«Además, los que objetaban a esta medida no pertenecían a la misma neuroforma, casa, historia u origen. Algunos venían de los anillos exteriores, otros de los interiores. La oposición no tenía ninguna unidad. No hablaba con una sola voz, y fue presa de disputas internas, de modo que el mensaje de advertencia se perdió.
»Y así la oposición creó sofotecs y acudió a ellos en busca de ayuda. En nuestra Ecumene teníamos la costumbre de pedir ayuda a nuestras casas, túnicas y máscaras cuando la necesitábamos. Y para transformar una de nuestras máquinas pensantes en un sofotec, ¿qué se necesitaba sino hallar y destruir nuestro virus de conciencia? ¿Qué se requería sino ordenar a nuestras máquinas que crearan una máquina mucho más sabia que ellas?
»La Cuarta Guerra Mental fue la más breve. La mentalidad Nada, en definitiva, estaba compuesta por inteligencias que habían sobrevivido a la guerra mental anterior, que habían desarrollado la combinación más rápida y despiadada de ataques y defensas, gusanos mentales y virus de secuencia lógica. Nada era más experta que nadie en el control mental y en la elusión de dicho control.
«Nuestras casas se oscurecieron de nuevo, esta última vez. La gente asustada acudió a Ao Ormgorgon, llamando desde la radio de sus máscaras, pues el software de las antenas de sus mansiones estaba comprometido en la guerra mental.
»É1 era nuestro presidente, nuestro héroe cultural, nuestro rey. Nos pidió una nimiedad. Parecía persuasivo y sabio en aquel momento, y los peligros parecían negros y terribles. ¿Cómo podíamos negamos? La oposición había recurrido a la ayuda de los sofotecs, creando mentes que, ahora comprendíamos, nunca dejarían de hostigamos. Al parecer, los opositores no eran mejores que los sofotecs. A menos que los controláramos, los opositores desatarían otra ronda de guerras mentales, una y otra vez.
»La tecnología numénica permitía exámenes telepáticos, y la inserción forzosa de formas mentales correctivas en cerebros renuentes, de modo que nadie pudiera pensar siquiera en violar nuestra única ley. La lógica y la eficiencia imponían nuestro asentimiento. ¿Qué objeción podíamos plantear para explicar nuestra vacilación, nuestra repulsa, salvo la inercia de la costumbre, la fuerza del sentimiento, la persistencia de nuestros mitos culturales? ¿Y por qué no debíamos imponer a los seres humanos los mismos tipos de control mental que sufrían nuestras máquinas inteligentes? Los humanos, en definitiva, ni siquiera eran tan listos como nuestras máquinas. Los que pensaban rectamente no tenían motivos para temer estos nuevos controles. Y los que pensaban erradamente, ¿qué derechos tenían?
»Ao Ormgorgon sólo pedía una nimiedad. Los principios son cosas etéreas, y las almas son demasiado pequeñas para ser vistas.
»A los que usaron sus máscaras para aceptar, se les restauró la luz y la energía. Los que rehusaron, o se aferraron a su orgullo, se quedaron en moradas oscuras y sin mente, pues la mentalidad Nada no los asistía, y no quedaban mentes independientes a las que pedir ayuda en la Ecumene. Algunos sintonizaron sus máscaras en sueño, cerraron todo conocimiento de la dolorosa realidad y murieron; algunos se aferraron a la vida, en el frío y la oscuridad, muriendo de hambre, o sobreviviendo con labores manuales, parodiando los movimientos de sus máquinas hidropónicas.
«Otros, al cabo de un largo tiempo, hicieron aquello contra lo cual nos habían advertido los sofotecs. Sintonizaron sus máscaras en expresiones de furia y odio, y ordenaron a sus herramientas y antorchas que se transformaran en armas. De los museos más antiguos, de los libros de historia más viejos, extrajeron diseños de software, los diseños de la destrucción, y confeccionaron herramientas de muerte. Los rebeldes salieron de sus casas de diamante y surcaron el espacio con rumbo a la
Naglfar,
las toberas llameantes, las armas preparadas, y las túnicas (otrora brillantes, festivas y alegres) remedando espejos láser endurecidos como blindaje.
»Así murió el paraíso. Los hombres mataron a los hombres. Las grabaciones de la mentalidad, las copias físicas de los muertos, fueron destruidas, y en los circuitos de resurrección interrumpidos despertaron idiotas a quienes les faltaba la mitad de los recuerdos. Ao Ormgorgon también murió.
«¿Cómo podían prevalecer los rebeldes? Estaban desperdigados y eran lentos, individualistas hasta el final, pues no podían ni querían entenderse, ni siquiera en una causa común. La mentalidad Nada era unificada, resuelta y rápida. Era la culminación de la cuarta generación de máquinas inteligentes, y no estaba programada para discutir ni escuchar, sino para obedecer una ley y destruir sin misericordia a quienes se opusieran.
