Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Fue así como conocí a Sandra Anita María Owens, que creo que me amó, porque la gringa era complicadísima, y a quien creo que no amé porque hubo un momento en el que no deseé más que sacármela de encima. Culpa de Inés y culpa tuya, mi querido Enrique Álvarez de Manzaneda, quería estar solo al volverte a ver y Sandra acababa de desconfiar de mí en el momento menos oportuno. Pero todo esto sucedió un poco más tarde y en España, y creo que me estoy adelantando sólo porque aún me avergüenza confesar lo que pensé mientras decidía ponerme en marcha con Sandra Anita María Owens, rumbo al restaurancito chiquitito y cercanito. Bueno, lo pondré en la forma más indirecta y objetiva posible.
Pensamientos que atravesaron la mente de Martín Romaña ante el restaurant Censier cerrado y ya con Sandra Anita María Owens al lado:
1.° Vámonos de aquí lo más rápido posible. No vaya a ser que vengan otros cojudos en busca de comida y que ella les diga lo mismo que a mí y esto se convierta en una patota camino al restaurancito chiquitito (esto último fue más sentido que pensado. Véase: H. Miller,
Trópicos&hellip
; etc.).
2.° Hasta habla como pepa de mango.
3.° La voz sale de una pepa de mango (más sentido que pensado, también).
4.º Se jodió Carlos Salaverry: ya no creo que vaya a visitarlo esta tarde.
Pensando lo cual, el espíritu del 68 y el antiespíritu ídem que había surgido de pronto en mí, partieron rumbo al restaurant para estudiantes un poquito enfermos donde ahora ya no se necesitaría nunca más carné sellado por autoridad ninguna. Fue un almuerzo tranquilo, a juzgar por la manera en que a mí me tembló la mano mientras le servía leche a Sandra, que siempre había comido allí desde su llegada a París, el año anterior, y que siempre tomaba litros de leche porque tenía algo así como una pequeña amenaza de ulcerita, casi nada pero molestaba. Y yo dale con servir leche y dale con temblar llenecito de preguntas porque realmente tanta leche gratis en un restaurant universitario no podía ser verdad, tiene que ser mayo del 68, ¿no, Sandra?
Pero así había sido siempre, y yo era el primer peruano que conocía en su vida, cosa que aproveché para contarle que el Perú era un país de temblores y terremotos y que por eso mi mano tiembla así, Sandra, y a ella le hizo una gracia increíble con una risa que no llamaré argentina porque Sandra era de Alaska, uy qué frío, no te preocupes, Martín, después viví en Nebraska y ahora vivo en California, a lo cual yo agregué que en San Francisco también había habido un famoso terremoto y casi le suelto que nos habíamos conocido en pleno terremoto de mi vida. Pero para qué hablarle de cosas tristes, me dije, sonriéndole mientras le servía otro montón de leche con una mano que de pronto dejó de temblar por completo. Y en vista de que Sandra no captó en absoluto la sutil terapéutica a la que tan aterrado y a la vez tan lleno de recursos me había sometido, al terremotear íntegro a mi país para explicar única y exclusivamente mi temblequería, me serví también un montón de leche, tras haber excluido al resto de los comensales un poco enfermitos de la mesa común, manteniendo la conversación
in english
, y así fue como Sandra Anita María Owens y yo empezamos a congeniar rápidamente dentro del mejor espíritu
of may sixty eight
.
Y seguimos congeniando por la rue Mouffetard, rumbo al hotel de Sandra, que era la exacta repetición, a unos cuantos pasos de la placita de la Contrescarpe, de los hoteles que mi padre decía haber visto en su juventud, en los pueblos más apartados de los más apartados distritos de los Andes del Perú, ver para creer. Claro, es cierto que para mi padre todo lo que no era San Isidro, o su oficina blindada en el centro de Lima, era ya un poco el desierto de los tártaros, pero también lo es que el hotelucho de Sandra Anita María Owens, a quien yo insistía en llamar por su nombre completo, agregando mentalmente lo del espíritu del 68, por temor a una erección, estando en el mundo Inés, correspondía cien por ciento a lo que él llamaba no sólo hotelucho sino hotelajo, en circunstancias en las que evocaba una vida entera de trabajos y sacrificios, y todo eso para nada, para nada, sólo para que después el cretino de Martín (yo) me salga con que quiere largarse a Europa a ¡ser! De más está decir que nadie se atrevió jamás a pronunciar la palabra escritor. Pobre viejo, ni siquiera logré defraudarlo del todo, no, ni siquiera eso, y a él que le gustaba tanto sentirse defraudado.
