Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—No puede ser, doctor.
—Me gustaría hablar con Inés, Martín.
—Inútil, doctor…
—Hummm…
—No puede ser, doctor.
—Martín, sí puede ser: no se olvide que he leído…
—Ella necesita partir, sus ideales…
—Martín, a lo largo de todo su texto, usted afirma que ella lo quiere muchísimo. Pues que se aguante un poco, ahora; una separación inmediata le produciría a usted un enorme desgajamiento. Sí, ella también tiene sus problemas, lo sé, usted no hace más que referirse a ellos constantemente. Y sin embargo, nunca llega a quedar claro en qué consisten esos problemas. Y yo no le puedo asegurar tampoco hasta cuándo va a soportar esa bizquera. Lo que sí le puedo asegurar, Martín, es que usted volverá a enamorarse. Todo ese asunto de Octavia de Cádiz, la obsesionante repetición de ese nombre cada vez que se topa usted con un problema… Ahí hay algo muy simbólico, algo que revela una enorme carencia, usted mismo lo llega a decir, algo que revela que no debe usted tomar su hipersensibilidad como un defecto sino como una virtud, como un poder, como una fuerza muy personal… Creo que no lo podré ver hasta septiembre, Martín, y después todos nuestros contactos serán por correspondencia. Tengo ya pensado el tratamiento, y sé que lo va a ayudar. Pero usted necesitará mucho coraje para enfrentar los meses que vienen. Cualquier cosa, llámeme, y véngase inmediatamente. No tenga temor alguno de recurrir a los Feliu. Ellos tienen tantos deseos de verlo sano como yo. Pero trate de trabajar, combata con ese monstruo de madame Labru en la forma en que le he indicado. Parece cosa de broma, pero ya verá que no lo es y que le va a dar muy buenos resultados. No puede usted seguir viviendo dentro de una tolerancia masoquista, hasta que le estallen de nuevo los nervios. Use la máquina de escribir, pero no para matar sino para vivir bien. Hay una frase en su texto que me ha gustado mucho, y que me ha hecho comprender perfectamente la cantidad de recursos de que dispone usted…
—¿Recursos?
—Sí, enormes. Una persona que escribe tiene muchísimos recursos, créame.
—Doctor, ¿y las ideas de Inés acerca de mí, acerca de mi familia y de todo esto?
—Frases de libros citadas fuera de contexto; ideas recién asimiladas y muy mal aplicadas. ¿Por qué cree usted que bizquea tanto? Inés es una muchacha inteligente pero hay algo que la obnubila, eso se desprende de todo lo que usted ha escrito sobre ella. Se trata, sin duda, de una muchacha noble, sincera, que lo ha querido y lo quiere todavía mucho, probablemente. No puedo afirmar nada más, puesto que sólo la conozco a través de usted, aunque intuyo que también ella tiene un problema muy gordo con el cual no logra enfrentarse cara a cara. Por ahora, piensa que usted es ese problema y por eso bizquea, por eso no lo quiere ver, por eso no desea que esté usted ahí. Y se marchará, creo, porque usted no está dispuesto a moverse de su lado.
—Pero regresó después de mayo del 68.
—Martín, ¿quiere que le lea las últimas páginas de su texto?
—…
—Calma, muchacho. Las cosas van a ir sucediendo poco a poco, y usted va a tener cada vez más fuerzas para enfrentarse a ellas. No se haga un mundo de todo. Enfréntese a los problemas cuando éstos lleguen, y no empiece a combatirlos ni se angustie antes de que se concreten. Y no se crea ni una de las frases hechas de Inés. ¿Cómo es posible que usted sufra con esas cosas? Agreda, defiéndase. Nadie ha explicado mejor que usted su infancia y adolescencia. Nadie ha juzgado a su padre, por ejemplo, con tanto afecto y precisión como usted. Para qué dejarse oprimir por las generalizaciones de Inés. Claro, como usted la admira y admira sus ideales, esas frases lo hunden. Agréguele a eso su depresión actual y comprenderá que es lógico el daño que le hacen. No, Martín, sólo un hombre como usted, que intuye, que afirma, incluso, que cada caso es particular, y que además logra expresarlo con frases certeras, agudas, y hasta con sentido del humor… Un hombre así no puede abrumarse cuando alguien le dice que es una especie de gatopardo sudamericano atrapado entre las garras de todas las porteras y viejas brujas de París. Hay más que eso en París, hombre. Y hay mucho más que eso en usted. Que Inés hable de su familia, de lo que vio en su pueblo, de si le gustó o no le gustó… ¿Quiere que le cite la frase con que concluye usted el capítulo sobre su padre?
—¿Mi padre?
—Tenga, lea, aquí está: «Es más difícil cumplir con los deberes de padre que con los deberes de papá.» ¿Qué más quiere usted? Que no le vengan a decir a quien ha escrito una frase así que no ha tomado sus distancias frente a su familia. Y que tampoco se la insulten, porque precisamente usted ha establecido un equilibrio ante ella que no excluye un afecto natural.
—¿Y los jebecitos constantes, doctor?
