Tamotsu desvió repentinamente la mirada. Tomie estaba comiéndoselo con los ojos.
—¿Cómo era Shoko en el trabajo?
—Desesperada. —No tuvo que pensárselo mucho.
—¿Por el dinero?
—¿Por qué si no? Esos acreedores prácticamente llamaban a la puerta del club. Por suerte, no tenían el aspecto de matones que tienen los de la Yakuza. Ella consiguió darles largas por lo que debemos de estar agradecidos, supongo. Me extraña que no acabara trabajando en uno de esos prostíbulos de mala muerte. Hubo un momento en el que intenté convencerla de dejarlo todo y salir huyendo.
—Contando todo lo que tenía que pagar a las agencias de crédito y al resto de acreedores, arrastraba una deuda que ascendía a más de diez millones de yenes. ¿Estaba al corriente de ese dato?
Tomie se encogió de hombros.
—Sabía que era mucho pero esto… Ha perdido la cabeza. Tamotsu la fulminó con la mirada.
—Es muy fácil decir: «ha perdido la cabeza». Pero hay mucha gente en la misma situación.
—Ya, usted debe de ser un antiguo amigo suyo, de su ciudad natal —dijo ella en tono de enfado—. Así que supongo que sabrá que Shoko aseguraba haber venido a Tokio sólo porque no podía aguantar más en aquel barrio de catetos.
Honma miró a Tamotsu, que se sentaba recto, sin ninguna expresión en el rostro.
Tomie se dirigió a Honma.
—Según me contó, no guardaba ni un solo recuerdo feliz de aquel lugar. Al parecer, quería alejarse todo lo posible de su ciudad natal y empezar una vida completamente diferente. Aunque supongo que llegó a darse cuenta de que no era tan fácil. No se puede cambiar de vida así como así.
—Al menos sin que las cosas vayan a peor —añadió Honma.
—Eso es, a peor —sonrió a sabiendas—. Los sueños de Shoko por llegar a convertirse en una mujer de éxito salieron por la ventana en el momento que consiguió su primer empleo de oficinista. El sueldo era mísero y el apartamento en el que la alojaban un vertedero.
—Kasai Trading —dijo Honma—. Esta misma mañana, me he pasado por allí.
Una completa pérdida de tiempo. El encargado del personal había resultado tener un humor de perros. Alegaba que la rotación de personal sucedía tan a menudo que no valía la pena consultar los archivos individuales. Naturalmente, ni se molestó en echar un vistazo a la foto de Kyoko Shinjo. No es que importara mucho. Si Honma estaba en lo cierto y Kyoko fue tras Shoko después de haber empezado a trabajar en Roseline, poco después de julio de 1988, entonces la visita a Kasai Trading no iba a aportar nada nuevo. Y pese a todo, le sacaba de sus casillas recibir ese tipo de trato.
—No recuerdo el nombre de la compañía, pero probablemente sea esa. De todas formas, el apartamento era un desastre y las cosas se pusieron peor cuando se mudó. Entonces sí que tocó fondo. No me sorprende, considerando la situación. El alquiler del apartamento en Castle Mansión era un robo.
—Probablemente fuera esa la razón por la que empezó a pedir préstamos.
Tomie miró su paquete de cigarrillos y contó los que quedaban, antes de sacar uno y encenderlo.
—Empezó a vivir del crédito y casi sin darse cuenta, acabó debajo de un puente.
—¿Debajo de un puente?
—Bueno, ya sabe a lo que me refiero —dijo la chica, alzando ambas manos al aire—. Sin dinero, sin formación. Sin ninguna habilidad especial. No tiene la cara tan guapa como para lograr que un banquero le abra la caja fuerte. Y trabajando para una compañía de tan poca categoría. Ella sabía que si quería darse la vida padre, no podía quedarse con los brazos cruzados. Cuando ella quería algo, iba tras ello, costase lo que costase. En el pasado, o bien te abrías camino hacia la cima o bien te aguantabas con lo que te había tocado, ¿no?
