—Ya veo. Bueno, no quisiera avivar viejas rencillas.
—Necesito que me dé su palabra. Podría intentar deshacerme de usted pero me saldría el tiro por la culata y, a la larga, supondría más problemas aún. —Tendió la mano hacia su taza, miró fijamente a Honma y dijo—: Aunque se lo advierto. Si es usted uno de esos tipos de la prensa que sólo pretenden husmear en mi vida privada para publicar una sarta de mentiras, lo lamentará. —Un último y valiente esfuerzo. ¿Quién podía culparle? Sólo estaba sentado allí por su vieja relación con Kyoko.
Honma se obligó a esbozar una sonrisa y repuso: —No tiene de qué preocuparse. —Procedió entonces a ponerlo al día del pasado reciente de Kyoko, del modo en el que había usurpado la identidad de otra, de las circunstancias en las que ambas mujeres habían desaparecido… De todo, excepto de su sospecha de asesinato. Con aquel dato, sólo hubiera conseguido enmudecer al hombre que tenía enfrente.
Kurata apenas mostró reacción alguna cuando Honma mencionó que Kyoko había desaparecido cuando su prometido se enteró de la situación de bancarrota de Shoko. Medio levantándose del asiento, dijo:
—¡Jamás había oído semejante estupidez!
—¿Estupidez?
—Kyoko jamás se haría pasar por alguien que se ha declarado en bancarrota.
—Ella no tenía constancia de ello cuando llevó su plan a la práctica.
—¿De verdad cree que asumiría la identidad de una persona sin averiguar previamente algo tan básico?
—Eso es lo que parece. —Honma se llevó la mano a la frente, y de repente, preguntó—: ¿Me está diciendo que es imposible porque Kyoko tenía una especie de obsesión por los créditos, préstamos y cosas por el estilo?
Kurata asintió.
—Odiaba todo ese sistema, lo detestaba. Huía de él como de la peste.
Aquello tenía sentido, pensó Honma. Encajaba con el misterioso hecho de que la falsa Shoko jamás poseyera tarjeta de crédito alguna.
—Sí, hay muchísima gente que no confía en un pedazo de plástico.
—Eso no es todo —añadió Kurata acaloradamente.
—¿Qué más, entonces?
—Es mucho más complicado.
Un numeroso grupo de ancianos —al parecer, todos jubilados de la misma empresa—, entró en tropel en el salón del
tatami
, ocupando varias mesas que quedaban cerca de las mujeres de mediana edad. Llamaron a la camarera y empezaron a ladrar su comanda, como colegiales. Honma apartó la vista de ellos y se concentró en el rostro de Kurata.
—¿Cómo de complicado?
—Hace mucho tiempo, la familia de Kyoko se desintegró. Problemas con las deudas —dijo con un hilo de voz, como si el tema requiriera de un tono diferente, como el que se le suele dar a algo que lleva tiempo olvidado—. No pudieron hacer frente a los pagos y tuvieron que huir de la ciudad. Esa fue la razón por la que Kyoko y yo nos divorciamos.
Tenía la mano sobre el regazo y no dejaba de moverla, nervioso. Se aflojó la corbata.
»Cuando se casó conmigo, la borraron del registro familiar que archivaban en Mureyama, su ciudad natal, en la prefectura de Fukushima. Pero añadieron la información típica: el nombre del hombre con el que se casaba y el lugar donde se archivaba el registro familiar del que iba a formar parte. Incluso después de una temporada viviendo bajo el mismo techo, y sin que ella tuviera nada que ver con las deudas de su familia, los acreedores no terminaban de dejarla en paz. Averiguaron su nueva dirección y vinieron a llamar a golpes a nuestra puerta. La familia de Kyoko se había marchado en la primavera de 1983, cuatro años antes de que nosotros contrajéramos matrimonio. Y los acreedores seguían añadiendo ceros a las deudas, por aquel entonces los intereses alcanzaban una suma astronómica. Se valieron de todos los recursos imaginables para hacerla pagar. Hasta que decidimos que, por el bien de todos, lo mejor era separarse.
Kyoko Shinjo. Shoko Sekine. Dos mujeres cortadas por un mismo patrón. Llevando los mismos grilletes del pasado, perseguidas por los mismos fantasmas.
—Entonces, ¿fue así como sucedió? —masculló Honma. Se enjugó la frente con la mano y se sorprendió al ver cuánto sudaba. Miró a Kurata y vio la misma expresión de sorpresa en su rostro.
—¿No lo sabía?
—No, es la primera noticia que tengo al respecto.
Pero todo encajaba. Eso explicaba por qué Kyoko Shinjo necesitaba tan desesperadamente una nueva identidad, y por qué había estado dispuesta a llegar tan lejos para conseguirla. Kurata tenía razón. Si un acreedor llegaba a ingeniárselas para conseguir el registro familiar y el certificado de empadronamiento —algo a lo que supuestamente no puede tenerse acceso—, podría rastrear a su presa hasta agotarla. Otra razón más por la que los deudores siempre tenían que andar mudándose, sin posibilidad de conservar un trabajo a largo plazo.