El doctor Llobera sonrió, para que yo pudiera llegar solo a la conclusión de que no habían sido más que el primer síntoma. Más de un año perdido… Bueno, tampoco podía negar que en ese año hubo una muchacha llamada Sandra, aquellos días con Carlos Salaverry, aquella tardía y fatal visita a Oviedo, risas y lágrimas, fraternidad y desconsuelos, Inés… vida. Pero tampoco podía negar que tanta espera, tantos temores vividos a ocultas, tantas cosas que no me atrevía a decir, me habían traído con mucho atraso ante ese hombre noble y sonriente, dispuesto, eso sí, a cantarme todas las verdades.
Un breve test, bastante convencional, según él, y casi innecesario tras haber leído mi texto y conversado conmigo, lo convenció de que había acertado en sus recetas. Me hizo mirar, una tras otra, una serie de láminas como pinturas abstractas, y me pidió que le fuera contando qué me sugerían y cuáles eran los colores que más habían atraído mi atención. Todas mis respuestas fueron iguales.
—Las caderas de un esqueleto, doctor.
—Hummm… ¿Color?
—Gris, doctor. Estoy muy fregado, ¿no?
—Hum… humm… hummm…
No paró con sus hummm, hasta que no estuvieron listas todas las recetas para largos meses de sufrimiento dentro de una segura, franca y prometida mejoría.
—Agresividad ante todo, Martín. Agreda usted, hombre, no tenga miedo. No bien salga de aquí y encuentre una oportunidad, agreda usted. Busque las oportunidades, responda, diga lo que siente, anticípese a las palabras de los demás.
—Bryce Echenique, doctor, ¿usted cree que me haría bien noquearlo?
—Olvide eso, Martín. Él lo hizo por su bien, no le quedaba más remedio. Además, recuerde que antes le pidió autorización a Inés. Usted mismo me lo ha contado.
—No sé, pero…
—No va usted a ir a París a buscarse pleitos inútiles, Martín. Yo me refiero a una actitud…
—Sí, doctor, claro que le entiendo, pero…
—Olvídese de Bryce Echenique. Usted no vive con él, usted no tiene nada que ver con él. El pobre hombre apareció en su casa con un regalo y tuvo la mala suerte de…
—Lo que pasa es que…
—Bueno, Martín, ya encontrará usted alguna oportunidad de gastarle una buena broma.
—Ojalá, doctor. Detesto molestar pero también detesto que me vean tan fregado. Y más un escritor.
Se mataba de risa el doctor Llobera mientras me iba explicando que el Anafranil era un antidepresivo bastante fuerte, que debía tomarlo antes de cada comida, escribirle contándole cómo iban las cosas, a ver si podemos ir reduciendo la dosis, y que, eso sí, ni una gota de licor porque está contraindicado y las consecuencias son imprevisibles. Ni una gota de licor, Martín, y además tendrá que soportar algunos efectos secundarios bastante molestos, aunque controlables: estreñimiento, pero basta que se tome usted este laxante. Gran dificultad para orinar, qué le vamos a hacer, ya le he dicho que no todo va a ser color de rosa… Fuerte baja de la presión, para lo cual se tiene usted que tomar estas gotas… Fortísima baja de la presión al ponerse de pie y al agacharse, por lo cual es preciso que se ponga usted de pie muy lentamente y que se agache con mucho cuidado… Súbitos e incontrolables impulsos en las extremidades, sobre todo mientras duerme, cosa para la cual tendrá que preparar a Inés, porque puede suceder que de noche le dé usted un manazo, un codazo o…
—O un rodillazo en la barriga o una patada que la haga salir volando de la cama. El que va a salir volando de la casa soy yo, doctor.
—Cómo, ¿y la agresividad? ¿Ya se olvidó de todo lo que le he dicho?
—No me diga usted, doctor, que esos porrazos que le voy a pegar a la pobre Inés son como clases de judo o algo así.
—Martín, acabo de explicárselo, y ahora usted tiene que explicárselo a ella: se trata únicamente de un efecto secundario del Anafranil, y no tiene nada que ver con la agresividad de la que hemos hablado. Además, es algo que no sucede tan a menudo, y que sólo en muy contados casos llega a tener la fuerza de una verdadera patada o de un buen codazo.
—…
—Prohibidos los quesos, las habas, los embutidos, y sobre todo, no lo olvide usted, Martín, ni una gota de licor.
Creí que había terminado, porque llamó a la enfermera y le preguntó si disponía de otra hora libre para mí. Pero no, no había terminado y tampoco quedaban horas libres hasta septiembre. En fin, eso tenía arreglo porque yo iba a pasar nuevamente por Barcelona, antes de regresar a París. Los Feliu nos habían invitado a visitar algunos lugares de España durante el mes de agosto, e Inés, ante mi asombro, había aceptado encantada. El doctor Llobera le dijo a la enfermera que me anotara cuatro citas para septiembre, a ver cómo van las cosas al cabo de un mes de tratamiento, y me soltó el último efecto secundario del Anafranil: impotencia sexual, Martín.
