La vida exagerada de Martín Romaña (22 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Y se obtuvo cualquier cosa de mí, de un mí feliz, además, porque qué lejos sentía ahora a Inés del espíritu del Grupo, del economista brasileño por el que tiempo atrás se había otorgado un verano de reflexión prematrimonial, qué cerca de mí la sentía, cada sollozo había sido una declaración tal de amor, que ahora era yo el que se moría de ganas de arrancarse a sollozar, necesitaba estar a la altura, acababa de encontrar completita a mi Doña Inés del alma mía, luz de donde el sol la toma, tenía que estar a la altura, en qué más podía ceder, me preguntaba, ¿qué tipo de matrimonio quieres, Inés?, yo por mi parte quisiera un tipo de matrimonio única y exclusivamente entre tú y yo, sin Grupo, podríamos transar en que sea sin el Grupo y sólo con Carmen y Alberto de testigos, eso a cambio de que yo no vuelva a hablar de refrigeradora, de perros, eso a cambio de lo que quieras, casi le prometo no volver a hablar ni siquiera de mí en la vida, un tipo tan bruto, no valía la pena tomarlo en serio, sólo para amar, sólo para amarte siempre, Inés.

Carmen y Alberto decidieron que había llegado el momento de volver a empezar a reírse, de servir por fin una copa y brindar, cómo se ve que no conocían a Inés. Ella se lo había tomado todito en serio, hasta lo del lápiz y papel que yo no había sacado, pero que ahora…

—Saca lápiz y papel, Martín.

El primer invitado fue el Grupo entero. Lógico. Aun antes que Carmen y Alberto que estaban ahí con nosotros. El último fue Enrique, con la condición de que no hablara de su bultito. Enrique hablando de su bultito, pensé yo, cuándo se ha visto eso, cuándo en la vida se va a ver eso. Pero no pude protestar, aunque hubiese querido protestar no hubiese podido: desde que Inés habló de Enrique yo ya tenía cinco dedos obsesionados sobre mis cinco bultitos.

—Inés, ¿tú no crees que antes del matrimonio deberíamos consultar con un médico? Yo pienso que estoy moralmente obligado…

—Martín, por favor.

Carmen y Alberto se estaban matando de risa del matrimonio que se iba a armar entre Inés y yo. El asunto, para ellos, me lo dijo un día Alberto, era una especie de boda entre el Gatopardo y la Pasionaria, algo extraordinariamente divertido, salvo que resulte todo lo contrario, claro. Bueno, pero seguíamos con el lápiz y el papel, y las copas que Alberto había servido para brindar continuaban calentándose. Por supuesto, aclaró Inés, nada de matrimonio religioso entre dos marxistas.

—Vas a matar a tu mamá de un disgusto, Inés. Es lo más católico que hay en la tierra. Se entera y se muere.

—La tuya también es católica.

—La mía, con tal de que el matrimonio no sea en Lima y de no tener que hacer partes e invitaciones, feliz; aunque nos case Fidel Castro.

—Matrimonio civil, Martín, y punto.

—Pero nos vamos a quedar sin regalos de la familia; piensa que son los mejores casi siempre, Inés.

—No me digas que vas a empezar otra vez con lo del perro y la refrigeradora.