Pero en cambio, y al igual que en sus historias, en mi dura juventud llegaba también yo a un hotel de un apartado pueblo de los más apartados distritos de los Andes del Perú. Sandra abrió la puerta de su habitación en el tercer piso, me dijo pasa, y yo le agradecí a su nombre completo, tras haber sentido algo así como el eterno retorno, aunque sin Inés, vía punzada freudiana en el estómago. Un lavatorio, una mesita, algunos libros, una cama que era un tabique sin colchón, y los dibujos y pósters con que había ocultado a medias la inmundicia de las paredes, eran íntegra su hacienda. ¡Sandra!, exclamé, contemplando aquel espectáculo, y acto seguido tuve que repetirme veinticinco veces los autoritarios y autorizados nombres de Inés y de mi padre, logrando de esta manera controlar lo que empezaba a ocurrirme entre las piernas por no haber pronunciado el nombre completo del espíritu del 68 en esa enternecedora pocilga andina.
Increíble, pero una duda impidió que me bañara en lágrimas exteriores. Y es que no lograba aclararme por nada de este mundo cómo desde hacía semanas deseaba llorar a mares por Inés y, sólo ahora, al contemplar el cuartucho de Sandra plagado de chinches, de acuerdo con las descripciones de mi padre, estaba a punto de funcionar el detonador. ¿Qué me pasa, qué es esto, quién soy, dos doctor Jekyll o dos míster Hyde? Humano, muy humano, pienso aquí en mi Voltaire recordatorio, y precisamente mientras voy recordando vuelvo a verme parado ahí ante Sandra, haciéndole la pregunta de los chinches y bañado sólo en lágrimas interiores.
—¿Cómo es vivir con chinches? —inhalé, y exhalé.
—La revolución permanente —me respondió Sandra, sonriente y altamente politizada, aunque declarando que no era trotskista sino maoísta-feminista, tras lo cual añadió—: ¿Pero tú cómo sabías lo de los bichos esos?
—Uf —le dije, canchero—, han sido parte de mi vida en el Perú. Me acuerdo de los hoteles apartados de los Andes apartados: te acostabas en el cuarto número 25 y te despertabas en el 26. —Inhalé, exhalé, y muy viajado concluí—: Los chinches cambiaban las camas a lomo de mula por las noches.
—Bueno —dijo Sandra, encantada con mi historia—, la verdad es que a pesar de todos los productos que uso no logro eliminarlos. O sea que a lo mejor ahora me siento a tomar un café contigo, en la cama, o sea a la izquierda del cuarto, y terminamos a la derecha.
No quise tomarlo como una alusión política, porque Sandra no era Inés, y porque de pronto había empezado a sentirme muy feliz con mi mentira. En efecto, a Sandra le había hecho mucha gracia el asunto, y además le había robado una falsa historia a mi padre, sí, una gran mentira, porque en sus viajes sin duda conoció más de un hotel así, como cualquiera que recorre la sierra del Perú, pero esos viajes fueron siempre de placer, fueron cacerías, excursiones, andinismos, y porque el muy sabido cuando se divertía dejaba de creer que el Perú limitaba por San Isidro y su oficina blindada con el desierto de los tártaros, y todavía después tenía la concha de sacárselo en cara, transformado en sudor de su rostro, al adolescentísimo Martín Romaña, que era yo, promesa familiar, sentado ahí en la mesa del comedor, entre mi madre suspirante porque nada de eso se parecía a Proust, y mis hermanos atragantándose la sopa porque el viejo no tardaba en mandarnos a todos a la cama sin comer, para que aprendan que yo, yo, ¡¡¡YO!!!, tras lo cual se arrepentía porque más bueno no podía ser el pobre, y él mismo subía trayéndonos la comida, empezando por mi hermana Augusta, su preferida, lo cual torturó siempre a Rocío, la segunda de su lista, dejó torturado siempre a Rafael, que era también su preferido, pero en la lista de los hombres, total que mientras llegaba a mí, yo qué menos podía que soñar con morirme como Vallejo en París, mientras mi madre suspiraba aún más, porque ahora sí las cosas se parecían en algo a Proust, que fue tan delicado.
