hasta donde ha llegado.
—Correcto. Probablemente esté pensando: «de acuerdo, entiendo que existe todo tipo de problemas en el mundo del crédito al consumidor: problemas estructurales, problemas de tipos de interés, de incompetencia administrativa, de falta de educación… » Y es cierto. Pero cuando se debe un ojo de la cara, en fin, te quedas solo; es un problema individual. O bien tienes una personalidad débil o bien no tienes ni idea de cómo funcionan las cosas en el mundo. Véase como prueba de ello que no todo el mundo en Japón está endeudado hasta las cejas. La gente «normal» no se mete en semejante berenjenal. A fin de cuentas, la acumulación de deudas es el reflejo de un fallo en la vida personal o algún fallo cometido en cierto punto. ¿Me equivoco?
Touché
. Honma miró al tipo que había detrás de la barra que ahora reía y los observaba sin el menor reparo.
—¿He acertado?
—Ha dado en el clavo.
Mizoguchi tosió y guardó silencio antes de preguntar: —¿Conduce usted, señor Honma? —¿Cómo dice?
—Un coche. ¿Tiene permiso de conducir? —Sí, claro. Pero no conduzco.
—¿Es porque está demasiado ocupado con el trabajo? ¿No tiene tiempo?
—No, es… —Tenía que decir algo—. Hace tres años, mi esposa tuvo un accidente. Fue en un día lluvioso y un camión se le echó encima desde el carril contrario.
Los ojos de Mizoguchi se abrieron de par en par durante un momento. —Y ella…
—Casi en el acto. Desde entonces no he vuelto a conducir. Ni siquiera tengo coche, me pone enfermo. Aunque aún llevo el carné encima.
En silencio, el abogado se recostó en el asiento, y después inclinó la cabeza, en un gesto rápido, como el de una marioneta.
—Lo siento… No lo sabía.
—Desde luego que no. No se preocupe. —«Qué hombre más decente», pensó Honma—. A propósito, ¿a qué venía esa pregunta?
—Ha sido imperdonable por mi parte. —El abogado se incorporó y tras pensarlo un rato, retomó su argumento—. Por lo que acaba de contarme, confío en que lo entenderá.
—¿Por qué?
—Su mujer era buena conductora, ¿verdad?
—Sí. A menudo, llevaba a nuestro hijo. Siempre iba con mil ojos en la carretera.
—¿Y el conductor del camión?
—Se quedó dormido. Alegó que trabajaba demasiado. La compañía había recortado plantilla y llevaba dos días enteros en la carretera, sin dormir. Un trayecto de larga distancia por todo Japón. Del sur al norte, ida y vuelta. Cuando oí aquello, no me sentí capaz de presentar cargos contra el camionero.
El abogado asintió, en un gesto de apoyo.
—¿Había una isleta entre ambos carriles? ¿Cuál era la extensión de la carretera? Cuando el camión se le echó encima, ¿quedó espacio libre por el que pudiera escapar su mujer?
Honma negó con la cabeza a modo de respuesta a todas esas preguntas.
»Entonces, ¿quién fue el culpable? —preguntó Mizoguchi—. Está claro que gran parte de la culpa recae sobre el conductor que se quedó dormido. Pero algo de responsabilidad ha de tener el empresario que permitió que uno de sus hombres trabajara en tales condiciones. Y también la administración que no se molestó en construir isletas en una carretera transitada tanto por turismos como por vehículos pesados. Si a eso le añade el hecho de que la carretera fuera demasiado estrecha, las autoridades locales que planificaron la obra también tienen parte de culpa. Y todo porque el precio del suelo está por las nubes. —Levantó la vista—. Un accidente se debe a un cúmulo de factores, cualquier elemento que pudiera contribuir a evitarlo es importante. Pero suponga que no tengo en cuenta todo eso y afirmo: «La culpa la tuvieron los dos conductores. Ambos cometieron un fallo en algún momento». ¿Cree usted que eso es justo?
A Honma no le apetecía mucho contestar y sabía que no era necesario hacerlo.
