Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Martín decidió darse un remojón para alejar tantas ideas, y porque sus lágrimas, depresivas y burguesas, se le estaban llenando de granitos de arena que empezaba a joderle aún más su andar tan triste en esa playa tan bonita. Una muchacha alta, delgada y morena estaba en la playa en el momento en que él se incorporó limpiándose los ojos, limpiándose muy cuidadosamente los ojos ahora para poderla ver mejor. El pelo era largo y castaño y muy lacio, el traje de baño marrón y clásico, las piernas largas y delgadas y torneadas y graciosas; sí, graciosas. Pero lo que más le dolió a Martín fue la ternura apenas oculta de la sonrisa que acompañaba el gesto de sus manos señalándole y señalándole las obras completas de Hemingway extendidas sobre la arena. La rodeaban las obras completas de Hemingway, la rodeaban como protegiéndola de una eventual bizquerita.
—Cuando termine con Hemingway, empezaré con Baroja —le dijo la muchacha.
—Sí, claro —dijo Martín—, es muy bueno para la vista.
—Ahora tienes que regresar al hotel, Martín Romaña.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes mi nombre?
—Yo no sé nada. Tú sí lo sabes, Martín Romaña. Y a mí eso me basta, a título de información.
Octavia de Cádiz, dijo Martín, dándole la espalda, para no ver el resto. Y hasta hoy continúa preguntándose por qué inmediatamente la bautizó con el nombre de Octavia de Cádiz.
No bien llegó al hotel, Martín hizo todo lo posible por comunicarse con Inés, tenía que ser esa misma tarde, tenía que ser a fondo y lo antes posible. Decidió urgentemente volverse loco un rato, y a eso de las tres de la tarde se dirigió a la habitación en que ella estudiaba concentradísima, tras haber comprobado que ya empezaban a hacerle algún efecto los calmantes que se había tomado mientras trataba de comprender qué tipo de locura, no decidida por él, lo había llevado a encontrarse en una playa con Octavia de Cádiz, en una escena que no había existido y que al mismo tiempo sí había existido porque él estuvo presente en ella y porque ahora, de golpe, acababa de sentir otra vez el espanto y el dolor de que además todo fuese cierto. No, no lo era, porque por más que él regresara, por más que él buscara, ninguna Octavia volvería a aparecer en ninguna playa, en ninguna parte. Lo aseguraban los prospectos de los calmantes, pero en cambio los calmantes en sí no terminaban de hacerle efecto nunca, y total que el Martín Romaña que irrumpió en la habitación estaba loco dos veces, una decidida y la otra independiente, totalmente independiente de su voluntad. Inés continuaba concentradísima, ni siquiera había notado su vehemente ingreso. Un portazo la hizo mirar, por fin.
—¡Inés de París y de Cádiz!, aunque no logro arrodillarme ya, gracias a los calmantes que tomé hace un rato, necesito explicarte millones de cosas… Aleja tus ojos de la mesa de trabajo, aleja tus ojos de ese texto y acércalos a este contexto. Y posterga un rato la bizquerita, por favor. Yo te juro que si me escuchas soy capaz hasta de besar la bizquerita, pero más tarde, eso sí. Déjame explicarte, deja que por una vez en la vida sea yo el que explica, Inés… Hemos descendido al sur de España, hemos vislumbrado las costas excesivamente calurosas del África, y hace sólo tres días que decidimos no cruzar de este calor al calor de allá,
because… because
, Inés. Y aunque no me he arrodillado, Inés, aquí me tienes en busca de luz de donde el sol la toma, en plena luz del día. Necesito tu comprensión, TUCOMPRENSIÓN, ¿me entiendes? Escúchame, por favor. Bajo la mala influencia del África, de mis instintos burgueses, tan proclives a que ciertas cosas me partan el alma, dejándomela bizca, porque yo también voy a terminar bizqueando, Inés, también yo voy a terminar sin saber hacia dónde mirar, y bajo la influencia de tantas cosas que conoces tan bien como yo, acabo de convertirme en el depositario de la historia más triste jamás contada. Necesito e imploro tu comprensión protectora para lo que estoy sintiendo con esta historia adentro. Mira, Inés, esta mañana, cuando me mandaste a la playa con Pío Baroja, dime de pronto en pleno
