Joona vuelve al informe forense y lee que el tejido de la glándula tiroides estaba de color rojo grisáceo, que su nivel de coloide era normal y que las suprarrenales presentaban un tamaño normal y un color amarillo.
104. La uretra tiene un aspecto normal.
105. En la vejiga urinaria hay unos 100 ml de orina amarillo claro y transparente. La membrana mucosa está pálida.
Joona vuelve a saltar a los análisis del laboratorio y busca la prueba de orina. Había restos del somnífero nitrazepam en la orina de Miranda y los niveles de hCG eran especialmente elevados.
Joona se levanta de golpe, coge el teléfono de la mesa y llama a Nålen.
—Estoy repasando los informes del laboratorio estatal y pone que Miranda tenía disparados los niveles de hCG en la orina —dice.
—Sí, claro —responde Nålen—. El quiste en el ovario era tan…
—Pero espera un momento —lo interrumpe Joona—. ¿Los niveles de hCG no suelen ser altos en las embarazadas?
—Sí, pero te he dicho que…
—Pero si Miranda hubiese hecho un test de embarazo, ¿le habría dado positivo?
—Sí —dice Nålen—. Sin duda, le saldría positivo.
—Entonces puede que Miranda pensara que estaba embarazada.
Joona sale de su despacho, cruza el pasillo a paso ligero, marca el número de casa de Flora, Anja le grita algo, pero él insiste y empieza a bajar la escalera. Joona repite para sí que Flora se había corregido y había dicho que la niña que la había visitado sólo creía estar embarazada.
—Lo que quería decir es que ella ha dicho que estaba embarazada —explica Flora—. Pero no era verdad, no lo estaba, ella pensaba que estaba embarazada.
Joona vuelve a marcar el número, deja que los tonos suenen mientras cruza corriendo el vestíbulo, pasa al lado de los sofás y, justo cuando va a salir por las puertas giratorias, oye una voz que contesta resoplando:
—Hans-Gunnar Hansen.
—Me llamo Joona Linna, trabajo en la policía judicial y…
—¿Habéis encontrado el coche?
—Necesito hablar con Flora.
—Pero a ver, coño, si Flora estuviera aquí, ¿por qué cojones te iba a preguntar por mi coche? Ella me lo ha robado, y si la policía no hace su…
Joona corta la llamada y corre los últimos metros que lo separan de su Volvo negro.
Elin ha dormido en la habitación contigua a la de Vicky con las puertas abiertas. Se ha despertado al menor ruido y ha ido a asomar la cabeza en el cuarto de la chica. Por la mañana se queda un rato en el umbral de su puerta contemplando a Vicky en su profundo sueño antes de ir a la cocina.
Daniel está a los fogones preparando huevos revueltos. Huele a café y pan recién hecho. Por el ventanal panorámico la vista casi asusta por su vastedad. Montañas con picos redondeados, lagunas como espejos y valles con árboles amarillos y rojos centelleantes.
—Casi no se puede mirar fuera —dice él sonriendo—. Se me encoge el corazón cuando lo hago.
Se abrazan y Daniel le da varios besos discretos en la cabeza. Elin se deja, aspira su olor y siente un calor expandiéndosele en el abdomen de repentina felicidad.
Un reloj de cocina empieza a sonar en la encimera y Daniel se aparta para sacar el pan del horno.
Se sientan a la gran mesa del comedor, desayunan y de vez en cuando se acarician las manos.
La fabulosa vista los deja sin palabras. Toman el café en silencio y miran por las ventanas.
—Estoy tan preocupada por Vicky —dice Elin en voz baja.
—Todo irá bien.
Elin deja la taza.
—¿Me lo prometes?
—Sólo tengo que conseguir que hable de lo ocurrido —dice él—. Porque me da un poco de miedo que su sentimiento de culpabilidad la vuelva más y más autodestructiva… Tenemos que estar muy atentos.
—La enfermera llega con el autobús de Åre dentro de una hora, así que bajaré a recogerla —dice Elin—. Le preguntaré a Vicky si quiere venir conmigo… o ¿qué opinas?
—No sé, creo que es mejor que se quede en casa —dice Daniel.
—Sí, si acabamos de llegar —asiente Elin—. Pero es que estoy intranquila… No la dejes sola ni un momento.
—Vicky sabe que ni siquiera puede echar el pestillo cuando va al baño —dice él serio.
En ese momento Elin ve a la chica por la ventana. Está paseando sola por el césped y va pateando las hojas. El pelo le cuelga enredado por la espalda y su delgado cuerpo parece estar pasando frío. Elin coge la rebeca del respaldo de la silla y sale a dársela a Vicky.
—Gracias —susurra la chica.
—Jamás volveré a fallarte —afirma Elin.