Mizoguchi asintió y continuó:
»Es muy fácil culpar y juzgar a alguien a quien se lo comen las deudas. «Estúpidos». Pero es igual de injusto que menospreciar a los conductores implicados en un accidente: «Son malos conductores, por eso ha pasado lo que ha pasado. No deberían haberles dado el carné». Así de sencillo, sin considerar las circunstancias previas y posteriores al siniestro. Y dirá «La prueba es que hay gente que jamás ha tenido un accidente».
Honma se acordó del camionero; recordó aquella vez cuando el hombre fue a su casa con un detective de la División de Tráfico. No lograba acordarse de su cara. El camionero, por su parte, tampoco fue capaz de mirar a Honma a los ojos. Cuando puso una barrita de incienso junto a la foto de Chizuko, Honma vio que le temblaban las manos y que esparcía algo de ceniza sobre el suelo. Después, cuando Honma fue a limpiar la ceniza reparó en lo caliente que estaba el punto en el que se había arrodillado el camionero. Una señal de que estaba vivo. Fue entonces cuando a Honma empezó a consumirle la rabia. Saber que la culpa no era sólo de aquel hombre no le ayudaba. Todo lo contrario, lo empeoraba aún más.
Honma observó al abogado durante un momento, con la mirada perdida, antes de que el sonido de su propia voz le hiciera regresar a la realidad.
—Entiendo lo que quiere decir, señor Mizoguchi.
Mizoguchi prosiguió, muy lentamente al principio.
—En los accidentes de tráfico, el conductor suele cargar con toda la responsabilidad. Pero, ¿qué hay de la famosa comisión de seguridad vial? ¿Y de los propios fabricantes de coches, para los que prima el ahorro de combustible sobre los factores de seguridad? Sí, gran parte de la culpa la tienen los conductores, pero limitarse a decir: «el que tiene un accidente es un conductor pésimo», es absurdo. Lo mismo puede extrapolarse al préstamo al consumidor y la acumulación de deudas. —Entonces, su tono cobró algo de energía—. Las vigentes disposiciones legales sobre quiebra necesitan ciertas modificaciones, tal y como la prensa ha estado explicándonos con su lenguaje hiperbólico. Ya sabe, el tipo de titular «Haga el agosto declarándose en bancarrota». ¿Conoce usted el procedimiento para presentar una declaración de bancarrota?
—Más o menos.
—Los pasos a dar son bastante sencillos —explicó—. Primero ha de declarar la bancarrota ante cualquier juzgado competente en su jurisdicción regional. Ha de presentar una declaración completa junto con una copia del registro familiar y del certificado de empadronamiento, un registro de su patrimonio, una lista de acreedores y una detallada descripción escrita de las circunstancias por las que ha incurrido en deuda. Una vez hecho esto, le darán cita para declarar ante el tribunal, y el juez revisará los hechos con usted. Este proceso se conoce como «investigación judicial de buena fe». Ni la declaración ni este proceso duran mucho. En casos de quiebra individual, los trámites se cumplen en uno o dos meses.
»En los casos donde una persona tiene casa o alguna otra posesión material, un alguacil nombrado por el tribunal será quien seleccione los acreedores, liquide la propiedad y distribuya equitativamente las ganancias. Durante esta etapa, el que se declara en bancarrota o «fallido» no puede mudarse ni salir del territorio sin permiso judicial. En muchos casos, la correspondencia es desviada directamente al alguacil. Sin embargo, cuando el fallido es menor de veinte años, el procedimiento cambia. Después de todo, ¿qué patrimonio puede tener alguien de esta edad? Ropa, algún que otro mueble, un equipo de música, bienes de poco valor que no suelen ser embargados.
»Huelga decir que si no tiene ningún bien que pueda ser liquidado, no existe razón por la que perpetuar un estado de quiebra. Con lo cual, se emite una «cancelación» y en el momento en el que se firma, se detiene el proceso de bancarrota. Ya que este proceso pone fin a la quiebra, la orden de restricción que prohíbe viajar al afectado queda levantada.
