No hay ningún indicio de pelea ni maltrato menor.
Miranda parece haber estado esperando los golpes en la cabeza, no ha intentado huir ni ha opuesto resistencia.
Joona piensa en la austera habitación donde pasó los últimos minutos de su vida mientras contempla a los dos médicos extrayendo pelos con raíz para hacer pruebas comparativas y llenando tubos EDTA con sangre.
Nålen raspa debajo de las uñas y luego se dirige a Joona con un carraspeo:
—No hay restos de piel…, la chica no se ha defendido.
—Lo sé —responde Joona.
Cuando empiezan a examinar la herida en el cráneo, Joona se acerca para poder verlo todo.
—La causa principal de la muerte parece ser una agresión fuerte y contundente en la cabeza —dice Nålen al ver el interés de Joona.
—¿Por delante? —pregunta éste.
—Sí, en diagonal desde delante —responde Nålen señalando el pelo ensangrentado—. Hay fracturas depresivas en el hueso temporal… Le haremos una tomografía, pero doy por sentado que en la parte interior del cráneo habrá un importante número de vasos sanguíneos reventados y astillas de hueso incrustadas en el cerebro.
—Igual que en Elisabet Grim, encontraremos el traumatismo en la corteza telencefálica —dice Frippe.
—Mielina en el pelo —señala Nålen.
—Elisabet presentaba vasos sanguíneos reventados en el interior del cráneo y le había entrado sangre y líquido cefalorraquídeo en el conducto nasal —explica Frippe.
—Lo que estáis diciendo es que la hora de las dos muertes es más o menos la misma —dice Joona.
—Casi simultáneas —asiente Frippe.
—A las dos las han golpeado de frente, las dos tienen la misma causa de muerte —continúa Joona—. Misma arma homicida y…
—No —lo interrumpe Nålen—. Armas distintas.
—Pero el martillo… —dice Joona casi susurrando.
—Sí, a Elisabet le machacaron la cabeza con el martillo —dice Nålen—. Pero a Miranda le quitaron la vida con una piedra.
Joona se lo queda mirando.
—¿La mataron con una piedra?
Joona no se despidió de los forenses hasta haber visto la cara de Miranda. La idea de que la chica no se hubiese querido mostrar después de morir le sigue rondando en la cabeza. Joona había tenido una sensación extraña cuando los dos médicos le apartaron las manos a la fuerza.
Ahora está sentado a la mesa de Gunnarsson, en la comisaría de Sundsvall, leyendo el primer informe técnico. Una luz amarilla se filtra por entre las láminas de la persiana. Al fondo de la sala hay una mujer iluminada por la pantalla de su ordenador. Su teléfono empieza a sonar y cuando mira la pantalla masculla algo, irritada.
Una de las paredes está llena de mapas e imágenes del pequeño Dante Abrahamsson. En las demás hay librerías llenas de carpetas y pilas de papel. El ruido de la fotocopiadora parece un elemento constante de la sala. En la salita del café hay una radio encendida y cuando cesa la música pop, Joona oye el anuncio de búsqueda por tercera vez.
—«Tenemos una desaparición» —dice el presentador del programa y empieza a leer en voz alta—. «La policía busca a una chica de quince años y a un niño de cuatro, posiblemente juntos. La chica tiene el pelo largo y rubio y el niño lleva gafas, jersey azul marino y pantalones de pana oscuros. La última vez que fueron vistos iban en un Toyota Auris de color rojo por la carretera 86 en dirección a Sundsvall. Por favor, quien tenga alguna pista que se ponga en contacto con la policía a través del 114 14…»
Joona se levanta, va hasta la salita, cambia la emisora y vuelve a la mesa con una taza de café. En la radio empieza a sonar una agudísima voz de soprano. Es Birgit Nilsson interpretando a Brunilda de
El anillo del nibelungo
de Wagner.
Joona está sentado con la taza entre las manos y piensa en el niño, secuestrado por una chica que posiblemente sea una psicótica.
Se los imagina escondiéndose en un garaje, el pequeño obligado a dormir entre mantas sobre el suelo de cemento, con esparadrapo en la boca y las manos atadas.
Si sigue con vida debe de estar tremendamente asustado.
Joona continúa leyendo el informe técnico.
Ya está confirmado que tanto las llaves que estaban en la cerradura del cuarto de aislamiento del Centro Birgitta, como las botas que habían dejado huellas de sangre y que estaban en el armario de Vicky Bennet, eran de Elisabet Grim.
«Tenemos dos asesinatos —piensa Joona—. Uno parece primario y el otro secundario. Miranda era la víctima principal, pero para poder matarla a ella el homicida tuvo que quitarle las llaves a Elisabet.»
Según la reconstrucción de los hechos propuesta por los técnicos, una riña desatada el viernes por la tarde podría ser el factor detonante, aunque también podría haber de fondo una rivalidad anterior.
