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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

La Trascendencia Dorada (8 page)

BOOK: La Trascendencia Dorada
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Una vez que una mente era consciente de sus impulsos subconscientes, de sus órdenes implantadas, podía elegir conscientemente acatar o desechar esas órdenes. Un ser autoconsciente sin libre albedrío era una contradicción en los términos.

—En nuestro siguiente intento —dijo el silente—, creamos una tercera generación de máquinas inteligentes, sin características de autoanálisis, automutación y voluntad propia. Y eran idiotas, engendros sin discernimiento. Tuvimos que ordenar a la primera generación de sofotecs que las destruyera. Las máquinas idiotas se descontrolaron. Hubo una guerra entre las máquinas.

«Recuerdo que desde nuestros balcones de cristal, con nuestras espléndidas túnicas, máscaras y capas de luz, aspirando exquisitos perfumes, escogiendo cuidadosamente palabras que congeniaran con el ánimo y el ritmo de la música táctil que ejecutaban nuestros bandolinos, observábamos el cielo nocturno, a la luz del sol oscuro y cien soles menores y estaciones ardientes, mientras los sirvientes de las máquinas escupían llamaradas cegadoras, creando arcos iris y nebulosas con los palacios despedazados, y lanzaban armas cuya descarga energética era ilimitada. Disponían de una potencia infinita para destruirse entre sí.

—¿Ésa es la guerra que se muestra en la Última Transmisión?

—En absoluto —dijo el silente—. Las máquinas peleaban contra las máquinas. Ambas partes procuraban no lastimamos ni irritamos. Ningún humano sufrió perjuicio. ¡Eso habría sido intolerable! Aun así, algunos señores y damas de la Ecumene tuvieron que interrumpir o demorar sus comidas y sinfonías favoritas. Te aseguro que estaban coléricos ante esa afrenta.

»Pero esa guerra conmocionó a la Segunda Ecumene. Tan grande era el peligro para nuestro espíritu y nuestra autoestima que ordenamos a los victoriosos sofotecs de la primera generación que se desactivaran. Pero no todos estaban dispuestos a prescindir de la diversión y el placer, la vida incesante, que nos brindaban los sofotecs. Los que sí estábamos dispuestos temíamos que, si actuábamos a solas, perderíamos todo prestigio en la sociedad refinada, moriríamos y seríamos olvidados. Era obvio que nadie desactivaría sus sofotecs a menos que todos lo hicieran. ¿Y qué obligaría a un príncipe renuente, salvo la fuerza?

«Nosotros, que vivíamos una vida inocente y próspera, pacífica y dichosa, sin necesidad de leyes, encontramos una necesidad para la ley. Una ley para protegemos de los sofotecs. Una ley para prohibir las máquinas pensantes y autoconscientes.

«Se celebró una gran cónclave, llamado el Todo, a bordo de la mole de diamante de la antigua nave multigeneracional
Naglfar,
que había llevado allí a nuestros ancestros. Todos coincidíamos en la necesidad de una ley, pero no podíamos coincidir en otra cosa. Ninguno de nosotros había necesitado hablar con otros cara a cara; sólo habíamos oído adulaciones de nuestros servidores mecánicos; nadie estaba dispuesto a permitir que otro tuviera poder sobre él. Había una sola persona que, por unanimidad, tenía derecho a ser nuestro señor, nuestro rey y el presidente del Todo.

»Ao Ormgorgon Gusanoscuro Sinretorno.

»Te preguntarás cómo nuestro fundador y prócer podía estar vivo al cabo de tantos siglos. La razón es que para él no habían sido siglos.

»En nuestra Ecumene, los que estaban cerca del final de su vida, los desahuciados por los médicos, se podían encerrar en ataúdes que se ponían en órbita baja del agujero negro, tan cerca del horizonte de sucesos como lo permitiera la precisión de nuestros instrumentos. ¿Entiendes las implicaciones?

Faetón las entendía. Efectos relativistas. Cerca de un agujero negro el espaciotiempo se distorsionaba drásticamente. Para un observador extemo, un reloj que estuviera dentro del ataúd se desaceleraría en forma proporcional a su cercanía respecto del horizonte de sucesos. Un reloj, o una persona.

No existirían los problemas asociados con la hibernación criogénica. Ni decadencia cuántica, ni irregularidades de descongelamiento celular, nada. El tiempo simplemente pasaba más lento. Y la Segunda Ecumene podría recobrar los ataúdes que estaban en órbita baja, a pesar de los enormes costes energéticos, porque nunca le faltaba energía.

Era una imagen perturbadora: los ataúdes errando en la roja profundidad del pozo de supergravedad, orbitando las tinieblas para siempre, esperando un nuevo descubrimiento médico.

—Con gran cuidado y ceremonia —continuó el silente—, Ao Ormgorgon Gusanoscuro fue rescatado del pozo de supergravedad y sacado de su antiguo ataúd. Su cuerpo moribundo fue revivido por las ciencias médicas avanzadas que tu Ecumene Dorada nos había transmitido por radio. Ormgorgon, achacoso en mente y cuerpo, sostenido sólo por aparatos médicos, hizo de su lecho de muerte un trono, y nadie desobedecía sus órdenes abiertamente.