Tamotsu parecía tener algo que decir, pero Honma invitó a Tomie a proseguir.
—Las cosas ya no funcionan así. Ahora todos quieren alcanzar sus sueños. Y nadie está dispuesto a dejarlos marchar sin más. El sueño de Shoko era disponer de dinero para comprar, algo que cumplieron las compañías de tarjetas de crédito. Sin límites, sin preguntas. Es una solución fácil. Y no hablo sólo de las mujeres, ¿sabe? Hay un montón de hombres que matarían por asistir a una buena universidad sólo por hacerse con el puesto de trabajo perfecto. Es lo mismo, el mismo tipo de fantasía, aunque esta última se considera más respetable.
Honma recordó lo que la señora Sawagi había dicho acerca de la alarma sobre la financiación al consumidor de finales de los años 80. Los sueños de la gente por comprarse una casa, aunque para ello tuvieran que hipotecar el alma. Como si un trozo de terreno supusiera la felicidad instantánea.
—La gente joven no tenía acceso al dinero que podía costear sus fantasías. Y tampoco existían tantas formas de gastarse la «pasta» como hoy día. No había cambios de imagen tan caros, ni cirugía estética, ni colegios tan selectos, ni revistas de papel satinado que nos machacaran con tantos chismes y productos. —Tomie estaba tan metida en la conversación que se había olvidado de encender el cigarro—. Ahora todo es más fácil. Los sueños se pueden comprar con dinero. Los que lo tienen, se lo gastan; los que no, piden préstamos y acaban como Shoko.
—Por cierto, ¿cuánto tiempo lleva trabajando en el Gold?
—Siete u ocho años. Fue después de que se fuera a pique mi propio club. Mi marido y yo lo regentábamos hasta que se hundió y él se marchó. Pero yo no me declaré en bancarrota. No fue tan complicado saldar las cuentas sin perder la decencia. Hablé con mis acreedores. En realidad, aún sigo pagando mis deudas. —Otra bocanada de humo salió torcida de entre sus labios—. ¿Sabe lo que mi marido me dijo una vez? Tengo que admitir que fue muy bueno. Me dijo: «¿Por qué muda de piel la serpiente?»
—¿Una serpiente?
—Sí. Supone mucho esfuerzo hacerlo, así que, ¿por qué? Tamotsu se adelantó a Honma. —Para que le crezca una nueva. Tomie se echó a reír.
—No. Para que le crezcan piernas. El caso es que las serpientes no necesitan piernas, pero echan un vistazo a su alrededor y ven que todos las tienen. Así que se empecinan en tenerlas también. Mi marido dio en el clavo con ese chiste. El mundo está lleno de serpientes dispuestas a hipotecar la vida por un par de piernas.
«Yo sólo quería ser feliz… »
—Yo ya había pasado por todo aquello. Así que cuando Shoko no tenía donde caerse muerta, me la llevé a mi casa —explicó Tomie—. Entonces, se declaró en quiebra, cambió de club y las cosas se pusieron peor aún…
—El Lahaina.
—Supongo. Incluso después de empezar a trabajar allí y mudarse a Kawaguchi, llamaba de vez en cuando. Comíamos juntas. Aquello debió de ocurrir durante la primavera de hace dos años, quizá antes.
Verá, cuando su madre murió, pilló una buena depresión. Así que le propuse ir a un balneario para relajarse un poco…
—¿Y fue esa la última vez que supo de ella?
—Así es. —Tomie frunció el ceño, distraída—. No me gusta ser una pesada. Si alguien deja de llamarme, no suelo insistir. Así acabaron las cosas con Shoko. Me temo que no le soy de gran ayuda.
—Durante la época en la que Shoko vivió en Kawaguchi, digamos, más o menos cuando murió su madre, ¿recuerda haber notado algo que le llamara la atención?
—¿A qué se refiere?
—Algún cambio, algo nuevo. Quizá había hecho nuevos amigos o había empezado a ir a otro salón de belleza, cualquier cosa.