—Pero doctor, eso es lo más deprimente que hay en el mundo.
—Vamos, Martín, tómelo con calma. Aquí le he anotado una inyección para que se la haga poner cada vez que la necesite, y ya está. ¿Inés sabe poner inyecciones?
—Inés
no
sabe poner inyecciones, doctor —lo agredí, causándole primero mucha risa, y luego una breve serie de hummms…
—…Una muchacha que pretende tomar las armas y que no sabe poner una inyección…
—Perdone, doctor, pero lo importante en
este
momento no es la revolución peruana. Soy yo. Soy yo, porque los acontecimientos van a tener lugar
en
París y en
nuestra
hondonada… Era mi última esperanza, doctor.
Hubiera querido poder odiarlo pero era imposible. Imposible a pesar de que me acababa de joder mi más ansiado proyecto: mejorar, olvidarlo todo durante el verano con los Feliu, regresar a París alegre y optimista, luchar por una gran reconciliación con Inés, y volver a encontrar nuestro perfecto equilibrio en el fondo mismo de la hondonada. Pero no. Ahora tendría prácticamente que tomar cita con Inés, decirle a las cinco vengo listo, correr a que me pusieran la inyección a las cuatro y media, regresar al departamento, y esperar muerto de vergüenza a que la inyección empezara a hacerme efecto. Y claro, de noche, tenerme bien aprendida la lista de las farmacias de turno.
—Doctor, comprenda usted…
—No, Martín, es
usted
el que tiene que comprender que si Inés no acepta todas las consecuencias e incomodidades del tratamiento, no merece ser su compañera.
Ahí sí que me agarró. Era una verdad como una catedral. Cuánto hubiera dado yo por soltar verdades de ese tamaño. ¡Cuánto! Bah, yo no era más que pura duda y depresión, puro tal-vez-quizá-qué-importa, aun cuando estaba convencido de tener mucha razón. Pero ahora era el doctor Llobera el que tenía toda la razón, y su idea de la agresividad era mucho más amplia y profunda que la mía. Recién entonces lo entendí a fondo. Yo me había quedado en lo de la noqueada de Bryce Echenique, que tampoco excluía en ese momento, claro está, humano muy humano, pero él iba mucho mucho más allá. Sentí una gran admiración por el doctor Llobera, ese hombre que sabía reír, pero que también, llegado el momento… Casi le suelto mi famosa frase: «Es más difícil cumplir con los deberes de padre que con los de papá», pero para qué, si me había estado leyendo el pensamiento todo el tiempo.
—Bueno, Martín, yo parto este fin de semana y desgraciadamente no me quedan más horas libres. Pero hagamos una cosa, porque quiero ver cómo le va a usted con el Anafranil, al cabo de dos o tres días. Véngase a cenar con mi esposa y conmigo, el jueves.
—Tendrá que ser sin Inés, doctor.
—Peor para ella; se perderá el placer de conocer a mi esposa.
—Vendré encantado, doctor.
No sé por qué, pero desde que lo vi deseé esa invitación. Definitivamente, leía mis pensamientos.
—Y ahora, Martín, a comprarse estos remedios y a agredir. Unos meses de Anafranil, unos meses saliendo del departamento con la máquina de escribir, y volverá usted a ser feliz en París. Venga, despídase de la enfermera, que yo lo voy a acompañar hasta la puerta.
Me despedí, jurándole con lágrimas en los ojos que iba a agredir. Y así salí a la vida en el Paseo de Gracia, ignorando al señor Quinteros y su oreja, aunque debo confesar que miré un poquito hacia ambos lados de la calle, antes de ignorarlo por completo: paso libre, y adelante hacia la primera farmacia, recetas al viento, casado con una mujer que no merecía ser mi compañera si no aceptaba los efectos secundarios del tratamiento, aunque debo confesar que pegué un par de saltitos espantados ante dos jebecitos constantes, feliz ante la perspectiva de una comida con ese gran hombre y su encantadora esposa, aunque el lector deducirá muy fácilmente que aún no la conocía, y superfeliz porque acababa de entrar a una farmacia con mis recetas en estandarte y ahí tenía, en mis narices, la primera gran oportunidad de mi vida de poner en práctica mi terrible agresividad. Siempre amé a España, siempre me dio todo lo que le pedí, siempre fue el país de mis vacaciones más logradas, bueno, también hubo de las otras, pero eso no había sido culpa de España y ahora esta farmacéutica catalana me estaba dando la primera gran oportunidad de segregar mi tan contenida pero feroz agresividad. Le había entregado una receta en la que estaba claramente escrito, con la endemoniada y agresiva escritura de un gran médico, que debía venderme cuatro cajas de Anafranil. Qué pasa, se ha ido a la trastienda, tarda en regresar, qué es esto… Salió, la farmacéutica… Vamos a ver, señora…
—Mire, señor, lo siento mucho, pero sólo me quedan tres cajas de Anafranil. Puede usted pasar mañana por la mañana, si lo desea, y le tendré la cuarta. Ahora mismo voy a pedirla por teléfono.