Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
—¡Eso sí que no, Martín! ¡No te me vas a enfermar de nuevo!
¡Estoy harta de tus enfermedades! ¡Cada una es más ridicula que la otra!
Semejante explosión, en pleno remanso de paz, revela en Inés una profunda tensión subyacente. Me apoyo sobre el brazo del sillón, levanto más de medio culo, me vuelvo a rascar porque me pica de nuevo, y comprendo hasta qué punto me he equivocado por no aplicar aquello de que en la duda abstente, y por no confiar en mi vieja y maldita intuición de mierda.
Digamos que ésos fueron los preámbulos. Y que ahora estoy viviendo nuevamente con mi esposa Inés, con dos Anafraniles al día, algunos efectos secundarios, pastillas, gotas e inyecciones para controlarlos, y unas flamantes hemorroides a las que no debo otorgarles el derecho a la existencia. Sobran las razones:
1) Conseguí ser viejo amigo de Inés desde que el monstruo empezó a tenerme tanto respeto como a ella y pude utilizar normalmente el ascensor. A este nivel, debo agregar que las tres salidas semanales con la máquina de escribir en la mano fueron de asombrosa eficacia, aunque confieso que nunca me atreví a contarle a Inés por qué a menudo partía, máquina de escribir en mano: era capaz de decirme tarado el paciente y tarado el médico, algo así.
2) Es macanudo correr donde una monjita, dejarse inyectar una buena dosis de fe, y regresar corriendo al departamento para hacer el amor con una vieja amiga.
3) Perdidas estas conquistas vitales, que son algo realmente vital para mí, la tendencia es a la tristeza suma y a la depresión con cara de recaída.
4) Ocultándole a Inés las hemorroides, y saliendo, por ejemplo, a rascarme en la terraza cuando ya no doy más, puedo recuperar a mi vieja amiga, gozar de esa liberalidad tan suya que le permite hacer el amor con tipos como yo, y de esta manera recuperar también posibilidades de paz y contento, evitando al mismo tiempo que se repitan los efectos señalados en el punto 3.
Ésta fue la primera etapa, y antes que rectal o anal, debería llamarla asnal. Asnal de asno, de burro. Porque hay que ser muy burro, porque hay que ser realmente una bestia para andar rascándose a escondidas por los rincones, UN MES ENTERO, en vez de pensar que, si bien podía ocultarle mi nueva ridiculez a Inés, no tenía por qué ocultarme una nueva enfermedad a mí mismo, ni mucho menos por qué ocultarle mis flamantes hemorroides a un médico especializado. Aquí, la única circunstancia atenuante es mi vieja y maldita intuición de mierda. No sé por qué demonios tenía tanto miedo de que me tocaran el culo. Pronto lo sabremos todos.
El primer médico que me examinó, sin que lo hubiese buscado ni nada, merece párrafo aparte. Con las hemorroides no tenía nada que ver, no eran su especialidad ni mucho menos. Con la medicina tampoco tenía mucho que ver, en vista de que durante los últimos años la había abandonado por completo en el Brasil, su tierra natal, para consagrarse de lleno a la política. A París había llegado tras una espantosa odisea de izquierda, lo cual no le había quitado ni su excesiva vitalidad, ni una gran persistencia en el optimismo y la generosidad. Exagerada, eso sí, y bastante, cuando bebía, porque en los restaurants acariciaba las nalgas a las espantadas muchachas que lo atendían, en las fiestas buscaba una mujer que midiera el doble que él, algo muy fácil de encontrar en su caso, se le colgaba de los hombros, sacaba al máximo una lengua enorme, y se perdía en delicias por el escote hasta que la muchacha lograba arrojarlo de espaldas contra un sofá. Permanecía allí un buen rato con los ojos cerrados, lamiendo despatarrado el escote que acababa de expulsarlo, y después se te acercaba a mostrarte una lengua aún llena de los más sabrosos recuerdos del último saltito.