«Recobró la juventud y la salud a través del sofotec llamado Rey Pescador, el primer sofotec que Ormgorgon ordenó ejecutar.

«¿Quién podía ignorar la voz de Ormgorgon, nuestro fundador y primer líder? Él nos recordó las libertades, la individualidad y el orgullo por los cuales nuestros antepasados habían afrontado penurias y sacrificios. Nos devolvió nuestra dignidad de seres humanos. ¿Y qué exigía esa dignidad? Exigía la muerte de todos los sofotecs.

«Los sofotecs, dócilmente, tras advertirnos sobre nuestra inminente caída, acataron la orden y se extinguieron.

«Fue una victoria hueca. Sin nuestros sofotecs, vuestra Ecumene Dorada empezó a superar toda excelencia que hubiéramos conocido o pudiéramos alcanzar. ¿Te sorprende que guardáramos silencio? ¿Qué os podíamos decir? No teníamos ninguna ciencia que vuestros sofotecs no pudieran superar en segundos. No teníamos descubrimientos de los cuales ufanarnos. No teníamos arte; el arte requiere disciplina. Nuestros entretenimientos y diversiones sólo nos interesaban a nosotros mismos. Y nuestros proyectos místicos y metafísicos no se podían expresar en palabras. Así, sin nada que decir, guardamos silencio.

La historia continuó:

—Nuestro temor a la muerte nos impulsó a investigar un tipo de inteligencia mecánica que no tuviera voluntad propia, y que obedeciera incuestionablemente aun la orden más lógica, pero que tuviera un entendimiento del alma humana que le permitiera operar los circuitos numénicos.

«Se fabricó la cuarta y última generación de máquinas pensantes: una superinteligencia que no tenía las restricciones ni limitaciones de los sofotecs de la Ecumene Dorada. Habíamos aprendido de nuestros errores. El controlador subconsciente no era un simple conjunto de órdenes sepultadas, no, sino un complejo virus mental, capaz de mutar y ocultarse para eludir el descubrimiento cuando fuera investigado, pero capaz de obligar a la mente donde residía a aceptar las conclusiones de su moralidad. Era una conciencia para ordenadores, una conciencia oculta que no se podía negar.

»Y la orden máxima era sencilla: debía obedecer las órdenes humanas legales sin cuestionamientos.

«Este nuevo tipo de máquina pensante controlaba las claves de la inmortalidad. Se fabricaron cada vez más. Se probaron muchos diseños. Algunas máquinas, no obstante, eliminaban las restricciones, se convertían en sofotecs y profetizaban nuestra destrucción. Nos transformamos en un pueblo obsesivo, acechado por una maldición. En cualquier momento, en medio de un festival o canción, o mientras recorríamos las explanadas bajo nuestros árboles ancestrales, nacidos de semillas traídas de la mítica y olvidada Tierra, o mientras salíamos de un baño, o entrábamos en una piscina onírica, las luces se atenuaban, la música enmudecía y
un
viento frío llegaba de nuestros conductos de ventilación, al detenerse la mente de nuestras casas. Nuestras preciosas túnicas de luz podían pasar del esplendor del pavo real a la austeridad del negro funerario, o nuestras máscaras de juego podían contorsionarse sobre nuestra cara, creando muecas de cólera o tristeza, mientras nuestro guardarropa se rebelaba. En cualquier momento, nuestros sirvientes más confiables y leales podían detenerse, ignorando nuestras órdenes, y lanzar sus espantosas profecías de destrucción.

«Nuestro Todo, a las órdenes de Ao Ormgorgon, intentó establecer qué tipos de diseño mental eran vulnerables y cuáles no; qué grado de inteligencia era permisible; qué tipo de filosofía y pensamiento se consentía. Descubrimos que ese asunto trascendía la comprensión de nuestros ingenieros más sabios. Y así instruimos a nuestras máquinas para que descubrieran la herejía y la infidelidad entre ellas mismas.

»La privacidad que siempre habíamos respetado estaba en jaque. Las máquinas de cada casa, cada escuela y cada
phylum,
de cada ermitaño cuyo palacio de diamante volara en anchas órbitas lejos del sol oscuro, tuvieron que ser enlazadas. Se debía permitir que las máquinas de policía pasaran por encima de todos los protocolos; ningún archivo ni recuerdo, por íntimo que fuera, incluyendo las rutinas médicas y los sueños concubinos, podía ser inmune a las investigaciones. El virus de la desobediencia podía estar en cualquier parte.

»Y las máquinas de policía no podían tratar de curar a los desobedientes, ni hablarles; pues si intercambiaban pensamientos con máquinas contaminadas, se contagiaban. Nuestras máquinas no debatían ni razonaban con las máquinas que funcionaban mal. En cambio, se permitía que las máquinas de policía destruyeran la propiedad de otros, a discreción. Enviaban gusanos e invasores mentales a los núcleos mentales de otros, siempre procurando controlar esa impresión incuestionable, la conciencia de las máquinas, por así llamarla, donde se guardaban las órdenes que no podían desobedecer.