Tomie se pasó la mano por el pelo.
—Desde que me llamó, he estado intentando recordar algunos detalles que quizás le interesaran. Pero sigo teniendo la mente en blanco. Eh, ¿qué esperaba? Apenas soy capaz de recordar una conversación telefónica en cuanto cuelgo el auricular. —Se quedó allí sentada, con semblante ceñudo, con ambas manos presionando la punta de su nariz. Honma y Tamotsu la contemplaron en silencio—. No funciona —suspiró—. De nada sirve forzar las cosas. Veamos, por aquel entonces, recibía llamadas obscenas y se asustó un poco… Pero no es nada que se salga de lo normal. —Se le iluminó la mirada—. Esperen un momento, ya me acuerdo. Me llamó, estaba paranoica a causa de esas llamadas y dijo que alguien había estado abriendo su correo.
—¿Su correo? ¿En la Cooperativa Kawaguchi?
—No recuerdo el nombre de la urbanización, pero sí, fue en Kawaguchi. Me aseguró que había encontrado sus cartas abiertas. Le dije que estaba sacando las cosas de quicio, que probablemente no fuera más que la travesura de unos niños o puede que un error de la oficina de correos. Aquello sucedió más o menos cuando cobró el dinero del seguro de su madre, el primer dinero que veía desde su quiebra. Tuve que echarme a reír porque me dijo que tenía que ahorrar para comprarle una tumba a su madre. En eso se te pueden ir un millón o dos.
Honma la miró con atención. Estaba recordando la caja con las cosas de Shoko que había quedado atrás, aquella que la casera había sacado para enseñársela. Si no le fallaba la memoria, había un folleto de un tanatorio, Green Grove Mortuary, en el interior.
—¿Hablaba en serio cuando decía que quería comprar la tumba? Aquello también provocó un estallido de risa.
—¿Qué si hablaba en serio? Yo diría que sí. Incluso fue a hacer una visita guiada. Ya sabe, de esas que se hacen en autobús. Le dije que se haría popular entre tanto carcamal. Pero recuerdo que dijo que no, que había visto a otra chica, incluso más joven que ella. Y las dos estuvieron hablando del tema. Qué raro que dos chicas estuvieran comprando tumbas a su edad…
Honma llamó a la casera de Shoko para verificar el nombre del cementerio y, hecho esto, llamó al Green Grove Mortuary.
La oficina central estaba situada en la planta baja de un diminuto edificio al norte del centro de Tokio. Las paredes estaban cubiertas de fotos de tumbas en venta y de diferentes colinas y zonas arboladas que quedaban dentro del complejo del cementerio. Había una enorme maqueta en el vestíbulo que mostraba una recién adquirida concesión situada en las colinas de la región de Gumma.
El director de la funeraria era un hombre de mediana edad que recibió a Honma y Tamotsu con educación y un tono de voz suave. Cuando Honma preguntó sobre Shoko y el folleto que había encontrado, el hombre dijo que lo más probable era que se tratara de la visita de los terrenos cercanos a Imachi que habían estado promocionando durante un tiempo.
—Mi sobrina está teniendo problemas con una herencia. Sólo me gustaría saber si llegó a venir aquí.
No dudó ni un segundo.
—Todos los que participan en las visitas reciben una preciosa colección de fotografías como recuerdo. También guardamos copias de nuestros expedientes. ¿Les interesaría echar un vistazo?
Honma y Tamotsu aguardaron en el vestíbulo hasta que el hombre regresó con un álbum de fotos enorme.
—Aquí tenemos archivado el periodo comprendido entre enero y abril de 1990. —Lo abrió, y después se los cedió. Tamotsu y Honma se apresuraron a pasar las páginas, 18 de enero, 29 de enero, 4 de febrero, 12 de febrero…
—¡Aquí! —Tamotsu señalaba una de las páginas con el dedo.
