La vida exagerada de Martín Romaña (56 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Declaró a mi favor, gracias a un improvisado intérprete, llorando y abrazándome a mares, esto último con el debido permiso de la Benemérita. Y la verdad es que salí del apuro porque Sandra estuvo tan genial que, cuando menos se lo esperaba mi temblequeo, se mandó un operativo X 023 que tuvo efectos instantáneos y prácticamente franquistas sobre ambos guardias civiles. Afirmó, y mientras afirmaba iban cesando lluvias y nevadas, que ella había estado conmigo cuando yo, de
puro
cortés, e ignorando por completo que ahí se acababa el tren, tanto que habíamos estado a punto,
nosotros dos
, de pasar también al otro vagón, el inexistente, porque andábamos buscando un bar, ¿dónde hay un bar en este tren, señores, por favor?, hace horas que estamos buscando un bar… cuando yo, de
puro
cortés, le abrí la puerta pensando que, como era natural, ella iba a pasar primero,
por ser una dama
, pero el tipo pasó primero con gran ímpetu, casi corriendo, señores, como tomando impulso, señores, y no bien me di cuenta ¡del horror!, le grité al señor Romaña que se colgara de la alarma mientras yo corría en busca de auxilio, señores.

Vista
y escuchada por los dos miembros de la Benemérita, Sandra fue una turista norteamericana que deja más divisas que cualquier sudamericano, que tan sólo acompañaba al
ex
sospechoso sudamericano por los territorios franquistas y turísticos del
Spain is different
, y que además respondía mucho más coherentemente que yo porque estaba, claro que los de la Benemérita lo pensaron con términos mucho más castizos, como pepa de mango. Por eso he dicho que Sandra fue
vista
y no sólo escuchada por la Guardia Civil.

Y por eso le agradeceré siempre su X 023, lo cual, desgraciadamente, es algo que no podría afirmar acerca de mi X 023, sobre todo tras mi visita aquella del 75 a California, en la que Sandra me contó repetidas veces, para mi gran desilusión, que de París no le quedaban más que muy vagos recuerdos, uno o dos rostros nublados y tú, Martín, porque eras siempre tan divertido, pero por favor ahora no hagas muchas bromas porque Peter, mi marido, es un hombre bastante celoso. Todo esto me lo iba soltando así nomás, mientras continuaba sentando cátedra sobre las ventajas y desventajas de la hipoteca, abriendo con la sonrisa que me encantaba plano tras plano de su nueva mansión californiana, e ignorando hasta la indiferencia que yo seguía batallando con porteras, viejas brujas, el alza de los alquileres en París, y que seguía también aprendiendo, ahí, ante las mismas narices de su alegre hermosura, que en la vida uno sigue aprendiendo siempre y otras desilusiones más por el estilo (la palabra
estilo
alude aquí a mi vida y no tiene nada que ver con la casa nueva de Sandra), paralelas, las desilusiones, a la gracia tristona que me ocasionaba el encontrarla tan burguesa y tan capitalista (digo esto un poco por usar sus palabras del 68), aunque ello no le impidiera para nada olvidar la Nebraska de sus pobrezas ni sacarme en cara mis ya absurdos orígenes, claro que era sólo una broma y yo volví a sonreírle como lo había hecho momentos antes, o sea aburridísimo pero con cara de estar entreteni
dííí
imo. Porque la verdad, a mí, a estas alturas de la vida, sin más raíces que las que nunca logré echar y que por ahí andaban el 75 y siguen andando hoy convertidas en el cenicerito que me regaló Inés, la cucharita que nos robamos Sandra y yo del restaurant para estudiantes un poco enfermitos, y mil cachivaches más que con los años fueron llegando y que a veces con los años se caen al suelo y se rompen y son pena, mas no raíces,
a mí
, digo, no me iban a salir en California con historias de hipotecas y demás leyes que estudié, que ya olvidé por completo, y que lustros atrás dejé en el pasado para emprender el viaje a París-Hemingway y para que luego me ocurrieran cosas como las que he venido contando hasta ahora…