Antes de la hora de dormir, Vicky Bennet había ido a buscar el martillo al trastero, las botas, que compartían entre todas, y luego había vuelto a su cuarto a esperar. Cuando las demás alumnas se habían quedado dormidas, Vicky fue a ver a la enfermera Elisabet Grim y le exigió las llaves. Elisabet se negó y huyó por el pasillo, salió al patio y se metió en la destilería. Vicky Bennet la siguió y la asesinó a golpes de martillo, cogió las llaves, volvió al edificio principal, abrió la puerta del cuarto de aislamiento y mató a Miranda. Por alguna razón, después colocó a la víctima en la cama y le puso las manos sobre la cara. Vicky regresó a su habitación, escondió el martillo y las botas y luego saltó por la ventana para meterse en el bosque.
Así es como los técnicos han interpretado los hechos acontecidos en la escena del crimen.
Joona sabe que pasarán varias semanas antes de que el laboratorio criminológico les envíe los resultados de todas las pruebas y que los técnicos darán por hecho que tanto Miranda como Elisabet fueron asesinadas con un martillo.
Pero a Miranda la mataron con una piedra.
Joona recuerda la imagen de la delgada chica sobre la mesa de autopsias, la piel pálida como la porcelana, los pies cruzados, el cardenal en el muslo, las braguitas de algodón, el
piercing
en el ombligo, las manos en la cara.
¿Por qué fue asesinada con una piedra si Vicky tenía un martillo?
Joona mira con gesto de concentración todas y cada una de las fotos de la escena del crimen y luego se imagina la secuencia de los hechos, tal y como suele hacer con todos los casos de homicidio. Se pone en el lugar del homicida y hace un ejercicio para ver las diversas opciones, siempre alarmantes, como una necesidad del momento. Para matar a alguien hay que llegar primero al punto de considerar el asesinato como la única opción posible, la solución más sencilla o más idónea para ese momento.
El homicidio de Miranda no parece salvaje ni bestial, sino más bien racional o tentador.
A veces el atacante sólo puede contemplar los golpes de forma independiente. Lo que necesita es dar rienda suelta a esta incapacidad de ver el conjunto. Él justifica los golpes de uno en uno. Después del primero, el siguiente le parece muy lejano, quizá lo siente a décadas de distancia, hasta que de pronto también lo ejecuta. Para el homicida la muerte puede ser el final de una saga épica que comienza con el primer golpe y termina trece segundos más tarde con el último.
Todo apunta a Vicky Bennet, todo el mundo da por hecho que ella ha asesinado a Miranda y a Elisabet; sin embargo al mismo tiempo nadie la considera capaz de hacer algo así, ni en lo físico ni en lo psíquico.
«Pero todas las personas lo llevan dentro —piensa Joona y vuelve a meter el informe en la carpeta de Gunnarsson—. Vemos sus reflejos en nuestros sueños y fantasías. Todo el mundo carga con una violencia interior, pero la gran mayoría logra controlarse a sí mismo.»
Gunnarsson entra en la comisaría y cuelga el arrugado abrigo. Disimula un eructo con la mano y luego va directo a la salita del café. Cuando vuelve con una taza en la mano y ve a Joona se le escapa una risita burlona:
—¿No te echan de menos en Estocolmo?
—No —responde Joona.
Gunnarsson huele un paquete de tabaco y luego se vuelve hacia la mujer del ordenador:
—Quiero ser el primero en enterarme de todo lo que pase.
—Sí —responde ella sin levantar la mirada.
Gunnarsson dice algo entre dientes.
—¿Qué tal ha ido la conversación con Daniel Grim? —pregunta Joona.
—Bien. Aunque no es asunto tuyo. Eso sí, he tenido que ir con cuidado.
—¿Qué sabía de Vicky?
Gunnarsson suelta un resoplido y niega con la cabeza:
—Nada que le pueda ser útil a la policía.
—Pero ¿le has preguntado sobre Dennis?
—El puto médico me estaba agobiando como una mala madre y me ha jodido el interrogatorio.
Gunnarsson se rasca fuerte en el cuello y no parece muy consciente de tener un paquete de tabaco y un mechero en la misma mano.
—Quiero copias del informe de Holger Jalmert cuando llegue —dice Joona—. Y quiero las respuestas del laboratorio criminológico y…
—Será mejor que cortes el rollo de una vez —lo interrumpe Gunnarsson.
Mira a su compañera con una gran sonrisa, pero en cuanto se cruza con la mirada seria y gris de Joona su expresión se vuelve más insegura.
—No tienes ni idea de cómo vas a encontrar a Vicky Bennet ni al niño —dice Joona despacio y se levanta de la silla—. Y no tienes ni idea de cómo continuar con la investigación.
—Cuento con la ayuda de la población —responde Gunnarsson—. Siempre hay alguien que ha visto algo.