Casi le digo que no, que por supuesto que no, casi le digo que habría abdicado a un trono por su amor, pero entre que ya me estaba acostumbrando a guardarme el humor para el círculo de mis amistades, como dicen en Lima, y entre que lo del matrimonio civil o religioso me daba exactamente lo mismo, sobre todo ahora que ya habíamos pasado sobre el cadáver de nuestras respectivas madres, opté por renunciar a todo lo que tuviera que ver con la religión y con la familia, lo cual para mí significaba ante todo perderme muy buenos regalos. Y así fue, en efecto, con los siguientes efectos: la madre de Inés casi muere, acompañada por lo menos por la mitad de su familia. Mi madre, en cambio, dijo: Hacen bien, porque a Dios no se le engaña, aliviadísima de pensar que no iba a tener que ocuparse de nada, y según me cuentan, se sirvió otro whisky. Un tío, que yo creí menos bruto siempre, dijo que Martincito no tenía un pelo de tonto, que sin duda había embarazado a Inés, ya ustedes saben lo que es París, y que se casaba sólo civilmente, para luego, cuando lo deseara, sacársela de encima, en vista de que Inés era hija de inmigrantes, y casarse con la muchacha que le corresponde, no tiene un pelo de tonto Martincito. Fue la única vez en mi vida que soñé con ser guerrillero, realmente quise integrarme a fondo al Grupo, integrarme hasta llegar a ser Director de Lecturas o algo así, pero no lo logré. Y es que a veces los del Grupo resultaban ser más brutos que mi tío (gatopardo, me decía Alberto, matándose de risa). Dos últimos efectos que recuerdo: una carta de un hermano cura de Inés, dirigida a «la prostituta de Occidente». El único atenuante de Inés era el de haber sido muy probablemente corrompida por uno de esos tipos que, llamándose escritor, camuflan a un comunista, a un ateo y a un pecador. Inés le respondió como es debido, entre mis brazos, y sin soltar una sola lágrima. Del alma mía.

El último efecto, ahora: un gran regalo de mi madre, un fabuloso juego de té comprado en Viena por mi bisabuelo, plata de la que ya no hay, precio de lo que no tiene precio. Me lo regalaba con toda el alma, con la condición de que jamás fuera a vender esa joya familiar, y no me lo enviaba porque sabía muy bien que yo era muy capaz de vender esa joya familiar. Mejor, me dije, pensando que Inés me habría criticado por andar poseyendo podridas antigüedades, como si no me bastara con pertenecer a una familia podrida, y porque en efecto lo habría vendido y me habría gastado la plata en juergas en España o algo por el estilo, era mejor evitarle esa pena a mi madre. Lo poco que conoce uno siempre a su madre, y lo mucho que conocen las madres a sus hijos. La mía, en todo caso, me había conocido siempre una gran generosidad. Por lo menos así lo afirmaba en la carta en que me contó que había vendido mi juego de té porque cada día está más cara la vida en Lima, Martín, el precio del whisky y del champán está realmente por las nubes, hijito. Y te beso con todo mi amor.

Por fin brindamos por la flamante pareja que será, y por fin sonrió Inés. Inés no solía sonreír cuando yo hacía una broma, más bien solía sonreír cuando yo estaba muy serio. Y durante el brindis lo estuve, un poco por emoción, pero también porque sólo Carmen y Alberto iban a ser nuestros testigos, lo cual en resumidas cuentas quiere decir que yo había cedido en que Enrique no podía serlo. Fui muy compungido a explicárselo, mi afecto por él y la situación en que se hallaba me obligaban a entrar nuevamente en esos tristes detalles. Enrique me escuchó con una sonrisa bastante irónica, comprendía, comprendía, no tenía por qué preocuparme. Lo que me dio una rabia terrible fue que me hablara todo el tiempo con la cara pegada a su espejito, tocando y mirándose su bultito. No me dejaba sitio para que yo me mirara mis cinco bultitos.

Durante el examen médico que tuvimos que pasar, entre los trámites previos a la boda, aproveché para hablarle al médico de ese problema para mí tan importante. Son cinco bultitos, le dije, delante de Inés, que con un buen guiño de ojos al médico me redujo en edad y estatura. El médico pactó con Inés, pero no tuvo más remedio que comprobar que sí existían, aunque añadiendo que no eran más que unos ganglios ligerísimamente inflamados, nada de cuidado, señora. ¡Existen!, grité yo, feliz, mientras una mirada de Inés reducía al médico a su época de colegial. Pero eso a mí qué diablos me importó. Existían, existían, casi vuelvo a gritar que existían, pero preferí callarme porque a veces callándome lograba recuperar solito mi edad y mi estatura.

