Su espalda choca contra el suelo y Vicky jadea, pero consigue mantener erguida la cabeza. Parpadea, recupera la visión, se pone de pie tambaleándose pero en seguida recupera el equilibrio. Le sangra la boca. Tobias ha encontrado un tablón con clavos en el suelo y trata de levantarse.
Vicky siente un dolor ardiente en la mano izquierda por culpa del pulgar roto, pero en la derecha todavía tiene los restos de la botella rota.
Se acerca a Tobias, él estira un brazo para detenerla, pero ella lo esquiva, su propia sangre le salpica en los ojos, apuñala al azar y le acierta en el pecho y en la frente, los restos de la botella se parten y Vicky se hace un corte en la mano, pero sigue apuñalando a Tobias hasta que el hombre cae de bruces y se queda tendido en el suelo.
Vicky no tiene fuerzas para seguir corriendo, pero continúa caminando con Dante en los brazos. Tiene la sensación de estar a punto de vomitar, ha perdido la sensibilidad en los dos brazos y sufre por si el chico se le cae al suelo. Se detiene un momento y trata de cambiarlo de posición, pero pierde el equilibrio y cae de rodillas. Vicky suspira y deja a Dante con cuidado en el suelo. El pequeño se ha vuelto a dormir. Está completamente pálido y apenas se oye su respiración.
Tienen que salir de allí o esconderse en algún sitio.
Vicky intenta concentrarse, reúne todas las fuerzas que le quedan, agarra al chico por el jersey y lo arrastra hasta un contenedor de basura. A lo mejor se pueden acurrucar detrás. Dante gimotea y de pronto empieza a respirar intranquilo. Ella lo acaricia y ve que abre los ojos un momento, pero en seguida los vuelve a cerrar.
No deben de estar a más de diez metros de una puerta de cristal al lado de otra puerta alta de garaje, pero Vicky ya no puede cargar más con el chico. Todavía le tiemblan las piernas por el esfuerzo que acaba de hacer. Le gustaría tumbarse detrás de Dante y ponerse a dormir, pero sabe que ahora no puede.
Tiene las manos llenas de sangre, pero no siente dolor, no tiene ninguna sensibilidad en los brazos.
Al otro lado de la puerta de cristal se ve una calle vacía.
Vicky se sienta en el suelo, respira con dificultad, intenta concentrarse, se mira las manos y luego al chico, le aparta el pelo de la cara y se inclina para hablarle.
—Despierta —le dice.
Él parpadea, observa la cara ensangrentada de Vicky y se asusta.
—No tengas miedo —dice ella—. No me duele. ¿Alguna vez te ha salido sangre de la nariz?
Él asiente con la cabeza y se humedece la boca.
—Dante, no puedo llevarte en brazos, tienes que caminar el último trozo —dice Vicky y siente un llanto exhausto intentando abrirse paso por su garganta.
—No sé qué me pasa —dice él y bosteza.
—Vas a volver a casa, todo ha terminado…
—¿Qué?
—Vas a volver con tu mamá —dice ella y sonríe con la cara desfigurada por el cansancio—. Sólo tienes que caminar este último trozo.
Dante asiente con la cabeza, se pasa la mano por el pelo y se sienta.
Al fondo del gran almacén se oye un estruendo de algo que ha caído al suelo. Parecen tubos de metal rodando hasta detenerse.
—Intenta ponerte de pie —susurra Vicky.
Los dos se levantan y empiezan a caminar hacia la puerta de vidrio. Cada paso es insoportable y Vicky se da cuenta de que no lo conseguirá. De repente ve la luz azul del primer coche patrulla. Luego aparecen más vehículos y Vicky piensa que están salvados.
—¡¿Hola?! —grita un hombre con voz ronca—. ¿Hola?
Su voz rebota en las paredes y el techo. Vicky se marea y tiene que parar, pero Dante sigue adelante.
Ella apoya el hombro en el metal frío del contenedor.
—Sal por la puerta —dice con voz apagada.
Dante la mira y está a punto de retroceder para ayudarla.
—No, sal —le pide—. Yo iré en seguida.
Ve a tres agentes uniformados corriendo en la dirección equivocada, hacia un edificio de la acera de enfrente. Dante continúa hasta la puerta. Baja la manija y tira, pero no pasa nada.
—¡¿Hola?! —grita el hombre, ahora más cerca.
Vicky escupe una mezcla de saliva y sangre al suelo, aprieta los dientes, intenta respirar más tranquila y echa a andar de nuevo.
—Está cerrada —dice Dante tirando de la manija.
Las piernas de Vicky flaquean y le da la sensación de que en cualquier momento le fallarán las rodillas, pero se obliga a dar los últimos pasos. Cuando acciona la manija y tira de ella siente un escozor terrible en la mano. La puerta no se mueve lo más mínimo. La empuja, pero está cerrada con llave. Intenta golpear el mudo cristal, pero apenas se oye nada. Fuera se ven cuatro coches patrulla. La luz azul baña las fachadas y se refleja en varias ventanas. Vicky hace gestos con la mano, pero ninguno de los policías se percata de su presencia.
