Joona ha regresado a Estocolmo porque lo han citado para una reunión con los dos investigadores de Asuntos Internos que tendrá lugar dentro de unas horas. Coge el correo de su casilla, se sienta al escritorio, empieza a hojear las cartas y piensa que está de acuerdo con Nathan Pollock.
Es difícil vincular la imagen de Vicky Bennet con los dos asesinatos.
Aunque la policía no tenga acceso a los informes psiquiátricos no hay nada que sugiera que Vicky sea peligrosa. No aparece en ningún registro de la policía y los que la conocen la consideran retraída y buena chica.
Aun así, todas las pruebas científicas apuntan a ella.
Y todo parece indicar que ella se ha llevado al niño.
Puede que en estos momentos ya esté tirado en una cuneta con la cabeza aplastada.
Pero si todavía sigue con vida hay que darse prisa.
Quizá esté sentado en el coche con Vicky en un garaje oscuro, quizá en este momento ella le esté gritando que se calle y alentando una violenta cólera interior.
«Mira hacia atrás», había sido el consejo de Nathan Pollock, para variar.
Es tan sencillo como evidente: el pasado siempre refleja el futuro.
En sus quince años de vida, Vicky ha tenido tiempo de mudarse muchas veces. De vivir sin techo con su madre a estar con familias de acogida, centros de emergencia social y centros de acogida de menores.
Tiene que estar en algún lugar.
Puede que la respuesta esté esperando en casa de alguna de las familias en las que Vicky ha vivido, o puede que esté oculta conversando con quienes en su día fueron sus personas de apoyo, tutores o padres provisionales.
Tiene que haber personas en las que ella confíe.
Joona está a punto de levantarse para ir a hablar con Anja para ver si ha conseguido algunos nombres y direcciones, pero se la cruza en la puerta. Su cuerpo fornido está embutido en una falda negra ajustada y, como de costumbre, se ha puesto también un jersey de lana de angora. Lleva la melena rubia recogida en un moño muy elaborado y se ha pintado los labios de rojo chillón.
—Antes de contestar tengo que decirte que cada año se recolocan a más de quince mil niños —le informa Anja—. Cuando los políticos dejaron entrar a los accionistas privados lo llamaron «reforma de los centros de asistencia». Ahora los propietarios de los centros son casi todos entidades de capital-riesgo. Es igual que las subastas de niños de antaño: los que piden menos dinero se quedan con la custodia… para ganar más dinero ahorran en personal, en enseñanza, en terapia y en odontología…
—Lo sé —dice Joona—. Pero Vicky Bennet…
—Se me había ocurrido que a lo mejor podría intentar encontrar al investigador que hizo las últimas recolocaciones.
—¿Podrías hacerlo? —pregunta Joona.
Anja sonríe indulgente y ladea la cabeza.
—Ya lo he hecho, Joona Linna…
—Eres fantástica —responde él.
—Por ti hago cualquier cosa.
—No me lo merezco —sonríe Joona.
—Tienes razón, no te lo mereces —dice ella y da media vuelta.
Joona se queda un momento donde está, luego se levanta, sale al pasillo, llama a la puerta de Anja y la abre.
—Las direcciones —dice ella señalando un fajo de hojas en la impresora.
—Gracias.
—Cuando el responsable de las recolocaciones ha oído mi nombre me ha dicho que Suecia tuvo a una nadadora deslumbrante en estilo mariposa que se llamaba igual que yo —dice Anja sonrojándose.
—Le has dicho que eras tú, ¿no?
—No, pero de todos modos me ha contado que Vicky Bennet no apareció en el registro civil hasta que tuvo seis años. Su madre, Susie, no tenía casa y por lo que parece la niña nació fuera del sistema de la sanidad pública. A la madre se la quedaron los servicios psiquiátricos y a Vicky la pusieron con dos tutores sin ánimo de lucro aquí en Estocolmo.
Joona sujeta el fajo de papel caliente, mira fechas y ubicaciones, líneas de nombres y direcciones, desde los primeros tutores Jack y Elin Frank en la calle Strandvägen, 47, hasta el centro de menores Ljungbäcken en Uddevalla y el Centro Birgitta, en el municipio de Sundsvall. En varios lugares aparece una anotación aclarando que la niña ha solicitado volver con la primera familia de acogida.
«La niña pide regresar con la familia Frank, pero la familia rechaza la petición», es el único comentario añadido.
Al final Vicky Bennet deja de vivir con familias. Sólo instituciones. Centros de emergencia social, de custodia, de rehabilitación y de acogida de menores.
Joona recuerda el martillo ensangrentado debajo de la almohada y la sangre en el marco de la ventana.
La cara delgada y tensa de la foto y los rizos rubios y enredados del pelo.
—¿Podrías comprobar si Jack y Elin Frank siguen viviendo en la misma dirección?