La pareja que será fue muy feliz en los días que precedieron a la boda. Una pareja amiga nos iba a ceder un departamento en un lugar privilegiado, bastaba con tener un poquito de cuidado con la dueña porque era un poco rara, bueno, bastante rara, pero con no hacer ruidos latinoamericanos todo iría bien. La pareja que será iba al cine y al teatro todos los días, se amaba en mi techo, reía y se amaba por las calles del Barrio Latino, frecuentaba amigos, asistía a fiestas, la pareja que será se amaba, la pareja que se amaba se amaba, Inés se había convertido en algo así como la mejor mamá que tuve en mi vida, yo en el hijo más travieso y delicioso del mundo, un niñito con algo del Julius de la novela que tiempo después escribiría Alfredo Bryce Echenique. Y por las calles y plazas, yo, que siempre había soñado con casarme con Inés, la observaba por el rabillo del ojo, la observaba preguntándome cómo podía uno casarse con un sueño, ¿no era ésta, acaso, otra de esas situaciones exageradas que a mí me tocaba vivir?

EXAGERANDO UN POQUITO SE PODRÍA DECIR QUE EL DÍA DE LA BODA DURÓ HASTA EL DÍA EN QUE SE ROMPIÓ EL MATRIMONIO

Y el haber durado así, de esa manera, fue tal vez lo más alegre y hermoso que tuvo aquella relación destinada a un triste fracaso. Aunque claro, eso, todo eso, sólo lo supe al final y aun después del final. Para mí hay una prueba de tipo medio simbólico, medio mágico, de la importancia que le di a ese paso tan importante en la vida de un hombre, para decirlo de alguna manera. En vez de comprarme un terno nuevo, pensé inmediatamente en un viejo terno color plomo, con el que me había enfrentado a otros pasos importantes en la vida de un hombre. Lo había usado en Lima cuando me gradué en Letras y cuando me gradué de abogado. Las dos veces salí airoso y las dos veces sentí que el terno había tenido muchísimo que ver en el asunto. En la graduación de abogado, en todo caso, creo que me salvó la vida, porque la verdad es que yo de Derecho sabía lo que puede saber un terno plomo de Derecho, más o menos. No podía fallarme en esta nueva ocasión, por tercera vez me traería suerte.

Pero no fue así, y examinando las cosas, años más tarde, comprendí dónde estuvo mi error. Una graduación dura algunas horas, es cosa de un día. Mi matrimonio en cambio era para toda la vida, y por consiguiente, si yo deseaba que la suerte durara y durara, habría tenido que usar ese terno siempre, habría tenido que asistir de color plomo y bien encorbatado hasta a las reuniones del Grupo, por ejemplo. Y el pobre andaba bastante viejo ya, no contenía muchas jornadas más de buena suerte. En fin, habría que buscarle alguna explicación a las cosas por ese lado, no sé.

Lo que sí podría jurar es que no me toqué los bultitos a lo largo de toda la ceremonia, y a lo largo de toda nuestra luna de miel en España. Y juro también no haberlos ni siquiera mencionado y haber emprendido una verdadera cura de olvido con respecto a ellos, por cariño a Inés, que realmente me ayudaba mucho porque nuestras noches de amor eran buenas y tiernas y me dejaban lo suficientemente cansado como para quedarme dormido hasta cuando me ponía a pensar en los bultitos en los que no debería pensar jamás. También el hecho de su existencia real, médicamente comprobada, y el de su no gravedad, ayudaron a que poco a poco se fueran convirtiendo en algo tan mío y tan normal como cualquier otra parte de mi cuerpo. Es cierto que yo hubiera deseado que Inés aceptara su existencia, y sobre todo su origen, por ser parte de mi personalidad compleja y profundamente solidaria, pero tampoco se le podía exigir a la pobre cosas que escapaban por completo a su visión nada híper del mundo y del destino del hombre de carne y hueso. Inútil. Inés le llamaba pan al pan, vino al vino, y a mis cinco bultitos les llamaba cojudeces de Martín Romaña.