A sus espaldas se oyen unos pasos pesados que avanzan por el cemento del almacén. Se acercan de prisa. Vicky se da la vuelta y ve a un hombre gordo con chaleco de piel que se les aproxima con una amplia sonrisa de satisfacción.
Junto al techo hay una hilera de ganchos correderos de los que cuelgan infinidad de cerdos. El olor dulce de la carne queda disimulado por la baja temperatura de la sala frigorífica.
Joona se desplaza agachado entre los cuerpos colgados y se adentra en la sala mientras trata de hacerse con una arma. En la sala de máquinas se oyen unos gritos ahogados y luego una retahíla de ruidos sordos. Joona intenta ver al hombre que lo persigue a través del plástico industrial de la puerta. Le parece intuir una figura borrosa junto a los bancos de despiece.
Se está acercando a toda prisa.
Lleva una pistola en la mano derecha.
Joona retrocede, se agacha más y echa un vistazo por debajo de los cerdos. Un poco más lejos, al lado de la pared, hay un cubo blanco y junto a él un tubo y unos trapos sucios.
Un tubo le podría servir.
Con mucho cuidado intenta desplazarse en esa dirección, pero tiene que detenerse y volver atrás porque el hombre bajito ha apartado el plástico con la prótesis.
Joona se queda quieto observando al hombre con ayuda de los estrechos reflejos que se ven en los listones de acero cromado. Ve que el hombre entra en la sala frigorífica y mantiene el arma en ristre mientras busca con la mirada.
Sin hacer ruido, Joona se acerca a la pared, se oculta detrás de un cerdo y pierde de vista a su perseguidor, pero sigue oyendo sus pasos y su respiración.
A quince metros de distancia hay una puerta que probablemente lleve a un muelle de carga al aire libre. Joona podría correr por el pasillo que se abre entre los cerdos colgados, pero hay un punto, justo antes de la puerta, en el que el hombre lo tendría a tiro durante varios segundos.
«Es demasiado», piensa Joona.
Se oyen unos zapatos que se arrastran por el suelo y luego un golpe sordo. Uno de los cerdos se balancea y el gancho empieza a restallar donde se junta con el mecanismo de la cinta corredera.
Joona da los últimos pasos hasta la pared y se pone de cuclillas junto a un radiador de refrigeración. La sombra del hombre se desliza por el suelo de cemento a unos diez metros de distancia.
El tiempo está a punto de agotarse.
Pronto el hombre de la prótesis encontrará a Joona. El comisario se desplaza de lado y ve que el tubo que había en el suelo es de plástico. No sirve como arma. Joona está a punto de marcharse de allí cuando descubre unas cuantas herramientas dentro del cubo. Tres destornilladores, unas tenazas y un cuchillo de hoja corta y sólida.
Joona saca con cuidado el cuchillo del cubo, el filo roza el mango de las tenazas, metal contra metal.
Intenta leer los movimientos del hombre a partir del sonido de sus pasos y comprende que tiene que moverse.
Suena un disparo y la bala penetra con un chasquido en el cuerpo de un cerdo a tan sólo medio metro de la cabeza de Joona.
Los pasos del hombre de la prótesis se acercan rápidamente, ahora corre. Joona se tumba en el suelo y rueda hasta el siguiente pasillo de carne.
«El policía está desarmado y asustado», piensa el hombre mientras se aparta el flequillo con la prótesis.
Se detiene, apunta con la pistola e intenta ver algo entre los cuerpos colgados.
«Tiene que estar asustado», se repite por dentro.
Ahora mismo está escondido, pero el hombre sabe que pronto el policía intentará huir por la puerta que da a la calle.
Siente su propia respiración acelerada. El aire que entra en sus pulmones es frío y seco. Tose suavemente, se da la vuelta, echa un vistazo a la pistola y vuelve a alzar la mirada. Tiene que parpadear varias veces. Le ha parecido ver algo junto a la pared, detrás del radiador de refrigeración. Empieza a correr junto a la hilera de cerdos.
Todo acabará pronto. Lo único que tiene que hacer es alcanzar al policía y dispararle a bocajarro. Primero en el estómago y luego en la sien.
Se detiene y ve que junto a la pared no hay nadie, sólo unos trapos en el suelo y un cubo.
Da media vuelta y empieza a retroceder, pero se vuelve a detener y agudiza el oído.
Lo único que oye es su propia respiración entrando y saliendo por la nariz.
Empuja a un cerdo con la mano izquierda, pero es más pesado de lo que le había parecido. Tiene que darle con fuerza para conseguir balancearlo. Siente una leve punzada de dolor en el brazo cuando el muñón se aplasta contra el fondo de la prótesis.
El gancho emite un fuerte ruido en la cinta corredera.
El cerdo se balancea hacia la derecha y el hombre puede ver el siguiente pasillo.