La cara redonda de Anja intenta reprimir una sonrisa haciendo morritos y luego le dice a Joona:
—Cómprate la revista
Esta semana
y te enterarás de algunas cosas.
—¿Qué quieres decir?
—Elin Frank y Jack están divorciados, pero ella se quedó con el piso… Como el dinero es suyo…
—O sea que son famosos —dice Joona.
—Ella está metida en movidas de caridad, bastante más que la mayoría de los ricos… Ella y el que fue su marido, Jack, destinaron un montón de dinero a aldeas infantiles y fondos de ayuda.
—¿Y Vicky Bennet vivió con ellos?
—Por lo visto no salió muy bien —responde Anja.
Joona coge los documentos impresos, hace ademán de marcharse pero, una vez en la puerta, se vuelve hacia Anja otra vez.
—¿Cómo puedo darte las gracias?
—Te he apuntado a un cursillo —contesta ella rápidamente—. Prométeme que me acompañarás.
—¿Qué clase de cursillo?
—Relajación… No sé qué del Kama Sutra…
El número 47 de la calle Strandvägen está justo delante del puente de Djurgårdsbron. Es una casa acomodada con portal de hierro fundido y una escalera oscura y hermosa.
Elin y Jack Frank eran la única familia a la que Vicky Bennet quería volver, a pesar de sólo haber vivido allí una breve temporada. Pedía volver con ellos una y otra vez, pero la familia Frank prefirió rechazarla.
Joona Linna llama a una puerta con el apellido FRANK grabado en una placa brillante de metal negro y le abren casi al instante. Un hombre relajado, de pelo corto y dorado y con la piel tostada por el sol, mira al comisario con cara interrogante.
—Estoy buscando a Elin Frank.
—Robert Bianchi,
consigliere
de Elin —dice el hombre alargando la mano.
—Joona Linna, policía judicial.
Una escueta sonrisa se perfila en los labios del hombre.
—Parece interesante, pero…
—Tengo que hablar con ella.
—¿Puedo preguntar de qué se trata? No quiero molestarla en vano…
El hombre se queda callado al encontrarse con los ojos grises de Joona.
—Espere en el recibidor mientras voy a ver si puede recibir visitas —dice antes de desaparecer por una puerta del piso.
El recibidor es blanco y no tiene ni un solo mueble. No hay perchero, objetos decorativos, zapatos ni ropa. Sólo paredes blancas y lisas y un gigantesco espejo de cristal blanquecino.
Joona intenta imaginarse a una chica como Vicky en un ambiente como ése. Una niña caótica e intranquila que no apareció en el registro civil hasta los seis años. Una niña que se acostumbró a que su hogar fuera un garaje o un túnel donde pasar la noche.
Robert Bianchi regresa con una sonrisa relajada y le pide a Joona que lo acompañe. Cruzan un gran salón con varios tresillos y una chimenea de cerámica recargada de motivos. El sonido de sus pasos queda enmudecido por las grandes alfombras que hay en las distintas estancias por las que pasan hasta detenerse delante de una puerta cerrada.
—Puede llamar usted mismo —le dice Robert a Joona con una sonrisa ahora insegura.
Joona llama con los nudillos y oye a alguien caminando con zapatos de tacón por un suelo duro. La puerta se abre y al otro lado aparece una mujer delgada de mediana edad, pelo castaño y grandes ojos azules. Lleva un vestido rojo no muy grueso que le llega justo por debajo de la rodilla. Es guapa, va discretamente maquillada y lleva tres perlas blancas alrededor del cuello.
—Pase, Joona —dice en voz baja y vocalizando bien.
Entran en una sala bañada de luz en la que hay un escritorio, un tresillo de piel blanca y estanterías empotradas.
—Estaba pensando en tomarme un té chai, ¿es demasiado pronto para usted?
—No, me va bien.
Robert abandona la sala y Elin señala el sofá.
—Adelante.
Sin prisa, la mujer se sienta enfrente de Joona con las piernas cruzadas.
—¿De qué se trata? —pregunta ella con expresión seria.
—Hace unos años, usted y su marido Jack Andersson hicieron de padres de apoyo sin ánimo de lucro de una niña…
—Ayudamos a muchos niños de diferentes maneras cuando…
—Se llama Vicky Bennet —la interrumpe Joona con suavidad.
Algo cambia en la expresión controlada de la mujer, pero su voz mantiene el tono relajado.
—A Vicky la recuerdo muy bien —responde Elin con una breve sonrisa.
—¿Qué recuerda?
—Era bonita y entrañable, y…
Elin Frank se queda callada con la mirada suspendida en el vacío y sin mover las manos.
—Tenemos motivos para pensar que ha asesinado a dos personas en un centro de acogida en las afueras de Sundsvall —dice Joona.
La mujer vuelve rápidamente la cara. Pero Joona ha tenido tiempo de ver cómo su expresión se oscurecía. Elin se corrige el vestido sobre las rodillas con unas manos que ya no consiguen disimular el temblor.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo? —pregunta.