Sí. Y cosas como las que estoy contando ahora: las del mediotíntico pre-X 023, las del héroe del X 023, y las del posthéroe del X 023, aquel que por burgués y capitalista, sus amistades en Barcelona lo delatan, sus gustos en Madrid lo delatan más, empieza a cansar durante un viaje a Oviedo, está cansando, ha cansado ya a la hermosa, a la tan hermosa como insonriente pre-Sandra del 75, a aquella post-Sandra del 68 que en California me escucharía decirle cuánto me alegra que te vaya bien en la vida, sigues siendo tan hermosa como entonces, sigues teniendo unas piernas maravillosas, a aquella querida y recordada Sandra que algún día, años más tarde, miraría desde California hacia la Ciudad Luz tan sólo para ver apenas unos rostros nublados, no, no lograría ver más, ni siquiera un pipí nublado en un lavatorio a dúo…

Sí, para que estas cosas me ocurrieran vine yo a París, la de los quemados plomos, estas cosas y todas las otras que he venido contando hasta ahora y también las
por
venir. Conste, conste que no he dicho
porvenir
ni nada por el estilo de la nueva mansión californiana de Sandra. He hablado de lo
por
venir. Y ello, en lo inmediato, o sea en el tren rumbo a Oviedo, fue que debido al accidente, éste llegó con dos horas de retraso a su parada a León y que allí se quedó horas más mientras los dos miembros de la Benemérita cumplían con las diligencias del caso, devolución de un cadáver de suicida a Madrid, mientras el personal del tren y los pasajeros se irritaban cada vez más, y mientras entre estos últimos un sudamericano libre ya de toda sospecha y una norteamericana majísima, monísima, en fin, que estaba buena como un tren (esto último lo aprendí años más tarde, en otro viaje a España), parecían estar llegando a algún tipo de
impasse
definitivo, tras haber tratado él durante un buen rato de acariciarle los muslos, bajo la falda, primero, y sobre la falda, aunque sea, después.

Estación de León: ahí sí que Sandra metió las cuatro. Yo no había perdido la esperanza de que me acompañara hasta Oviedo, de que compartiera conmigo la alegría de darle esa sorpresa a Enrique, había que esperar un buen rato, podíamos tomar unas cervezas mientras tanto, conversar, convencerla yo de que valía la pena visitar Oviedo y luego seguir juntos hasta Bilbao, con suerte haría sol, podríamos bañarnos en el mar, instalarnos solos y cómodos en el departamento de Mario y Josefa. Pero Sandra tenía que salirme con ésa, maldita sea, yo pongo bombas que a ti te encantan hasta abrirme las piernas libre de culpas y falsas ideas, libre, Sandra, libre para que juntos tu cuerpo y tu corazón te exijan en un mismo instante lo que yo logré que te exigieran, que llegara el día algún día. Y puse la bomba y llegó el día pero yo no mato gente, Sandra, eso es otra cosa, ni siquiera pongo bombas pero éste no es el mejor momento para confesártelo aunque tampoco es el mejor momento para que me vengas con insinuaciones de ese tipo, Sandra, habla claro, qué quieres decir con eso, ¡déjate de rodeos y habla de una vez por todas, carajo!

—Creo que me has comprendido muy bien, Martín.

—Será entonces que me niego a comprenderte…

—Bueno, Martín, te lo diré de la forma más directa que hay: quiero saber si las declaraciones que le inventé a la policía, sólo para salvarte y porque odio a los policías, eran verdad. Quiero saber si he dicho la verdad sobre lo que pasó con ese hombre en el vagón del fondo.

—Dijiste toda la verdad, Sandra, y me salvaste de un buen lío. Precisamente lo malo es que dijiste la pura verdad verdadera, porque yo ahora he dejado de creer para siempre en ti.