«No hay dónde meterse», piensa. Lo tiene atrapado en una jaula. Lo único que tiene que hacer es mantener un ángulo de tiro abierto hacia la puerta de la calle, por si el policía intenta escaparse por ella. Pero al mismo tiempo debe vigilar la puerta de la cortina de láminas para impedir una posible retirada.
Se le ha cansado el hombro y baja la pistola un momento. Sabe que se arriesga a perder unos segundos muy valiosos, pero si se queda sin fuerzas en el brazo el arma comenzará a temblar.
Avanza muy despacio, le parece intuir una espalda, levanta rápidamente la pistola y aprieta el gatillo. Nota la sacudida del retroceso y la quemazón en los nudillos con la salpicadura del mecanismo de ignición. La adrenalina se esparce por todo su cuerpo a través de la sangre y le enfría la cara.
Se mueve a un lado, nota los fuertes latidos del corazón, pero entiende que sus ojos le han engañado, sólo era un cerdo mal colgado.
«Esto se está yendo al carajo», piensa. Tiene que detener al policía, no puede dejarlo escapar, ahora no.
«Pero ¿dónde coño está? ¿Dónde se ha metido?»
El techo cruje y el hombre mira hacia arriba, a las vigas y los travesaños de acero. No se ve nada. Da unos pasos hacia atrás y se tuerce un tobillo, se tambalea y se apoya en un cerdo con el hombro. Nota cómo la fría humedad de la carne le atraviesa la camisa. La piel del animal brilla por las gotitas de condensación. Se siente mareado. Hay algo que no encaja. El estrés empieza a apoderarse de él, no puede quedarse allí mucho más tiempo.
El hombre sigue caminando de espaldas, ve una sombra fugaz en la pared y levanta el arma.
De repente los cerdos empiezan a temblar, todos los que cuelgan en la sala. Se mueven y se vuelven borrosos. El techo emite un zumbido eléctrico, el mecanismo de la cinta transportadora empieza a chirriar y los pesados cuerpos abiertos y sin tripas se ponen en movimiento. Se desplazan en fila bajo la cinta levantando un gélido airecillo.
El hombre de la pistola se da la vuelta, mira a su alrededor, intenta vigilar todos los ángulos al mismo tiempo y piensa que todo ese asunto no ha merecido la pena.
Se suponía que iba a ser tarea fácil comprar a un niño sueco al que la policía daba por muerto. En Alemania o en Holanda, sin ir más lejos, se lo habrían quedado por un precio considerable.
Ahora ya no vale la pena.
Los cerdos paran de golpe y se mecen con parsimonia. En la pared hay una luz roja encendida. El policía ha apretado el paro de emergencia.
Vuelve a reinar el silencio y un creciente malestar se expande como la sangre en el agua.
«¿Qué coño hago aquí?», se pregunta el hombre.
Intenta relajar la respiración, se acerca lentamente a la luz roja, se agacha para ver algo entre los cuerpos y da dos pasos al frente.
La puerta de la calle sigue cerrada.
Se vuelve para comprobar la otra salida y se encuentra con el policía justo delante.
El hombre siente un escalofrío que le sube por la espalda.
Joona ve el intento del hombre bajito de apuntarle con la pistola. Sigue sus movimientos, da un paso al frente y aparta el arma hacia arriba. Agarra al hombre por la muñeca, la golpea contra un cerdo para que suelte la pistola y le atraviesa la palma de la mano con el cuchillo. El resto de la hoja penetra entera entre las costillas del cerdo y el hombre grita de dolor.
Joona suelta el cuchillo y se aparta.
El hombre gime nervioso, intenta coger el mango del cuchillo con los dedos inertes de su mano ortopédica, pero al cabo de unos pocos segundos se rinde. Está atrapado y sabe que tiene que permanecer inmóvil para poder gestionar el sufrimiento. Tiene la mano clavada al cerdo muy por encima de su cabeza. La sangre le cae por la muñeca y se cuela por debajo de la manga de la camisa.
Sin dedicarle ni una sola mirada, Joona recoge la pistola y abandona la sala frigorífica.
En cuanto entra en la gran sala de máquinas el aire le resulta cálido. Corre junto a la pared en dirección a la puerta por la que se ha ido Tobias con Dante. Comprueba rápidamente el arma, ve que por lo menos hay una bala en la recámara y, probablemente, alguna más en el cargador. Abre la puerta verde de metal y de repente se encuentra en un almacén enorme con palets cargados de productos y carretillas elevadoras.
Justo debajo del techo hay ventanas sucias que dejan pasar algo de luz.
Se oye un jadeo ronco en alguna parte.
Joona intenta ubicar el origen y corre hasta un gran contenedor de basura. En el suelo se refleja una oscilante luz azul que entra por una ventana. El comisario levanta el arma y rodea el contenedor. El hombre gordo del chaleco de piel está de rodillas dándole la espalda. Jadea cada vez que golpea la cabeza de Vicky contra el suelo. A unos metros está Dante. Se ha acurrucado y llora a solas.