mezzo del cammin di nostra vita
y en pleno huyendo del mundanal ruido parisino, dime, dime con quién andas y te diré qué hora es, dime conmigo mismo sobre un camello en medio del desierto que tenemos por delante, de seguir esto así. Resumo y anticipo, Inés, para decirte que crucé solito al África y de allá me tienes ahora de regreso con la imagen de Octavia de Cádiz sentada como un espejismo en medio de mi historia… ¿Entiendes, Inés? Ni jota, me imagino, pero insisto en que es supernecesario contarte lo ocurrido y quiero que tú le ofrezcas TODATUCOMPRENSIÓN a mi historia. Yo soy mi historia en este momento y quiero que estemos tú y yo echados en esta cama toda la tarde y que tú me acaricies mientras yo te cuento de qué estuve hablando con Octavia y por qué estoy seguro de que me sentiré mucho mejor después de haber llorado horas y horas entre tus brazos apretándome muy fuerte y los míos también a ti, que bien que lo necesitas, como todo el mundo, Inés, aunque te juro que no hay nada de personal en esta acotación. Yo, por mi parte, prometo desde ahora acatar la edad y estatura que quieras darme, si es que lo consideras conveniente. En fin, te prometo portarme muy bien del tamaño que tú quieras. Todo, cualquier cosa por tu comprensión, Inés,
To sense or not to sense, that is the humour
, Inés, lo decía Máximo, y yo he cumplido con el penosísimo deber de contarte esta historia de la forma más divertida que he podido, o que me ha sido posible, más bien. No sé, tal vez parezca cosa de locos, pero…
Inés le sonrió al niño depresivo y problemático que quedó tras el discurso, lo amenazó con regresar inmediatamente a París si volvía a hacérsele el loco, en un estúpido afán de sublimar sus deseos de tirarse a la primera española guapa que había encontrado en la playa, y continuó con su lectura. No hay peor gestión que la que no se hace, se dijo Martín, pensando que además, en la escena de la playa, Octavia de Cádiz no tenía nacionalidad definida. Después se murió el resto de la tarde sobre la cama, con ayuda de los calmantes para la locura de los prospectos.
Enrique había sido declarado definitivamente policía, cuando regresaron a París. Nadie había podido encontrar otra explicación para un tipo que andaba merodeando sin tener nada que hacer por las facultades, por los restaurantes universitarios, por todo el Barrio Latino, en fin, por todos los lugares por los que el Tribunal del Pueblo merodeaba teniendo Algo Que Hacer. No se podía vivir sin tener nada que hacer y recibiendo mensualmente un cheque de su mamá en la oficina del Banco de Bilbao, con el pretexto de haber estudiado medicina varios años, y de tener un bultito peligroso en la garganta. No era profranquista, no era antifranquista, no buscaba trabajo, no era ni siquiera capaz de enamorarse cuando una muchacha se portaba bien con él, cobraba un dinero más que sospechoso en el Banco de Bilbao, y al pelotudo de Martín Romaña se lo tenía comprado con lo del bultito peligroso en la garganta. Era, además, una amistad demasiado extraña; Martín vivía en permanente propensión al psicoanálisis y era gran amante del vino, mientras que Enrique poseía la serenidad de un espía y sólo tomaba leche. A elegir, pues, Martín.
Inés se había marchado a una reunión del Grupo, la noche en que Martín decidió sentarse horas frente a su bizquerita, y no abrió la puerta cuando llegó Enrique a la hora convenida. Con repetir la historia tres veces, bastaría. Tres citas, tres plantones. Enrique era lo suficientemente orgulloso y además no tenía un pelo de tonto. Hacía tiempo que se venía oliendo algo. Martín lo sabía, y su única esperanza era que Enrique también hubiese comprendido la verdadera causa de su elección.