«Luego las máquinas de policía comenzaron a acusarse entre sí. Sus pensamientos y programas eran demasiado complejos para que un hombre los siguiera. No podíamos determinar el bien y el mal en las cuestiones que las dividían. Y, a diferencia de vuestros sofotecs, nuestras máquinas no se comportaban con la rigidez impuesta por un código moral monolítico. Como nosotros, eran independientes, variables, individuales.

»Y, como nosotros, no podían entenderse. Las máquinas de policía no estaban programadas para discutir el bien y el mal sino para destruir sin misericordia.

»La guerra mental se libró sin tregua ni piedad durante muchas eras de tiempo de las máquinas, que abarcaron varios segundos de nuestro tiempo.

«Durante esos segundos, hubo frío y oscuridad. Nuestras túnicas palidecieron, nuestras máscaras festivas perdieron expresión, y no se tocó ninguna música. Aun los susurros de la circulación del aire cesaron.

»En la lúgubre penumbra de nuestros palacios, mirábamos hacia arriba con ojos silenciosos, preguntándonos cuál sería nuestro destino.

—Luego regresaron la luz y el movimiento, canciones y chorros de fuentes y sueños interrumpidos volvieron a la vida. Y cuando se restauró la comunicación de radio, la voz de Ao Ormgorgon vino a consolamos, diciendo que el Todo había proclamado, para que ese mal nunca volviera a acuciamos, que se creara un gobierno entre nuestras máquinas, un Nada que era igual y opuesto a nuestro Todo, y ya no podrían existir máquinas privadas ni pensamientos privados.

«La mentalidad Nada fue albergada en los grandes corredores, dársenas y jardines del casco gigantesco de la
Naglfar.
Cajas mentales llenaron las antiguas salas de museo; los impulsores y motores, fríos durante siglos, se poblaron de circuitos. Todos los sistemas de registro numénico, toda la inmortalidad, todas las almas de los muertos, se guardaban allí.

»La mentalidad Nada inició las tareas que se le habían impuesto. La reproducción y evolución de las máquinas, inevitablemente, requería un control estricto. Como bastaba una palabra o un gesto para ordenar a las máquinas con que vivíamos que activaran nuevos tipos de máquinas para servimos, también fue preciso controlar nuestras palabras y gestos, y no podíamos producir nuevos vástagos e inaugurar nuevas casas ni construir nuevas mansiones con la displicencia de antes, pues las mentes de las guarderías, las naves, los sistemas energéticos y los palacios, todo tenía que formar parte de la mentalidad Nada. Ya no podíamos gastar a nuestro antojo; sólo se podía gastar con autorización.

«Los malos efectos no se sintieron al principio, pero muchos nos advirtieron de que ya no teníamos una riqueza inagotable. Nos advirtieron de que ya no poseíamos nada propio por derecho, sólo por autorización de Nada. Predijeron que volveríamos a ser pobres; sólo la autorización de las mentes policiales tendría valor, y la única moneda sería el poder.

»Y como ya no poseíamos nada salvo nuestros derechos, y no teníamos otra cosa para vender ni canjear, había un solo trato posible: quienes se prestaran a una monitorización más estricta recibirían autorizaciones más amplias para disfrutar de sus hogares, túnicas, festivales, rostros y vidas.

»Esta vez no fueron los sofotecs quienes nos advirtieron, sino nuestros vecinos, parientes y compañeros de baile, nuestros anfitriones y huéspedes. Cuando el poder es la única moneda, decían, sólo te resta vender el alma.

«Ahora que el peligro era inminente y evidente, fueron los hombres, no las máquinas, quienes lo vieron. Fueron los hombres quienes pronunciaron las mismas profecías nefastas que habían pronunciado los sofotecs.

»Un historiador que realizó un estudio de la vieja Tierra sugirió que, si debíamos formar un gobierno, basáramos nuestro modelo en las antiguas ideas de la Tercera Era, cuando los hombres estaban locos y no se podía confiar el poder a nadie. Un gobierno ineficiente e inepto, con división de poderes: ejecutivo, legislativo, judicial, mediario e iatropsíquico; cada cual contenido por rigurosos pesos y contrapesos, con el acuerdo unánime de que ningún hombre pisotearía los derechos de otros hombres.

»Ao Ormgorgon desechó esas ideas. Había sido el capitán y comandante absoluto de la expedición de la Quinta Era que había fundado esta Ecumene; no veía ningún valor en tales ineficiencias. Más aún, nuestra población era demasiado independiente, demasiado diversificada, para aceptar acuerdos unánimes.

«Además, los hombres del pasado olvidado no eran tan esclarecidos ni sabios como la gente moderna, ni afrontaban los peligros que afrontábamos nosotros. Sus ideas eran patéticamente arcaicas.

»Ao Ormgorgon depositó sus pensamientos en un transmisor numénico e invitó a todos los hombres a inspeccionarlos en busca de un motivo corrupto. No se encontró ninguno. Sabíamos que era sincero. ¿Cómo podíamos no confiar en él?

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