Robert llama a la puerta y entra con un carrito de servicio que tintinea a medida que avanza. Elin Frank le da las gracias y le pide que les deje el carrito.
—Vicky Bennet está desaparecida desde el viernes —explica Joona en cuanto Robert cierra la puerta—. Es posible que acuda a usted.
Elin no lo mira a la cara. Inclina levemente la cabeza y traga saliva.
—No —dice luego fríamente.
—¿Por qué cree que Vicky Bennet no vendrá a verla?
—Nunca se pondrá en contacto conmigo —responde Elin, y se levanta del sofá—. Ha sido un error dejarle entrar sin preguntarle primero por el motivo de la visita.
Joona empieza a colocar las tazas y luego mira a Elin.
—¿A quién cree que acudiría Vicky? ¿Se pondría en contacto con Jack?
—Si tiene más preguntas se las puede hacer a mi abogado —dice ella antes de abandonar la sala.
Al cabo de unos segundos entra Robert.
—Le acompañaré a la puerta —dice escueto.
—Muchas gracias —responde Joona, sirve un poco de té en las dos tazas, coge una, la sopla y bebe despacio.
Sonríe y coge una galleta de limón de un platito con mantelito de lino. Sin prisa alguna se la come entre sorbos de té, coge la servilleta de su regazo, se limpia los labios, la dobla y la deja sobre la mesa antes de levantarse.
Joona oye los pasos de Robert siguiéndole los talones mientras deshace camino por el inmenso piso, cruzando las distintas estancias y un gran salón con la estufa de leña. Continúa por el suelo de piedra del recibidor blanco y abre la puerta que da al rellano.
—Un punto que debo comentar aquí es que es importante que a Elin no se la asocie con cuestiones negativas sobre…
—Entiendo —lo interrumpe Joona—. Pero esto no trata de Elin Frank en primera instancia, sino…
—Para mí sí, y para ella también —lo corta Robert.
—Sí, pero el pasado nunca muestra compasión cuando vuelve —dice Joona y empieza a bajar la escalera.
El gimnasio del piso está conectado con el cuarto de baño más grande. Elin suele correr siete kilómetros al día y queda dos veces por semana con su entrenador personal en el Mornington Health Club. Justo delante de la cinta hay un televisor de pared apagado y a la izquierda Elin puede contemplar el mar de tejados que se extiende hasta el campanario de la iglesia de Oscarskyrkan.
Hoy no se ha puesto música. Lo único que se oye son los saltos de las zapatillas, el tintineo de los discos de la barra de pesas, el zumbido del motor de la cinta y su propia respiración.
La coleta va dando saltitos entre sus omoplatos. La única ropa que lleva son unos pantalones de chándal y un sujetador deportivo de color blanco. Después de cincuenta minutos de ejercicio el sudor se ha filtrado por la tela entre sus muslos y le ha empapado el sujetador.
Está pensando en el momento que Vicky Bennet llegó a la casa. Han pasado ocho años de aquello. Una niña pequeña con el pelo enmarañado.
De joven, Elin se contagió de clamidiasis en un viaje de intercambio a Francia. No se lo tomó en serio y quedó estéril. En aquella época pensó que era una tontería porque jamás querría tener hijos, hasta el punto de que durante muchos años se estuvo diciendo a sí misma que era un alivio no tener que pensar en métodos anticonceptivos.
Ella y Jack sólo llevaban dos años casados cuando él empezó a hablar de adopción, pero cada vez que sacaba el tema, ella le explicaba que no quería tener hijos, que era demasiada responsabilidad.
Por aquel entonces Jack todavía estaba enamorado de ella y estaba de acuerdo en que también podrían ofrecerse como familia de acogida para niños que estuvieran en una situación difícil y que necesitaran cobijo por un tiempo.
Elin llamó a los servicios sociales del distrito de Norrmalm de Estocolmo y Jack la acompañó a una reunión con un tramitador que les hizo preguntas sobre vivienda, trabajo, estado civil e hijos propios.
Un mes más tarde citaron a Elin y a Jack para entrevistas separadas, una batería de preguntas y más preguntas sobre el método Kälvesten.
Elin todavía recuerda la cara de sorpresa de la mujer de los servicios sociales cuando cayó en la cuenta de quién era Elin Frank.
Después de eso no pasaron más de tres días hasta que los volvieron a llamar. La misma mujer de la entrevista les dijo que tenían a una niña que necesitaría mucho cariño y tranquilidad durante un tiempo.
—Tiene seis años y… creo que le puede ir bien…, o sea, hay que ir tanteando, pero en cuanto se sitúe os podremos recomendar algunos psicólogos —les explicó.
—¿Qué le ha pasado?
—Su madre no tiene dónde vivir y tiene problemas de salud mental… y las autoridades decidieron intervenir cuando encontraron a la niña durmiendo en un vagón de metro.