Luego, como quien pega un nuevo saltito, pero éste en el tiempo, pasaba a narrar el horror de una tortura en su país, el infierno de un amigo asesinado ante sus ojos por la policía, y la buena y mala suerte que significó para él refugiarse en Lima. Allá lo habían acogido muy, muy bien unos poetas completamente locos, unos tipos geniales, excelentes para el trago y los chistes, y siempre rodeados de unos escotazos… Lo alojaron, lo alimentaron, lo ayudaron incluso a ganarse unos cobres. Ésa fue la parte buena, gente muy generosa. La parte horrible fue que eran unos monstruos del humor negro, unos compadres tan alegres como sádicos, unos dráculas de la broma que se metían a cada rato a su cuarto, él dormía aún, y de pronto el grito ¡la policía!, seguido por la feroz carcajada que ahogaba su alarido, que ridiculizaba el espantoso salto en busca de la pistola. Los peruanos son unos jodidos y los poetas peruanos más jodidos todavía, se dijo un día, y tras una buena borrachera de despedida, se vino a París… Nunca pude saber si reía o lloraba mientras contaba estas cosas. Para mí fue el hombre que lloró riéndose siempre, y que lloraba a mares sobre todo cuando reía a carcajadas. Y su manera de estar tranquilo era mirar con cara de risa y de llanto, de súplica y de entrega.
Alguien lo conectó con el Grupo, y por ahí encontró el camino a casa, Chico Pinheiro. O, mejor dicho, lo había encontrado ya gracias a la seguidilla de bofetadas que le pegó Inés tras uno de sus famosos saltitos. Chico se enteró que había ido a dar en el escote de una camarada, casada con un ex camarada cuya depresión tarahereditaria lo obligaba a abstenerse a menudo de las fiestas, y soltó el más arrepentido de sus llantos carcajadas. Fue perdonado, pegó varios saltitos más durante la noche, Inés encontró el asunto divertidísimo siempre y cuando se tratara de otros escotes, y le dijo que pasara un día por casa a tomarse un café.
Inés había salido aquella tarde en que apareció por casa el heraldo de mi vía crucis rectal. Yo andaba en plena secuencia hemorroidal, nada horrible por el momento, y en el fondo tal vez sólo un desahogo, aprovechando la ausencia de mi vieja amiga, cuya presencia en el departamento toda la mañana me había obligado a practicar durante horas los más profundos y masoquistas ejercicios de autosugestión, no me pica-no me arde-no me pica-no me arde, en fin, una de esas interminables cadenas mentales a las que a menudo me sometía con una abierta sonrisa en los labios y un dedo escondido en el culo, en mi afán de obtener permiso para correr donde la monjita en busca de un poco de fe. No, Inés nunca sabrá lo que hice por retenerla. Debía estarme repitiendo una frase como ésta, aunque en presente del indicativo, claro, porque a Chico Pinheiro lo recibí con lágrimas en los ojos. Nada en comparación a lo suyo, sin embargo, porque a él le bastó con verme para alegrarse tanto que, de golpe, nuestra mutua presentación se convirtió en una inexplicable escena de sonrisas y lágrimas. Una hora más tarde terminó con la historia que Inés ya me había contado, la de su horrible vía crucis político, como puedo llamarla hoy, agregando con increíble optimismo y generosidad que había entrado a trabajar a un gran hospital parisino, pues deseaba recuperar su destreza de traumatólogo para luego ponerse al servicio del pueblo vietnamita en su lucha contra el imperialismo yanqui. Tenía ya iniciadas las gestiones y soñaba con enrolarse y partir al Vietnam. Lo escuché con toda la atención que exigía la intensidad de sus músculos faciales, me conmoví profundamente, y pensando si Inés se entera no va a decir nada porque éste es un médico de izquierda, le hablé de mis hemorroides con la intuición completamente apagada por tanto optimismo y generosidad.
—Quítate el pantalón y ponte boca abajo sobre la cama —me dijo.