Sin decir nada, Vicky le coge la mano y se la aprieta. El corazón de Elin se dispara de felicidad y en la garganta se le hace un nudo que le impide abrir la boca.
Una oscuridad poco habitual cubre el cielo cuando Joona se desvía de la autopista E-4 para meterse por la carretera 84 en dirección a Delsbo. Da por hecho que Flora ha cogido el coche para ir también a la iglesia, en la comarca de Hälsingland.
Todavía oye con claridad la desesperación de su voz al explicarle que había una testigo escondida en el campanario.
Joona no acaba de entender a esa mujer. Es como si mezclara fantasía con realidad sin ser consciente de ello.
Sin embargo, a pesar de las múltiples mentiras, Joona no ha conseguido desprenderse en ningún momento de la sensación de que Flora sabe más que nadie acerca de los asesinatos en el Centro Birgitta.
Quizá esta testigo sea otro de sus engaños, pero si fuera verdad sería tan importante que Joona no puede arriesgarse a pasarlo por alto.
Las nubes bajas de lluvia cubren como un manto gris los campos de cultivo y tiñen de azul las copas de los árboles. Joona se mete por un camino de tierra. Las hojas caídas se levantan en remolinos por la pista y le cuesta mantener la velocidad del vehículo. El camino está lleno de hoyos y curvas.
Al cabo de un rato se mete por un camino recto que lleva hasta la iglesia de Delsbo. Entre los árboles puede ver un extenso campo. A lo lejos hay una cosechadora que avanza lentamente. Las cuchillas cortan la espiga como una guadaña a ras de suelo. La paja y la granza levantan una nube de polvo. Los pájaros suben y bajan en el agitado aire.
Cuando está a punto de llegar a la iglesia ve un coche que se ha empotrado contra uno de los árboles del paseo. El capó está abollado, hay una visera tirada en la hierba y una de las ventanas se ha reventado.
El motor sigue en marcha, la puerta del conductor está abierta y las luces traseras se reflejan en la hierba de la cuneta.
Joona reduce la marcha, pero cuando ve que el vehículo está vacío continúa sin detenerse. «Flora debe de haber salido corriendo», piensa y sigue hasta la iglesia.
Baja del coche y a paso ligero sube por el caminito de grava rastrillada. El campanario alquitranado es una construcción anexa levantada en una colina cerca de la iglesia.
El cielo está oscuro y parece que en cualquier momento se pondrá a llover.
Debajo de la cúpula de bulbo negra cuelga la enorme campana mate. Detrás del campanario se ven las aguas rápidas del río, espumosas y negras.
La puerta del edificio está entreabierta.
Joona recorre los últimos metros y cuando llega a la torre puede percibir claramente el olor a alquitrán.
La ancha base está revestida con paneles de madera como los de las casas de la montaña. Dentro, una escalera empinada sube hasta la campana.
—¡¿Flora?! —grita Joona.
Flora se acerca y se queda en el umbral oscuro de la puerta que comunica la escalera con la campana. Tiene la cara triste, los ojos cansados y llorosos.
—No hay nadie —dice y se muerde el labio.
—¿Estás segura?
La mujer empieza a sollozar y la voz se le rompe:
—Lo siento, pero es que creía… estaba segura de que…
Cruza la puerta y susurra «perdón» sin mirar a Joona a la cara, se tapa la boca con la mano y empieza a caminar para volver al coche.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —pregunta Joona siguiéndole los pasos—. ¿Por qué creías que ibas a encontrar aquí a la testigo?
—La foto de bodas de mis padres adoptivos… se ve el campanario de fondo.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con Miranda?
—El fantasma me dijo…
Flora se queda callada y se detiene.
—¿Qué ocurre? —pregunta Joona.
De nuevo le vuelve a la cabeza la imagen del dibujo de Flora, en el que Miranda aparecía tapándose la cara con las manos y con una mancha de sangre junto a la cabeza. Pero no pintó la sangre como una estafadora sino como alguien que realmente ha visto algo pero que ya no recuerda las circunstancias.
En la puerta de Antigüedades Carlén Flora había hablado del fantasma como un recuerdo. Intentó explicarle a Joona lo que recordaba que le había dicho el fantasma.
Finísimos rayos de luz se abren paso entre las capas de nubarrones.
«Como un recuerdo», repite para sí y mira la pálida cara de Flora.
Hojas amarillas vuelan empujadas por el viento y de repente Joona comprende que al fin todo encaja, igual que cuando se corre una cortina y la luz inunda un gran salón. Sabe que ha encontrado la clave para resolver todo el enigma.
—Eres tú —susurra y siente un escalofrío al oír sus propias palabras.