Mucho menos delicada fue Sandra, quien terminado el cafecito, y cuando me disponía a contarle la historia de mi vida, para que ella me contara, a su vez, qué tal le iba en este valle de lágrimas, interrumpió mi enorme emotividad con una de esas frases que podían convertirse en el comienzo de la locura para un hombre cuyo proceso de modernización y reestructuración estaba aún en marcha.
—Bueno, Martín, ya es hora de que te vayas porque estoy esperando a un amigo.
Pensar que parecíamos tan amigos, tan 68 en nuestra relación, pensar que yo andaba tan tranquilo con mi taza de café, con el pulso estable, con ganas de una copa de vino, de reír, de fumar, de pedirle que me acompañara a la acción de las barricadas, y pensar sobre todo que en mis evocaciones hoteleras había deshonrado padre y madre, para que ahora la gringa me salga con que espera a un amigo. Cualquiera avisa, me dije, pero en mayo del 68 no se avisaba porque avisar era burgués, y en el fondo era yo el que andaba aún hasta las patas con mi sensibilidad a flor de piel, mi sentimentalismo depresivo y hasta de pronto deserotizado por una frase tan natural, tan espontánea, tan la imaginación al poder, como la que Sandra acababa de pronunciar, probándome casi documentalmente que no me caería nada mal una buena relectura de Henry Miller y mucha tinta Mao sobre mis medias tintas. Confieso: nunca me sentí tan pobre diablo en mi vida: una mujer que no era Inés podía herirme tan sólo con esperar a un tipo que no era yo, porque seguro que el esperado era barbudísimo y peludísimo y desenfadadísimo y no tardaba en llegar, en entrar, y en ni siquiera preguntar quién diablos era yo y qué demonios hacía ahí, reduciéndome a mi mínima importancia, mientras yo me reducía a mi mínima estatura, para que ni Sandra ni él se dieran cuenta de que a la habitación andina había llegado esa tarde un pelotudo tembleque: yo, imaginándome todo esto, temblando de nuevo, y sin que nada pasara ni nadie llegara y con Sandra tan sonriente y simpática como siempre. Bueno, pensé, ya es hora que don cojudo se vaya, hay que salvar el honor, hay que evitar la locura y el sufrimiento, y hay que repasar muy bien este capítulo hasta aprendérselo de memoria sin que duela tanto. Me incorporé tal cual era, es decir, sin imitar a actor de cine alguno porque eso era cultura y también, vamos, Martín, confiesa, por temor a pisar una cáscara de plátano o algo así, y empecé a despedirme con la menor cantidad de palabras, para evitar cualquier metida de pata tipo referencia cultural. Pero Sandra casi me mata de nuevo.
—¿Qué es de tu esposa? —me preguntó, contándome, porque Sandra era natural y contaba, mientras que yo era de plástico y confesaba, que muchas veces nos había cruzado por el barrio y que siempre se había fijado en lo linda que era ella y en lo divertido que parecía ser yo. Yo lo tomé a cáscara de plátano, la verdad. Inhalé una mentira, pero cosa increíble, exhalé una verdad, por lo cual hasta hoy pienso que me porté como todo un hombre, en el cine.
—Milita con un grupo con el que no logré ponerme de acuerdo, produciéndose hace poco una grave ruptura por culpa de un globo y una tremenda perrada, aunque hay mucho más que eso. Total, se llama Inés, yo la llamaba luz de donde el sol la toma, lo cual para ti no debe querer decir nada, pero no te preocupes porque es una referencia cultural de las que sólo podían emplearse hasta marzo o abril y…
—Termina, Martín; no tarda en llegar mi amigo.
—Total que ahora se ha ido al monte con su gente.
—O sea que tienes problemas matrimoniales…
—Todos.
—No me gustan los matrimonios infelices…
—Chócala —le dije, extendiéndole la mano.