Aquel era el mundo de Kyoko Shinjo. Llevaba huyendo junto a sus padres desde…
—Veamos, ¿primavera de 1983? Por aquel entonces, tendría unos diecisiete años, estaría aún en el instituto.
—Así es. Por eso tuvo que dejar los estudios, aunque deseara graduarse.
Cuatro años más tarde, tal y como Kurata había mencionado, se casaron. Ya que había pasado desapercibida tanto tiempo, Kyoko debió de pensar que los acreedores habían acabado hartándose. Pero dejó una pista escrita que iba a delatar su paradero. Según la ley japonesa, cuando una pareja contrae matrimonio, la mujer queda automáticamente suprimida del registro familiar de su padre, al que añaden «Supresión debido al establecimiento de un nuevo hogar», junto a la nueva dirección de la pareja.
—¿La familia de Kyoko huía de un préstamo hipotecario? —preguntó Honma.
Kurata asintió.
—El padre de Kyoko trabajaba para una pequeña empresa en Mureyama. Era un oficinista de nivel medio. No lograba cumplir con sus pagos, no con el sueldo que ganaba. Pero tampoco podía quitarse la idea de comprar una casa. Kyoko me lo contó todo.
Honma imaginaba perfectamente el círculo vicioso en el que se había visto atrapada la familia Shinjo. Un salario mínimo y un préstamo desorbitado. A partir de ahí, tuvieron que apretarse el cinturón; pidieron un segundo préstamo, esta vez de una cantidad inferior, pero a un usurero. Sucede como en una partida de pinball cuando la bola va ganando velocidad hasta volverse incontrolable.
—Al final, se tropezaron con una de esas operaciones que cargan un diez por ciento de intereses cada diez días. Un negocio controlado por la Yakuza. Al parecer, acabaron recomprando todas las deudas de los Shinjo.
La bola acaba de colarse en el peor agujero posible. Fin de la partida.
»Los gánsters no dudan en aporrear tu puerta en mitad de la noche, en acosar a los familiares, en multiplicar las amenazas de muerte hasta que la deuda no queda saldada. Su madre sufrió una grave depresión. La familia llegó a considerar el suicidio colectivo. Kyoko estaba muerta de miedo. —Las comisuras de sus labios temblaron—. En realidad, la familia tomó la decisión de huir de la ciudad para salvar a Kyoko.
Una bonita colegiala de diecisiete años que se había convertido en un artículo fácil de vender.
—¿Intentaron coaccionar a la familia para prostituir a la niña? Kurata esquivó la pregunta.
—Nunca me contó los detalles. Pero sé que sus padres estaban lo suficientemente asustados como para dejarlo todo y salir corriendo.
Los Shinjo se refugiaron primero en casa de unos primos, en Tokio, aunque sabían que no podían permanecer allí mucho tiempo; la Yakuza no tardaría en rastrear a los familiares más lejanos para dar con su presa.
»Fue entonces cuando decidieron que lo mejor era separarse. El padre de Kyoko se echó a la calle. Repito, nunca dijo nada sobre este tema, pero hablando de Tokio, probablemente fuera a esconderse en Sanya, donde viven todos los jornaleros. Las mujeres partieron hacia Nagoya y se alojaron en una casa de huéspedes barata. Su madre empezó a trabajar en un bar y Kyoko hizo de camarera a media jornada.
Vivieron así por lo menos un año, y mantenían el contacto con el padre a través de llamadas y cartas. Más tarde, el padre sufrió un accidente de tráfico. No fue muy grave, pero su mujer se fue a Tokio a visitarlo.
«Bajaron la guardia tras un año entero sin ser acosados. El padre sufrió heridas leves, y la familia se las arregló para raspar algunos ahorros. Empezaron a hacer planes para que todos pudieran reunirse en Nagoya. Creían tener el campo libre. Y los dos volvieron a visitar a esos primos. Sin embargo, estas inofensivas visitas no quedaron exentas de consecuencias. El clan de Mureyama también tenía ramificaciones en Tokio, los típicos vínculos y alianzas dentro de la mafia. Como era de esperar, la casa de los primos estaba bajo vigilancia. Un día al salir de allí, unos matones los obligaron a montarse en la parte de atrás de un coche. Este episodio lo oí de boca de Kyoko, por lo que, otra vez desconozco todos los detalles. Pero en fin… Hicieron firmar al padre un nuevo contrato. Esta vez, no sólo era cuestión de intereses sobre las deudas, sino que el cabeza de familia iba a tener que trabajar para la banda. A su madre la mandaron a Mureyama, donde pasó el año siguiente ejerciendo como «señorita de compañía», una rama de la prostitución, más o menos. Era prácticamente una prisionera. Desde luego, presionaron a los padres para averiguar el paradero de Kyoko, pero ninguno de los dos soltó prenda.