Domingo, 18 de febrero de 1990. Visitas al Green Grove Mortuary, grupo número 13.
Dos empleados, un hombre y una mujer, se agachaban a ambos lados, sujetando los dos extremos de una pancarta verde. El grupo de visita estaba formado por ocho personas. Justo en el centro estaba Shoko Sekine. Debían de haberla puesto ahí a propósito. Tan joven, pobre chica.
Con tan poca gente, casi parecía un primer plano de todos los protagonistas. Las caras quedaban perfectamente enfocadas. El rostro de Shoko se asemejaba al que Honma había visto en la foto de instituto que le había enseñado Tamotsu, aunque en ésta llevaba un nuevo corte de pelo. Unos rizos largos teñidos de castaño que empezaban a crecer y a revelar unas raíces negras. Llevaba una chaqueta de algodón holgada y unos vaqueros; la luz le hacía entrecerrar los ojos y tenía una expresión demasiado informal para alguien que va a hacer una visita a un cementerio. Estaba sonriendo, incluso. Se le podían ver los dientes, un revoltijo de dientes torcidos, enmarcados por un par de labios en media luna.
Y ahí, justo a su lado, revelando una hilera perfecta de dientes blancos, estaba Kyoko Shinjo. Dos mujeres, demasiado jóvenes como para estar solas en el mundo o salir a comprar tumbas para un familiar. Estaban hombro con hombro, codo con codo.
—Shoko —murmuró Tamotsu.
A una hora y media de Nagoya tomando el expreso de Kintetsu, se encontraba la tranquila ciudad de Ise, famosa por el Ise Shrine, un santuario sintoista. Aquella era la ciudad del ex marido de Kyoko Shinjo, Yasuji Kurata, quien ahora tenía treinta años. Honma había dado con él gracias a los archivos que Funaki le había conseguido.
Bastó un simple vistazo a la guía telefónica de Ise, en la biblioteca local a la que acudió Honma, para descubrir una sorprendente serie de compañías bajo el apellido Kurata. Entre las más destacadas se encontraba una agencia inmobiliaria cerca de la estación. En el anuncio, que ocupaba un cuarto de la página, aparecía el nombre de Sojiro Kurata como presidente de la compañía y justo bajo él, el de Yasuji Kurata, agente inmobiliario.
Se había divorciado de Kyoko hacía cuatro años, y había vuelto a casarse. Ahora era padre de una niña de dos años.
Cuando Honma llamó desde Tokio, la madre de Kurata respondió al teléfono. Sin embargo, en cuanto mencionó el nombre de Kyoko Shinjo, la conversación se ahogó. Hubo unos diez segundos de silencio sepulcral, durante los cuales Honma no se atrevió a decir nada.
«De acuerdo, deja que sea ella quien cuelgue primero», pensó Honma, que pretendía llamar de nuevo si eso ocurría. Pero no, la voz de la madre finalmente se oyó, áspera y estridente:
—¿Qué quiere de mi hijo?
Honma resumió la situación entre Kyoko y su nuevo prometido de la manera más concisa posible.
—Pensé que quizá pudiera ponerme en contacto con algún amigo de Kyoko, alguien que conozca su paradero. Es todo lo que voy a preguntar. —Añadió todo tipo de disculpas, alegando que sabía que era una molestia, y un asunto un tanto desagradable…
Inesperadamente, la anciana repuso:
—Las cosas fueron desagradables, pero eso es agua pasada. —Entonces, tras una breve pausa, añadió, como para sus adentros—: Pobre Kyoko.
—¿Podría hablar con su hijo?
Otro silencio, seguido por una nueva arremetida.
—Sentimos mucho cómo tratamos a Kyoko en el pasado. Pero usted busca información sobre el presente y, francamente, me temo que no tenemos ni idea de dónde puede encontrarse. Y hablar con mi hijo sólo serviría para reabrir viejas heridas. —Era obvio que la conversación había llegado a su fin. No obstante, sin previo aviso, oyó la señal zumbando al otro lado de la línea.