Pero en vez de la mano, Sandra me dio un beso de hermano, una palmadita de amigo en el hombro, y una sonrisa riquísima en mi vida. No recordaba en qué momento había empezado a temblar otra vez, pero lo cierto es que seguía temblando cuando le pregunté si podíamos salir a las barricadas juntos esa noche. Mañana, me respondió Sandra, mañana almorzamos juntos, pasamos la tarde juntos, y cuando quieras salimos a las barricadas. No te preocupes, Martín, tendremos tiempo para vernos mucho. Trata de estar alegre, eso sí.
Un guiño de ojos fue la única palabra de despedida que me salió, y hasta hoy creo que con más me voy de bruces por la escalera. En la calle, hice algunos ejercicios respiratorios, y luego me decidí a pasar un rato por el departamento, aunque con la seguridad de encontrarlo vacío. Esta vez sí que no había lugar para dudas: eran doctor Jekyll y míster Hyde quienes emprendían el camino de retorno, éste pensando en la suerte que tienes, Carlos Salaverry, de que Sandra reciba a un amigo esta tarde, y aquél pensando alegremente en la perspectiva de encontrar a su gran amigo Carlos Salaverry, culturalmente instalado en su departamento de filósofo mediotíntico. Bueno, pero antes que nada al departamento, nunca se sabe, a lo mejor Inés… Inés.
Noveno piso ascensor. Estaba sacando las llaves del bolsillo y pensando en la puteada que iba a recibir por tener amigas norteamericanas, en el asunto discutido luego en el Grupo, Martín puede haber caído en manos de una agente de la CIA, no tardan en sacarle todos nuestros secretos, estaba pensando en lo mal que tratan los gobiernos a sus espías, Enrique Álvarez de Manzaneda en un cuartucho techero, Mata-Hari en un hotelucho de esos de varias estrellas bajo cero, en una verdadera pocilga andina, y empezaba a reírme entre los furibundos y habituales ladridos de Bibí, eterno comité de recepción de los que se acercaban a mi departamento, cuando un porrazo del monstruo lo puso momentáneamente fuera de acción, perro de mierda, no te das cuenta de que es el señor Romaña que regresa a su casa, imbécil, bruto, animal, cuántos años vas a tardar en reconocer los pasos del señor Romaña. Acto seguido se abrió la puerta y apareció el rostro sonriente de madame Labru, buenas tardes, señor, y más sonrisa todavía cuando le respondí, diablos, qué ocurre, a lo mejor la imaginación acaba de tomar el poder y ésta quiere estar bien conmigo, algo tiene que estar pasando. Subí corriendo a ver qué decía la radio, pero no llegué a encenderla porque esa tarde las noticias más importantes las daban por escrito.
Martín,
Ya es hora de que hablemos claramente. Me es imposible seguir viviendo contigo. Hoy más que nunca estoy convencida de que fue un error quererte y que debí estar ciega cuando me casé con una persona como tú. Es cierto que mis ideas han cambiado con el tiempo, pero francamente no creo que ésa sea la razón principal. Para mí tú no eres más que un fin de raza, un hombre incapaz de comprender que el mundo puede y tiene que cambiar. No te acuso de ser directamente culpable de ello, pero sí de ser un miembro satisfecho de una familia podrida, un típico descendiente de la clase social que tanto daño y ruina ha causado en nuestro país. Un oligarca podrido. Sí, Martín, eso es lo que eres, y yo no puedo convivir con una persona así. Hace tiempo que lo venía pensando pero con los acontecimientos actuales y tu conducta perezosa e indigna todo se me ha aclarado definitivamente. Ahora no tengo tiempo para llevarme algunas cosas, pero ya algún día volveré con más calma a ocuparme de eso. Me das pena, Martín, pero no es el momento de andar apiadándose de nadie. Son momentos cruciales y yo tengo que irme a cumplir con mi deber de revolucionaria. A luchar por el poder. Vivir con un tipo como tú es como vivir con un obstáculo permanente para la realización de mis ideales. Tú saliste de entre mis enemigos de clase y a ellos volverás. No intentes buscarme. Estoy con el pueblo y ahí nunca me encontrarás. No pierdas tu tiempo. No te pido que me perdones porque he pensado mucho antes de decirte estas palabras y creo que son profundamente acertadas, reales y honestas. Chau, Martín.
Inés