Al ver que su madre no aparecía, Kyoko supo que había problemas. De inmediato, dejó su trabajo a media jornada en Nagoya y salió huyendo. Sus padres habían insistido en que estuviera siempre dispuesta a hacerlo. Siguió mandando cartas regularmente a un apartado de correos de Tokio hasta que al final, un año más tarde, su madre escapó y consiguió ponerse en contacto con ella. Sin embargo, según le había contado Kyoko, no fue a su madre a quien encontró sino a un caparazón vacío. No mucho más tarde, la madre cogió una buena gripe que acabó transformándose en la neumonía que pondría fin a su vida. Kyoko tenía veintiún años por aquel entonces.
«Seguía sin conocer el paradero de su padre, pero no dejó de mandar cartas a esa oficina de correos, en un intento desesperado de dar con él. Asistió al entierro de su madre.
Poco después, Kyoko reparó en un pequeño anuncio colgado en un albergue de Ise. Se buscaba a una persona que estuviera dispuesta a trabajar y residir allí. Al cabo de seis meses después de mudarse a Ise, su padre llamó. ¿Habría escapado? ¿O ya no le era de ninguna utilidad al crimen organizado? No se sabe. Pero era libre. Un hombre libre y destrozado. Respiraba con dificultad y apenas podía contestar a las preguntas de su hija. Kyoko insistió para que fuera a Ise, pero él no le hizo caso.
—«Estoy acabado», le dijo. «No tengo fuerzas para empezar de nuevo. Los hombres no tenemos tanta fortaleza como las mujeres. Lo sé bien». Finalmente, colgó, sin más. Al parecer, no podía permitirse llamadas a larga distancia.
Kurata se enjugó la boca con el dorso de la mano.
—Kyoko nunca averiguó dónde estaba. —Buscó sus cigarrillos—. ¿Le importa que fume?
Honma le hizo un gesto que le invitaba a proseguir. Cuando el joven acercó el mechero, reparó en el temblor de su mano.
—Yo conocía a la familia que regentaba el albergue en el que Kyoko encontró trabajo. El hijo era amigo mío y nos presentó. Dijo que era preciosa, ingeniosa, y buena trabajadora. La verdad es que no exageró.
La criada de una pensión y el hijo de un importante hombre de negocios. Para Kurata, debió de ser una chica más al principio. Honma sabía que estaba siendo un entrometido, pero aun así, preguntó.
Kurata sonrió, nervioso.
—Al principio, sí, sólo quería divertirme. Pero a medida que las cosas avanzaban, empecé a darme cuenta de que estaba con el agua al cuello. Me había enamorado perdidamente de ella.
—¿Porque era hermosa e inteligente?
—Sí, pero no sólo por eso. Había un montón de mujeres guapas por ahí. Pero cuando estaba con Kyoko… cómo podría describirlo, me sentía como un hombre de verdad. Seguro, serio. Sabía que Kyoko confiaba en mí y yo estaba ahí para protegerla. Eso era todo.
Honma escuchaba las palabras de Kurata pero veía el rostro de su sobrino. Durante todo el tiempo que la pareja había convivido, Jun había sido el único en tomar decisiones. Lo de seguir adelante con el compromiso pese a la oposición de sus padres había reafirmado su determinación. Cuando se enteró de la bancarrota, no se había molestado en informar a Kyoko, sino que intentó averiguarlo todo, por y para ella, y llegar hasta la fuente de esas «calumnias».
El aspecto delicado pero vivo de Kyoko Shinjo no dejaba indiferente a ningún hombre, y en los malos momentos, ella había buscado sentirse protegida por una figura masculina. Su debilidad resultaba seductora. Los hombres tenían que ir a su rescate, proteger la flor que había caído en sus manos.
Si lo pensaba bien, Jun y Kurata tenían mucho en común. De buenas familias, estudiantes modelos, el orgullo de sus padres, seguros de sí mismos, con capacidades superiores a la media. Pero tenían otro punto en común: llevaban, en algún recóndito lugar de su personalidad, al niño malo que ha de rebelarse contra su educación.
No de una manera tan directa como caer en la delincuencia o en el enfrentamiento abierto contra sus progenitores. Y es que, después de todo, habían puesto el listón tan alto que su prole no se sentía capaz de llegar más lejos. Padres que son figuras bondadosas, fuertes y honradas, que han sabido proporcionarles una infancia feliz, que han inculcado valores que marcarán sus vidas, que no han hecho nada para merecer un agravio. De ahí que este niño malo reprimiese sus impulsos rebeldes y se volviese algo «paternal» a su vez. Y una mujer como Kyoko iba a permitir que así fuera. Jun y Kurata tenían muy claro que, por muy alto que llegaran en la vida, jamás podrían tratar a sus padres como iguales. Sabían, incluso mientras recorrían el camino que sus padres habían trazado para ellos, que necesitaban recorrerlo solos para poder «poner a prueba su valor», como un premio que tuvieran que defender ante todo. Y es ahí, en este preciso punto de sus respectivas vidas, donde Kyoko entraba en escena.
Era una mujer dotada de una gran inteligencia. Debió de haber leído muy bien entre líneas la psicología masculina dejando que ambos hombres salieran a su rescate. Mientras estos «caballeros», estuvieran a su lado, les dejaría librar la batalla por ella mientras ella se gastaba hasta el último yen.