—Regreso a Madrid: de ahí me será más fácil hacer autostop hasta París.

—Tu tren sale del andén de enfrente, creo.

—Sí, ya lo sé. Adiós.

—Octavia de Cádiz —se me escapó, pero ya a los dos qué nos importaba.

Al cabo de unos instantes, Sandra era una muchacha muy guapa que esperaba sentada cabizbaja en una banca. Yo me fui a buscar una cerveza para que no nos siguiéramos viendo mucho rato. No estaba, cuando regresé tras haber comprobado que ya no tardaba en partir mi tren. Al cabo de unas semanas, Sandra era una foto de recuerdo que aún guardo. Iba a abandonar definitivamente Francia en pocos días y se había acordado de mí en una playa. Había escrito en el dorso de la foto, pero la verdad es que me da flojera sacarla ahora para encontrar el texto entero. Recuerdo, eso sí, que anotaba la dirección de sus padres, en Alaska, por si algún día iba a USA y deseaba ubicarla a través de ellos. Fue la dirección que utilicé para ubicarla en el 75. Por lo demás, decía algo de que no deberíamos guardarnos rencor, pero mucho más interesante que el texto era verla a ella en la foto. Un precioso bikini, la sonrisa con que me conquistó y me acompañó tanto en ausencia de Inés, y dos tipos, dos norteamericanos probablemente, a su derecha. Mencionaba sus nombres y deben haber sido sus primeros amigos compatriotas en Francia. Pero lo que sí recuerdo siempre y me hizo gracia antes y después del 75, siempre me hará gracia, es que al terminar la descripción de la foto, playa, personajes, etc., agregaba aquello de
and that's me on the left, with the beautiful legs
. Y sí, hasta en la foto provocaba acariciarle los muslos, las pantorrillas, en fin, todo aquello que me iba haciendo falta mientras mi tren empezaba a acercarse a Oviedo, la primera vez en mi vida que llegué demasiado tarde a alguna parte.

DEMASIADO TARDE DEMASIADO TARDE DEMASIADO TARDE DEMASIADO TARDE DEMASIADO

El tren de Oviedo ha llegado a Oviedo y yo he ido caminando por calles de Oviedo, preguntando por la Plaza de América, torciendo a la izquierda, otra vez a la izquierda, a la derecha y otra vez a la izquierda, y a la derecha varias veces porque me he perdido muchas veces buscando tu dirección, Enrique. He llegado por fin a tu puerta, es en el segundo piso, departamento B, pero de todas maneras le pregunto a una señora que baja las escaleras en el preciso instante en que miro, por la puerta abierta, desde la calle hacia arriba. Pregunto con nerviosa alegría, olvidando el cansancio del viaje, a Sandra, al suicida, olvidando el sospechoso sudamericano que fui, una y tantas aventuras que te contaré mientras bebes tu eterno vaso de leche y yo te acompaño charlando con una, dos, tres cervezas, festejando con cuatro cervezas. Le he preguntado por el señor Enrique Álvarez de Manzaneda a la señora que ya está en la calle, a mi lado, y me ha respondido con una voz natural, sí, para mí fue natural en ese momento, que sí, que es ahí, que suba, el segundo piso y la puerta de la izquierda que está abierta cuando llego y miro y hay mucha gente más de negro en el departamento, muchas señoras más de negro como la que en la calle me dijo sí, es aquí, y algunos señores también de negro.

Ya di el paso adelante y estoy en una sala, una sala comedor tal vez, ahí estoy, maleta en mano, y donde pudo o debió estar siempre la mesa del comedor hay un ataúd rodeado de todo el aparato funerario, las velotas esas y los enormes candelabros y las cintas muy blancas y el Cristo de plata en su madero negro y las mujeres que hablan en voz baja y las que lloran y las que gimen y los hombres detrás de ellas, graves y encajados en el luto general mientras transcurre el tiempo de un velorio.