Y así empezó a caerle tiempo encima al viaje de bodas a España, a todo, menos a lo de Enrique y a la cara de ausencia que a menudo ponía Martín cuando se mataba interrogándose por el asunto de Octavia de Cádiz, por el nombre mismo de Octavia, Octavia de Cádiz, por qué, por qué, qué había querido decir todo aquello. El asunto se agravó hasta el punto de que el Tribunal del Pueblo, tan abierto siempre a las ideas de nuestro tiempo, se trasladó íntegro a una silla junto a un diván, y lo declaró más propenso que nunca al psicoanálisis. Y también aumentó la bizquerita de Inés, pero aumentó rarísimo, porque aumentó cualitativamente, y tanto, tanto, que un día al mirarlo no lo vio ya para nada y se fue por ese camino vacío. Se fue tal vez sin notarlo, o sin quererlo, resbalándose por una larguísima separación, como absorbida por algo, dividiendo el tiempo en futuro y en la época anterior, olvidando siempre el presente. Fue sin duda por eso que no se encontraron al buscarse y al llamarse tantas veces. Pero fue, sobre todo, porque era un camino increíblemente desconocido.
Diría que así fueron las cosas, en efecto, si ahora, al recordar de nuevo, no tuviera ganas y posibilidades de recordar mucho más, ganas de ser un poquito más categórico en algunos puntos. Es curioso, normalmente el tiempo recorta el tamaño de los recuerdos y los hace menos impresionantes en su alegría o en su tristeza. Es lo que se llama el olvido, me imagino, pero sucede también que a veces el olvido nos permite recordar mejor. Sí. Esta tarde, por ejemplo, en que ando superderrumbado en mi sillón Voltaire, tras haber leído un cuento en el que se habla de Inés, de mi adorada Inés del cuento, de mi inolvidable Enrique Álvarez de Manzaneda, de un viaje de luna de miel que de pronto empezó a convertirse en una experiencia difícil, de un homenaje a la Octavia que algún día tendría que aparecer ante mis cinco bultitos, para que yo descansara, para siempre, entregándome a la agotadora tarea de amarla para siempre.
And last but not least
, como se suele decir, cuando se ha estudiado en colegio inglés, del inolvidable Grupo que, no sé por qué, esta tarde me ha hecho sonreír con franco cariño. Estoy recordando mejor. Estoy recordando, por ejemplo, a los muchachos del Grupo uno por uno, con los nombres y apellidos que trajeron del Perú, no con los seudónimos de amistaderías, simpatizaduras, o militancias que terminaron, en buena parte, en calvicie barrigona tras escritorio ministerial. Los estoy recordando con cariño, deseando que lleguen a tomar una copa, para recordar juntos, con bromas, burlas, chistes, verdades, lo que ellos quieran. Pero claro, el teléfono no sonará porque esa gente no vive ya en París, y además, aunque sonara, yo no respondería porque no hay nada que me cause cada día más placer que dejar que mi teléfono suene y suene cuando estoy muerto de ganas de que alguien me llame por favor. No respondo. Insisto en navegar en un maremágnum de recuerdos, y esta (arde me está resultando muchísimo más fácil que años atrás, cuando escribí aquel único cuento, entrar por la puerta ya ni triste ni alegre de aquel camino increíblemente desconocido y recorrerlo a fondo, sin temor a sacarme el alma de nuevo contra una tonelada de piedras del camino, que le dicen a uno que es tu destino, rodar, rodar y rodar. Me alegraré con lo alegre y me entristeceré con lo triste, desde luego, pero al derrumbado del sillón Voltaire todo le llega ya descafeinado. Menos tú, Octavia, claro. Aunque, lo malo, lo peor y lo pésimo es que tú ni siquiera llegas, Cafeinita pura.