Yo traté de casarme lo más en serio que pude, pero desgraciadamente el asunto tuvo mucho de absurdo desde el comienzo. No me reía por respeto a Inés, que había aparecido bellísima con un traje de novia civil, morado y bordado en plata como para procesión del Señor de los Milagros, en Lima, y minifáldico
avant la lettre
hasta el extremo de que algunos de los novios que esperaban turno con nosotros soltaron un dudosísimo

, cuando les llegó el momento. A mí se me paró ipso facto, por culpa de Henry Miller. Permanecí lo más civil que darse pueda, a lo largo de toda la ceremonia, pero repito, era difícil no reírse. El alcalde, o quien fuera que nos casó bien de azul marino y con su banda a lo presidencial, o era loco, o estaba borracho, o estaba chocho. Lo cierto es que el viejo se arrancó con un discurso interminable, realmente interminable, era un orador frustrado el viejito, y como con un solo discurso tenía que casar a varias parejas, se soltó uno que durara como varios discursos seguidos. Y dale con lo de la larga marcha, la larga marcha por aquí y la larga marcha por allá, teníamos que comprender, estábamos a punto de emprender una larga marcha, ¿sabíamos acaso lo que representaba?, ¿sabíamos acaso lo que era una larga marcha?

Los del Grupo empezaron a impacientarse porque ese viejo de mierda representaba a un gobierno capitalista, y la larga marcha era propiedad privada de Mao Tse-tung, la de Mao sí que había sido una larga marcha, viejo cojudo. Pero el viejo seguía, a él qué le importaba que la gente anduviese pensando que ya era hora de casarnos a todos, de dejar que cada pareja y sus invitados se largasen a su casa a festejar. Pero el tipo siguió y siguió y hasta se detuvo un rato en una pareja que a los setenta y tres años había decidido casarse. Bueno, les dijo, para ustedes la marcha no será tan larga, tal vez sea corta, incluso, pero de todas maneras será una marcha… Qué tal viejo de mierda, por Dios.

Y hablando de Dios, debo decir que nunca he visto nada más religioso que un matrimonio civil en Francia. Para empezar, el sermón: igualito que en la iglesia le pegan a uno un susto de la madona, lo llenan a uno de consejos. A mí siempre me han gustado los consejos, pero entre amigos, de uno en uno, y en voz bajita. No sé, un consejo es algo fácil de seguir, pero si me sueltan toda una recatafila de consejos creo que termino por cerrar los oídos y hacerme el loco, imposible cumplir con tanto buen propósito a la vez, no se puede dejar de fumar y de beber al mismo tiempo, por ejemplo. Otra cosa: el local. No digo que fuera iglesia, pero sí lo que más se le parece. No era iglesia, era templo: ahí está, ya di, era un verdadero templo, con su altar, su oficiante, sus bancas, su colecta para las obras de la alcaldía, en vez de la parroquia, en fin, una ceremonia religiosa en la que sólo Dios brillaba por su ausencia y eso sólo porque la república burguesa modelo 1789, como tantas otras que la imitaron, se pasó de la iglesia al templo el día en que a Dios se lo cargaron unos cuantos filósofos, conservando de Él tan sólo sus aspectos más prácticos, y el día en que al pobre Luis XVI también se lo cargaron, por haber andado gobernando por derecho divino y cosas así, aunque conservando también la república esa diversos aspectos prácticos de sus prácticas, más algunos refinadísimos sobrevinientes que hablan un francés delicioso y que se gastan unos apellidos tan largos que a menudo a los extranjeros nos resulta imposible retenerlos.

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