Me han visto. Soy para ellos un hombre desconcertado, que se equivocó de puerta, tal vez, muy inapropiadamente vestido y con esos pelos y esa barba pero que insiste en quedarse porque ha puesto su maleta en el suelo, y ha avanzado dos pasos más. Sigo buscando a Enrique, debe estar en otra habitación, aparecerá en cualquier momento vestido de negro, he llegado a verlo en un día aciago, ha fallado mi sorpresa, su madre, tal vez… Me atrevo a preguntar por él y ya todos ahí me han visto y las voces corren hacia una mujer que alza de pronto los brazos al cielo, grita, gime, se aparta de la cabecera del ataúd y se me viene encima corriendo y gritando ¡no puede ser! ¡no puede ser, señor Romaña! ¡hasta ayer habló de usted! ¡hasta ayer lo esperó! ¡él sabía que usted le había creído todo! ¡usted fue su único amigo en París! ¡él siempre lo esperó! ¡sí, señor Romaña! ¡era lo que él contó en París! ¡ese bultito al que yo misma no le di importancia! ¡pero él lo sabía por sus años de Medicina! ¡no puede ser, señor Romaña! ¡hasta ayer lo esperó! ¡yo todo lo sé! ¡la forma en que usted lo acompañaba y lo consolaba! ¡la forma en que usted lo hacía reír con sus cinco bultitos para consolarlo! ¡por qué no llegó usted hace cinco días! ¡mi Enrique lo esperó siempre! ¡pero ha llegado usted demasiado tarde, señor Ro…!

La arrancaron de mi cuello, me arrancaron de sus brazos, me hicieron avanzar hasta el ataúd y pensé en ti, Inés, no, no creas que te odié, tal vez incluso comprendí mejor cómo con tu bizquera ibas pasando a un lado de tus afectos, una frase tuya fue la que en todo caso me hizo pensar en ti y sentir de esa forma mientras contemplaba el rostro de Enrique muerto, ya tranquilo de nuestras únicas medias tintas, las de nuestra amistad con él, con ese hombre que ahí yacía y continuaba teniendo el más bello perfil que habías visto en tu vida, Inés, lo dijiste un día en París, y Enrique muerto guardaba exacto el perfil que una noche te conmovió cuando aún no andabas bizqueándole a la vida y al que más tarde le negaste toda la vida que hay en una amistad, obligándome luego… Nunca me he sentido más niño, más irresponsable, más imperdonablemente infantil que ante Enrique Álvarez de Manzaneda, muerto ya.

Después vino esa especie de ataque adulto y desesperado y no sé cuántas veces gritó la madre de Enrique ¡demasiado tarde! ni cuántas veces nos arrancaron cuando nos colgábamos uno del cuello del otro, ella del mío, yo del de tu madre, Enrique, y hacia el final, mi maleta, absurda, increíblemente absurda a la entrada de tu casa, cerca de la puerta, me hizo comprender que la necesidad de huir era superior a todo porque la necesidad de morirme vomitando por ahí se agigantaba en arcadas, en un cólico tremendo, era como si alguien me hubiera pegado un atroz porrazo en el estómago y mi último esfuerzo antes de doblarme tenía que consistir en llegar hasta la maleta absurda a un par de metros de la puerta de tu casa, apenas traspasando el umbral el día en que traté de corregir, algo demasiado tarde… Siempre me he preguntado qué traté de corregir, Enrique, cuando tú lo sabías todo, lo comprendiste todo, el cómo y el porqué… Y sin embargo, la respuesta ha sido siempre demasiado tarde… Demasiado tarde tal vez para las últimas sonrisas que me hubieras dado en Oviedo, para los últimos vasos de leche, para que supieras algo más de unos risibles contratiempos, como sin duda eran para ti las cosas que a mí me ocurrían en París, cuando tú estabas, cuando me cortabas el pelo, cuando me aconsejabas siempre que controlara tanta sensibilidad y no le diera demasiada importancia a las cosas, tómalo con calma, Martín, tómalo con calma…

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