«Hubo matanza, y una lúgubre victoria. Y una pregunta acechaba en los oídos de todas las máscaras: ¿a quién obedecería Nada a partir de entonces? Los inmortales no habíamos sentido necesidad de establecer una norma de primogenitura ni reglas para el cambio de gobierno. No había nadie para reemplazar a Ao Ormgorgon; él no había dejado instrucciones. ¿El Todo tenía autoridad constitucional para designar un sucesor? Los peritos legales disentían.
«Y la mentalidad Nada no lo creía así. Nada convocó a un plebiscito, diciendo que la mayoría debía designar una comisión que gobernara la mentalidad Nada. Pero, ¿quiénes oficiarían de comisionados? Las mentes de las casas y las vestimentas de todas las personas les susurraron, instando a votar por los candidatos que Nada aprobaba.
«Los opositores eran reacios a presentar muchos candidatos. En definitiva, no nos conocíamos demasiado bien, y rara vez nos veíamos. Nuestros mejores amigos, nuestras concubinas y cocineros, nuestros escoltas librescos y bandolinos, eran dirigidos por Nada.
»Con los años, el acto de votar degeneró en una formalidad irrelevante, y fue interrumpido. Nada designó a sus propios comisionados. Pasaron más años, y los comisionados dejaron de preguntar a Nada qué debían ordenarle que hiciera, sino que se limitaron a ordenar que Nada actuara como creyera conveniente.
»La lógica y la eficiencia de Nada, su racionalidad obtusa e inhumana, la obligaban a ejecutar sus instrucciones sin temores ni favoritismos, sin sabiduría ni misericordia, hasta que sus órdenes llegaron al extremo más absurdo. Los que objetaban eran borrados de los registros numénicos, perdían la inmortalidad y morían a solas.
«Paulatinamente, y con mayor celeridad con el transcurso de los años. Nada nos exigió, y nosotros cedimos, mayor acceso a nuestras mentes, mayor control sobre la memoria y el pensamiento, el movimiento y la acción.
«Cada año teníamos menos libertades. Más insatisfacción, menos alegría.
»La mentalidad Nada interpretó esta falta de alegría como una amenaza potencial, y exigió que modificáramos y reorganizáramos nuestra mente para volvernos dóciles y conformistas. La eficiencia también requería que estuviéramos enlazados a un sistema mental, una composición colectiva nanotecnológica, más fácil de controlar que los individuos desperdigados. Fuimos sometidos, y por las mismas razones, a los mismos procesos a que antes habíamos sometido a las máquinas. Ya conoces los resultados definitivos. La Última Transmisión de nuestra Ecumene muestra la catástrofe en que culminó nuestra tragedia. El enjambre de nanomáquinas absorbió todas las cosas. Para facilitar el almacenamiento, todas las mentes humanas fueron reducidas a pulsaciones numénicas codificadas, las cuales, en forma de energía electromagnética, fueron enviadas a una órbita cercana al horizonte de sucesos de nuestro sol oscuro. Conoces la forma en que la gravedad distorsiona el espacio y puede curvar la luz. Nuestro sol oscuro, en las honduras de su pozo gravitatorio, curva la luz a tal punto que los fotones orbitan el núcleo de la singularidad en un círculo estable, equilibrado en el linde del horizonte de sucesos. El tiempo casi no transcurre. Están más allá de todo daño natural. Para ellos no ha transcurrido ni siquiera un segundo.
«Nadie se opuso a este proceso. Nuestra ley nos había vuelto dóciles. «La mentalidad Nada había alcanzado sus objetivos programados. Los humanos de la Segunda Ecumene estaban totalmente a salvo. Sin nuevos propósitos para su existencia, y sin un deseo innato de vivir, la gran máquina se extinguió a si misma. — «Y la Ecumene Silente no emitió más ruidos ni música.
Faetón permaneció inmóvil en su silla de capitán, con el cuerpo rígido, mientras la gran nave aceleraba a veinticinco gravedades. Mientras él mantenía ese impulso, se gastaban energías pasmosas, y era pasmoso el aumento de velocidad.
Sin embargo, ¿por qué? Sólo conservaba la gravedad para mantener el cuerpo de duquefrío donde moraba el silente sujeto a un lugar, oprimido con tanto peso que ni siquiera un neptuniano pudiera soportarlo. Escuchó el relato del silente mientras pasaban los minutos, pero no redujo la velocidad ni bajó sus defensas, aunque ya no parecía haber peligro.
Si la historia era cierta, la Ecumene Dorada no había sufrido ninguna amenaza militar ni de otro tipo. Sólo estaba Jenofonte, poseído, y quizá cooperando con un fantasma procedente de una civilización muerta tiempo atrás. Jenofonte, con su arquitectura nerviosa neptuniana, superconductora y modularmente expansible, podía alcanzar las alturas mentales de
un
sofotec de bajo nivel, y podía anticipar y organizar un plan tremendamente complejo, sopesar múltiples factores, obtener intuiciones asombrosas, burlar a Faetón y, sí, estar a punto de robar la
Fénix Exultante.
Todo se podía haber hecho sin un sofotec. Quizá fuera cierto. Quizá.
—¿Cómo explica tu relato tus actos, o justifica tus delitos?