Obedecí a ciegas. A ciegas también acababa de dar el primer paso realmente grave de mi vía crucis rectal.
—¿Qué ves? —le pregunté.
—Hemorroides.
—Bueno, eso ya lo sé, pero ¿qué más ves?
—Bastante irritadas porque no te las has tratado, y porque te has rascado con demasiada violencia.
—Es que cuando Inés no está, aprovecho para rascarme de una vez pa' todo un año…
La puerta de abajo, los pasos de Inés en la escalera, nada que hacer.
—Dile por favor, Chico, que tengo hemorroides.
Nunca supe si se lo dijo riendo o llorando, pero Inés suspiró como quien se resigna a postergar la fecha de un viaje, aunque luego declaró enfáticamente que las hemorroides eran mías y que no estaba dispuesta a alterar sus planes por culpa de una nueva enfermedad. Esta última palabra la pronunció con pinzas y entre comillas, por supuesto.
—Esto lo curan en un instante en el hospital donde yo trabajo —dijo Chico, riendo o llorando, nunca supe.
—¿Me puedes recomendar algún médico?
—Pero claro, un gran especialista. Ahora mismo llamamos y todo se arregla.
Inés nos miró con ojos de permiso, y Chico y yo salimos corriendo en busca de un teléfono. Pésimas noticias: el médico sólo podía recibirme dentro de quince días. Mierda, habrá que esperar hasta el primero de junio, Chico.
—No te preocupes, Martín. Vamos a una farmacia: conozco una pomada excelente. Después buscamos una juguetería…
—¡Una juguetería!
—Mi hermano, tenga confianza en la vida, por favor, mi hermano. Lo que tenemos que comprar es una de esas llantitas que usan los niños para flotar en el mar. La inflas sin que quede muy dura, y puedes vivir sentado tranquilamente encima de ella. No hay nada más práctico, el recto se queda al aire y no toca nunca una superficie dura.
La llantita fue un éxito, la pomada otro, y el primero de junio llegué aterrado donde el famoso especialista, era capaz de darme de gritos porque mis hemorroides habían desaparecido por completo. Pero, en fin, Chico me había recomendado tanto, no tenía por qué alarmarme, qué más quiere un médico que el enfermo le llegue ya sano al consultorio. No estaba tan sano, sin embargo. Era un caso benigno de hemorroides, y lo mejor era aplicarle su inyección a cada venita inflamada, para irlas esclerotizando poco a poco.
—¿Serán varias inyecciones, doctor?
—Sólo una en junio, porque mañana parto de vacaciones.
—Yo parto de vacaciones en julio, doctor…
—Entonces esperamos hasta agosto para la segunda inyección. Ya le digo, no es nada grave, y le voy a recetar una pomada para evitar cualquier peligro de inflamación. Bien, la inyección, ahora.
Lo que normalmente se llama jeringa era un aparato que parecía remontarse a la Edad Media, como el hospital, el médico y el consultorio. Pero un hospital tan famoso, un especialista tan célebre, qué sabía yo acerca de la esclerotización de hemorroides, además. Ha sido un momento desagradable y punto, me dije, mientras iba poniéndome el pantalón, aunque pensando siempre en la pieza de anticuario que se utilizaba para esclerotizar hemorroides. Bah, olvídate del asunto hasta agosto. Me despedí del doctor, fui a buscar un rato a Chico para darle las gracias, y no sé por qué empecé otra vez a sentirme intranquilo. Pero al llegar al departamento todo quedó en olvido. Me esperaba una carta de José Luis: Bravo, muchacho, las noticias que me das son muy buenas, aunque ya déjate de jugar con las hemorroides y anda a ver a un médico. Te noto mucho más animado, y con el coraje suficiente para enfrentarte al problema de Inés. Me parece, incluso, que estás llevando las cosas con verdadera calma. Puedes reducir la dosis a una sola pastilla para consolidar un poco el tratamiento, y creo que con ello desaparecerán por completo los efectos secundarios…
Mi vieja amiga estaba en casa o sea que le conté todo menos lo referente
al problema de Inés
, recalcándole al mismo tiempo que había cumplido con mi juramento de estar sano en junio, que la pastilla que aún tenía que tomar estaba destinada únicamente a consolidar el tratamiento, y que de hemorroides ni una palabra más hasta el mes de agosto, mi pomadita cada mañana y ya está… Puse cara de tarea-cumplida, y ella suspiró como alguien que finalmente no ha tenido que postergar la fecha de un viaje. Pero, lo que dijo fue: Martín, ¿no te provoca regresar a España este verano? Le solté un ¡qué! y un ¡repite!, tan asombrados y sinceros, que no tuvo más remedio que repetir su increíble frase, sí, tengo ganas de volver a España y qué.