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Concluyo, prometiendo todo el orden posible en mis recuerdos, ahora que puedo recordar mejor que en aquel cuento y decir que, si bien en él hay mucho, muchísimo de todo aquello, lo que falta es mucho pero mucho más.
Nuestro matrimonio regresó de su luna de miel en septiembre del 67 y se instaló
in love forever
, cual «
Extraños en la noche
», en el departamento de la futura malvada madame Labru(ja), cuya maldad empezó inmediatamente a cobrar enorme actualidad. Para empezar, no nos había cambiado el somier destartalado que, según contrato e inventario, debía tener listo para nuestra llegada. Inés me mandó inmediatamente a hablar con ella, ya que además de todo era nuestra vecina y por una puerta de su cocina se daba a los bajos de nuestra escalera, ya que nuestro departamento era una mezzanine de su departamento, ya que ella en realidad nos subalquilaba esa mezzanine, ya que ella por el todo le pagaba al verdadero dueño 400 francos trimestrales y por la parte nuestra nos cobraba 500 mensuales, ya que
París canaille tra la la la&hellip
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Y ya que estoy con lo de París canalla, terminaré de una vez con el asunto del contrato: sólo lo alquilaba a estudiantes extranjeros porque a ésos se les expulsa más fácil, sin devolvérseles el depósito de garantía ni nada, salvo que uno se meta en un lío legal con abogados y todo, y postergue el regreso a su país unos seis o siete años, más o menos. Bueno, estaba en que Inés me mandó inmediatamente a hablar con ella, en que yo volví inmediatamente de hablar con ella, y en que Inés me mandó inmediatamente al carajo por mi falta de pantalones. Yo, por esa época, me llamaba a mí mismo el Mandado.
Pero habíamos llegado cansados de España y no nos quedaba más remedio que dormir en ese colchón que, por culpa del somier, presentaba una profunda hondonada al medio. Uno se echaba al lado derecho o izquierdo de la cama, y no bien se descuidaba iba a dar al fondo de todo aquel desvencijamiento. Increíble, pero aquella maldad de madame Labru(ja) fue el mejor favor que nos hizo en la vida, el único, también, creo. Nos hizo felices con la hundidita aquella, cada noche, tan felices que aun en plenos problemas político-conyugales, Inés y yo regresábamos siempre al departamento en busca de nuestra profunda hondonada.
Fue realmente el territorio libre de nuestro amor. Ahí al fondo me ponía yo de todas las edades y ella de todas las maternidades, algo que hasta ahora recomiendo como superior a todos los manuales aquellos sobre las 220 posturas, etc., etc… Incluso Inés se me abebaba a veces y nos encontrábamos haciendo el amor a los cinco años con terror al pecado, y a los quince con terror a que nos encontrara su mamá, y a los veinte y pico con terror a que nos encontrara el Grupo mientras nos inventábamos apodos en diminutivísimos y nos acariciábamos con perversión burguesa e indiscretos encantos, olvidando a cada rato que Marx podría sufrir un ataque de celos o que ella no había tomado su pastilla anticonceptiva, cosa muy importante esta última, porque nos corríamos el riesgo de tener un hijo que ella no deseaba porque era un estorbo un niño en una guerrilla y porque, aunque yo también podía ser un estorbo en una guerrilla, y de hecho lo era en todas las reuniones del Grupo, al menos tenía pasaporte propio con mayoría de edad establecida por la ley. Yo tampoco deseaba un hijo, pero por otras razones: porque cobraba muy poco en el colegio, porque ahí en nuestra hondonada me portaba como hombre y como niño, satisfaciendo de esa manera ambos instintos de Inés, y gozando a la vez con ambos, y porque jamás hubiera querido tener un hijo sin un perro que se tirara a la piscina del trampolín y cayera dentro de la inmensa refrigeradora de casa de mis padres.