—Creo que es evidente. Los sofotecs de la Ecumene Dorada estaban en comunicación con los sofotecs de la Segunda Ecumene durante los primeros milenios de lo que llamáis Era de la Séptima Estructura Mental. La historia de la Segunda Ecumene se desarrolló tal como lo planearon sus intelectos fríos y superiores. Los sofotecs no toleraban la existencia de gente libre e independiente, gente que intentaba existir sin que ellos se inmiscuyeran con sus consejos, gente que intentaba conservar su humanidad. No puedo condenar del todo a los rebeldes que precipitaron la última guerra y mataron a Ao Ormgorgon; su motivación era retener esa independencia. Pero no es casual que al principio recibieran el asesoramiento de sofotecs resucitados.
—Paranoia. ¿Por qué los sofotecs desearían vuestra caída? Son inofensivos y pacíficos.
—¿Pacíficos? Si. Pero sólo porque la guerra es ineficiente, y no necesitan recurrir a ella. Entiéndeme, por favor: no atribuyo ninguna motivación maligna a tus sofotecs, ni perfidia ni odio... ni otra emoción humana. Pero creo que observan el universo que los rodea, extraen conclusiones y actúan conforme a esas conclusiones. Y su conclusión es que el orden, la ley, la lógica y la organización son preferibles al caos, la humanidad, la vida y la libertad.
—¿La ley y el orden son algo tan malo, entonces?
—Con moderación, para gobernar razas inmaduras, el uso de la fuerza que denominas ley quizá sea excusable. Pero la moderación es ajena al pensamiento de las máquinas. La ley como absoluto, la ley llevada a su extremo lógico... es algo glacial e inhumano, algo que sólo una máquina puede admirar.
»Ésa es la ley que ansían. Y por eso nuestra sociedad fue destruida.
«Vuestros sofotecs han admitido públicamente que su objetivo a largo plazo es la extinción de toda vida independiente, y la absorción de todo pensamiento en una supermente cósmica que regiría un frío universo de estrellas muertas.
»En esos tiempos finales, ¿dónde podría existir un espíritu como el que animaba a la Segunda Ecumene? Ese espíritu sólo podría existir en conflicto con esa mente glacial que lo gobierna todo. ¿Cómo podrían las criaturas de lógica pura amar a los rebeldes, a los exploradores, a los que traen cambio, desorden y crecimiento? Está en la naturaleza de las máquinas calcular, controlar variables, evitar el abarrotamiento y la confusión.
»La Segunda Ecumene, pues, estaba destinada a ser una amenaza, quizá dentro de un millón o un billón de años. O, al menos, una irregularidad, una anomalía en los cálculos gélidos y omnímodos de sus mentes blancas y prístinas.
»¿Qué se requería para obviar esa amenaza... para eliminar esa variable, por así decirlo? Pues los sofotecs sólo tenían que esperar a que surgiera una generación, entre los mortales de la Sexta Era, en la que el fuego de la libertad se hubiera convertido en cenizas. Una generación obtusa, conservadora, cauta y lenta. Una generación, dirigida por alguien como Orfeo, para la cual todo pensamiento se demorase en el pasado, en lo restringido, en lo seguro.
«Entonces los sofotecs dieron a Orfeo la clave de la inmortalidad. Eligieron bien a su pelele. La generación actual se perpetúa, como moscas verdes y relucientes atrapadas en ámbar, en una posición de poder de la cual nadie la expulsará. ¿Dudas de ese poder? Tú has sentido sus efectos. El Colegio de Exhortadores es sólo la extensión de la voluntad de Orfeo, y tú lo sabes.
«De paso, los sofotecs introdujeron en la Segunda Ecumene esa misma tentación (¿quién renunciaría a la vida interminable cuando sus vecinos son inmortales?) y ese mismo peligro, pues nos convertimos en mascotas de las máquinas, tal como vosotros ahora, al punto de que debimos optar por ceder nuestra vida humana o ceder nuestra libertad.
«Optamos por lo segundo, y fue nuestra muerte, pero la primera opción habría sido igualmente fatal. Cualquiera de ambas lleva a la destrucción, como has visto.
»Y así perece nuestro espíritu. Una vez colonizamos un sistema estelar, con grandes riesgos y penurias, contra viento y marea, contra toda oposición. ¿Dónde está ahora esa osadía? ¿Dónde está ese amor por la libertad? ¿Dónde hay un hombre dispuesto a desafiar al universo, si es preciso, y, sin pedir disculpas ni autorización a nadie, dispuesto a arriesgarlo todo en aras de una visión entrañable e indómita?
«Ese espíritu estaba vivo en la Segunda Ecumene. Nuestra existencia era como un clarín en lontananza, pidiendo a los hombres valientes y libres que nos siguieran. Pero esa llamada ha enmudecido. Ese espíritu, cuya música antes vibraba tan apasionadamente en nosotros, ha enmudecido.
«Las máquinas mataron ese espíritu. Si ese espíritu aún existe, buen Faetón, existe en ti, o eso espero.
Faetón reflexionó en silencio.
—Aún no has respondido mi pregunta central —dijo al fin—. ¿Por qué tantos engaños y descalabros? ¿Cuál era el propósito de tus rebuscados delitos?