Esta mañana Flora se ha despertado justo antes de que sonara el despertador. Hans-Gunnar quería el desayuno en la cama a las 8.15. Y después, cuando ya estuviera levantado, Flora tenía que airear la habitación y hacerle la cama. Ewa la estaba vigilando desde una silla, en chándal amarillo y sujetador de color salmón. Se ha levantado y ha ido a comprobar que la sábana bajera estuviera completamente lisa y bien metida por debajo del colchón. El cubrecama tenía que colgar exactamente la misma distancia en todos los lados y Flora ha tenido que repetirlo tres veces para que Ewa quedara satisfecha.
Ya es la hora de comer y Flora llega del súper Ica con bolsas de comida y tabaco para Hans-Gunnar, le devuelve el cambio y luego se queda esperando como de costumbre a que su padre adoptivo revise el recibo.
—Joder, qué caro es el queso —dice descontento.
—Me dijiste que comprara cheddar —señala Flora.
—Pero no si es tan caro, coño, a ver si lo entiendes, entonces se compra otro.
—Perdón, creía que…
No le da tiempo a terminar la frase. De repente el anillo grabado de Hans-Gunnar brilla delante de su cara un instante antes de la bofetada. Todo sucede muy rápido. El oído de Flora empieza a pitar y nota cómo se le tensa la mejilla.
—Pero si tú querías cheddar —dice Ewa desde el sofá—. No es culpa suya.
Hans-Gunnar farfulla algo sobre idiotas y luego sale al balcón a fumar. Flora pone la compra en su sitio y después vuelve a su cuartito de servicio y se sienta en la cama. Se acaricia la mejilla y piensa que está muy cansada de los guantazos de Hans-Gunnar. Hay días que le pega varias veces. Flora siempre se da cuenta de cuándo va a pasar porque son las únicas veces que él la mira. Lo peor no es el dolor sino la forma en que Hans-Gunnar respira luego y el rato que se la queda observando.
Flora no recuerda si le pegaba también de pequeña. Él trabajaba y apenas estaba en casa. Una vez estuvo en su habitación nombrando países en un globo terráqueo.
Ewa y Hans-Gunnar salen a jugar a petanca con sus amigos. Flora está sentada en su cuarto. En cuanto oye cerrarse la puerta dirige la mirada a la esquina. Encima de la vieja cómoda hay un objeto decorativo que le regaló su profesora de secundaria. Es un carro de cristal tirado por un caballo, también de cristal. En el primer cajón todavía guarda un peluche de su infancia: una pitufa rubia con zapatos de tacón. En el de en medio hay un montón de toallas blancas bien dobladas. Flora las aparta y saca su vestido verde de gala. Se lo compró a principios de verano en Myrorna, la tienda de segunda mano. Nunca se lo ha puesto fuera de su habitación, pero ahí dentro se lo prueba casi siempre que Ewa y Hans-Gunnar no están en casa.
Empieza a desabrocharse la blusa cuando oye voces en la cocina. Es la radio. Se va a apagarla y descubre que Ewa y Hans-Gunnar han comido bizcocho. El suelo delante de la despensa está lleno de migas. Han dejado medio vaso de zumo de fresa en la encimera y la botella fuera de la nevera.
Flora se va a buscar un paño húmedo y recoge las migas, enjuaga el trapo y friega el vaso.
En la radio informan sobre un asesinato en el norte de Suecia.
Han hallado muerta a una chica que tenía tendencia a autolesionarse en un centro de acogida de menores.
Flora escurre el trapo y lo deja colgado en el grifo.
Oye que la policía no quiere pronunciarse sobre el caso, pero el periodista entrevista en directo a algunas de las chicas internadas:
—«Quería saber lo que estaba pasando, así que me abrí paso entre las demás» —dice una de ellas con voz rota—. «Pero no pude ver gran cosa, porque me apartaron de la puerta. Grité, pero en seguida comprendí que no valía la pena.»
Flora coge la botella de zumo y empieza a dirigirse a la nevera.
—«¿Quieres contarnos qué viste?»
—«Sí, vi a Miranda, estaba en la cama, así, justo así, ¿sabes?»
Flora se queda quieta escuchando la radio.
—«¿Cerraba los ojos?» —pregunta el reportero.
—«No, así, tapándose la cara con las dos manos para…»
—«Puta mentirosa» —grita alguien de fondo.
De repente Flora oye algo que estalla contra el suelo y nota que se le humedecen los pies. Mira hacia abajo y ve que se le ha caído la botella. De pronto se le retuerce el estómago, las arcadas empiezan a subirle con fuerza y consigue meterse en el lavabo pequeño justo a tiempo para vomitar.
Cuando Flora sale del cuarto de baño ya han terminado de dar las noticias. Una mujer con acento alemán está comentando menús de otoño. Flora recoge los trozos de cristal, friega el zumo derramado y luego se queda plantada en el centro de la cocina. Se mira un momento las manos, blancas y frías, y después va al teléfono del pasillo y marca el número de la policía.
Espera un momento y oye un chisporroteo seco en el auricular mientras suena el primer tono.