—Yo más bien creí que íbamos a festejar la fecha de tu partida —me atreví a bromearle, de puro sano y feliz que andaba.
Su mirada de odio fue una delicia. Me obligó a salir disparado en busca de la monjita, nunca se sabe, a lo mejor no le funciono tampoco con una pastilla, no es el momento para andar experimentando. Y mientras corría iba pensando en esa mujer de firmes convicciones e implacables decisiones que ahora, de pronto, empezaba a suspirar en un sentido y a soltarle a uno luego todo lo contrario… La segunda inyección de esta mañana… hummm… Volví a pensar en la extraña pieza de anticuario que me habían clavado un rato antes. No, ni hablar, estaba feliz. Y a mi famosa intuición qué se le iba a ocurrir que en el culo empezaba ya a juguetearme el diablo.
No se interrumpe a un hombre feliz, era mi divisa en los primeros días de junio. No se interrumpe a un hombre cuya vieja amiga le ha pedido partir de vacaciones conyugales, a un hombre en pleno período de consolidación, a un ex enfermo que con unas cuantas pastillitas más habrá logrado ponerle punto final a un largo período de reconstrucción y modernización, asentado sobre sólidas bases morales y una sana y optimista mirada al mundo en que vivimos. E incluso, a un nivel más bajo, el de las hemorroides, a ese hombre podrá vérsele sentado y asentado sobre sólidas sillas y sillones como los de todo el mundo, una pomadita antiinflamatoria bastará y sobrará, adiós boyita de mierda, adiós llantita de niño que me mantenías el recto en el aire y la moral por los suelos, jamás se interrumpe a un hombre feliz.
Desgraciadamente, hacia el diez de junio tuve que asumir, en secreto y con gran pena, que era un hombre interrumpido. Me ponía la pomadita, y en vez de desinflamarme me dolía. Cagaba y me dolía mucho más que cuando me aplicaba la pomadita. Me ponía la pomadita después de cagar y resultaba doliéndome más que cuando cagaba. Y ahí, en ese cuartucho de la terraza, en cuclillas sobre el hueco que era mi wáter, mi excusado, mi retrete, y mi última esperanza, meditaba perdido entre dolientes soledades: No podía hacerle eso a Inés, qué iba a pensar de mí, le había jurado estar sano para junio, junio lo había empezado sano, España nos esperaba conyugalmente, allá podría salvarse un matrimonio, allá, años atrás, Inés había reflexionado, había puesto en la misma balanza a un pretendiente brasileño y a mí. Yo pesé más, fue un triunfo del amor, y allá en España este verano podía volver a reflexionar junto a su Martín sano, sereno, serio, allá podría decirse más vale malo conocido y mirarme y besarme y volver a triunfar el amor. No, definitivamente yo no tenía hemorroides para Inés, y además, en España todo se arregla siempre, bueno, claro, recuerda aquella vez… Al diablo con aquella vez, dos voluntades unidas por un solo deseo lograrían arreglarlo todo en España, bastaría con cruzar la frontera, el amor conyugal renacería, y en estrecha colaboración con la Madrepatria me dejaría para siempre con un recto totalmente sano, sereno y serio.