»Aun así, no es el fin de las deudas. Al mes de la cancelación, se presenta una «exención de deuda». Mediante este trámite, el fallido queda exonerado de sus obligaciones ante los acreedores. Esto puede llevar de seis a siete meses. En general, los casos de quiebra individual suelen beneficiar esta medida. Pero hay que cumplir con unas cuantas condiciones. Primero, un fallido no ha de registrar una quiebra previa o exención de deuda en los últimos diez años. En otras palabras, los estatutos legales establecen un máximo de una bancarrota por persona y década.
»La exención puede volverse nula si se descubre cualquier fraude como ocultar terrenos o engañar a los acreedores tratando de sacarles todo el dinero posible antes de presentar la declaración de quiebra. Aparte de eso, poco importa cómo haya malgastado el dinero o cuánto tiempo lleve arrastrando deudas, excepto en los casos donde la acumulación repentina de préstamos es interpretada como bancarrota intencionada. Lo único a lo que debe aspirar un fallido es a hacer borrón y cuenta nueva, y no aprovecharse del sistema.
»El objetivo es siempre salvar al deudor —continuó—. Aunque el procedimiento ha sido objeto de virulentas críticas, acusado de ser una manera cómoda de quitarse el muerto de encima —suspiró y, de repente, pareció mucho más mayor—. Eso plantea preguntas éticas. Incluso yo tiendo a pensar que un sistema más eficiente consistiría en obligar a los fallidos a afrontar sus pagos. No intereses desorbitados, sino el dinero que realmente se ha gastado. Poco a poco, a plazos —sonrió de nuevo.
»Pero, ya sabe, la mayoría de la gente que juega con fuego no acude en busca de ayuda hasta que se quema. Lo que desde luego me deja poco margen de maniobra para aconsejarles sobre medidas prevención, de actuación. Lo primero es salvar vidas.
—Eso es comprensible —intervino Honma, asintiendo con la cabeza.
—Las deudas hacen que la gente llegue hasta a quitarse la vida. Destrozan hogares, obligan a las personas a huir… Suena increíble hoy día, pero este tipo de tragedias ocurre constantemente, y todo por falta de conocimiento de lo que es la bancarrota personal.
—¿Y eso cambiaría algo?
—Últimamente, hemos visto un incremento en la proporción de clientes que vienen a asesorarse antes de que las cosas se les vayan de las manos. Me gusta pensar que se debe en parte a nuestros esfuerzos. Las declaraciones de quiebra también se han disparado. Los juzgados tienen tantos casos que tramitar que no dan abasto. —Mizoguchi hojeó su cuaderno—. Sólo en 1984, se archivaron unos veinte mil casos a nivel nacional. Aquel fue el año en el que se dio la alarma contra la financiación al consumidor. Desde entonces, ha ido creciendo y bajando, pero durante los últimos años la tendencia está de nuevo en alza. En 1990, se registraron doce mil casos, pero el año pasado ascendió a veintitrés mil.
Este año hablaríamos de una cifra incluso mayor. La semana pasada, el teléfono de la oficina no paró de sonar en dos días, las seis líneas de asesoramiento crediticio echaban humo. La mayoría eran llamadas de gente joven. Incluso recibimos una llamada de unos padres cuyo hijo había escapado de casa para huir de sus deudas.
En aquel momento, sólo quedaban dos clientes en el restaurante. Mizoguchi dejó escapar un gruñido mientras se ponía de pie.
—¡Hasta mañana! —le gritó al hombre que dirigía el negocio mientras Honma y él se encaminaban hacia la puerta.
Salieron a las callejuelas durmientes del distrito de Ginza que estaba irreconocible a aquella hora del día. Había bicicletas apoyadas contra las fachadas de las tiendas, bolsas de basura esparcidas aquí y allá. Nada de oropeles ni luces de neón. Puede que los bares absorbieran la ciudad por la noche, pero durante el día, el dinero descansaba plácidamente en los bancos. Ginza estaba descansando, probablemente, de su bulliciosa actividad.