Ahora entiende que Flora es la testigo que tenía que estar en el campanario.
Ella es la testigo, pero no es Miranda a quien ha visto morir asesinada.
Es otra niña.
Alguien que ha muerto de la misma manera.
Otra niña, pero el mismo asesino.
Está completamente seguro de lo que siente y a la certeza le sigue un repentino ataque de migraña. Durante un instante le da la sensación de que un disparo le atraviesa la cabeza. Busca apoyo y oye la voz preocupada de Flora al otro lado de la oscuridad antes de que el dolor se desvanezca.
—Tú lo viste todo —dice Joona.
—Estás sangrando —dice ella.
Un hilillo de sangre le sale de la nariz y Joona hurga en su bolsillo hasta encontrar un pañuelo.
—Flora —dice—. Tú eres la testigo que tenía que estar en la torre…
—Pero yo no he visto nada.
Joona se pone el pañuelo debajo de la nariz.
—Lo has olvidado.
—Pero si yo no estaba allí, tú lo sabes, yo nunca he estado en el Centro Birgitta.
—Viste otra cosa…
—No —responde Flora negando con la cabeza.
—¿Cuántos años tiene el fantasma? —pregunta Joona.
—Miranda tiene unos quince, cuando sueño… Pero cuando la veo de verdad, cuando se me aparece en la habitación, es más pequeña.
—¿Cuántos años?
—Cinco.
—¿Cuántos años tienes tú ahora, Flora?
La mujer se asusta cuando se topa con los ojos grises del comisario.
—Cuarenta —responde en voz baja.
Joona piensa que Flora ha descrito un asesinato del que fue testigo cuando era pequeña, pero siempre ha creído que estaba hablando de los homicidios del Centro Birgitta.
Joona sabe que no se equivoca y coge el teléfono para llamar a Anja. De pronto Flora había atravesado un túnel de más de treinta años que la había llevado a recordar lo que su mente había borrado de la memoria. Ése era el motivo por el cual sus recuerdos habían sido todo el rato tan confusos a la vez que firmes.
—Anja —dice Joona cortando el saludo de su secretaria—. ¿Estás delante del ordenador?
—¿Tú estás en algún sitio mejor? —pregunta ella alegre.
—¿Puedes mirar si pasó algo en Delsbo hace unos treinta y cinco años?
—¿Algo en concreto?
—Una niña de cinco años.
Mientras Anja teclea en el ordenador, Joona ve que Flora se acerca a la iglesia, acaricia la fachada y dobla la esquina en dirección al porche de entrada. Joona empieza a caminar hacia allí para no perderla de vista. Un erizo corretea torpe entre las lápidas.
Detrás del paseo todavía puede verse la cosechadora avanzando lentamente rodeada de una nube de polvo.
—Sí —dice Anja y toma aire por la nariz—. Hubo un caso de muerte… Hace treinta y seis años encontraron a una niña junto a la iglesia de Delsbo. No pone nada más. La policía concluyó que se trató de un accidente.
Joona ve que Flora se da la vuelta y lo mira con ojos pesados, desconcertados.
—¿Cómo se llamaba el policía que llevaba el caso?
—Torkel Ekholm —responde Anja.
—¿Podrías buscar alguna dirección?
Veinte minutos más tarde Joona aparca el coche en un estrecho camino de piedra. Él y Flora abren una verja grande y cruzan un frondoso jardín hasta una casa de madera roja con esquinas y planchas de eternita blanca. La vegetación otoñal está llena de insectos. El cielo está revuelto y amarillento por la lluvia y la tormenta contenidas. Joona llama al timbre y un ruido ensordecedor resuena por el jardín.
Dentro se oyen pasos que se arrastran y al cabo de unos segundos la puerta se abre. Al otro lado hay un anciano con chaleco de punto, tirantes y pantuflas.
—¿Torkel Ekholm? —pregunta Joona.
El hombre se apoya en un andador y los mira con ojos vidriosos. Un audífono le asoma por detrás de la oreja derecha, grande y arrugada.
—¿Quién quiere saberlo? —dice con voz apenas audible.
—Joona Linna, comisario de la policía judicial.
El hombre entorna los ojos para mirar su identificación sin poder esconder una sonrisita.
—Policía judicial —susurra el hombre y les hace un gesto invitándolos a pasar—. Entrad. Haré un poco de café.
Se sientan a la mesa de la cocina mientras Torkel se acerca a los fogones, después de decirle a Flora que siente no poder ofrecerles nada para picar. Habla muy bajito y parece estar casi completamente sordo.
En la pared hay un reloj ruidoso y detrás del sofá cuelga una escopeta de caza oscura y brillante, una Remington bien cuidada. Un tapiz con la frase LA AUTÉNTICA FELICIDAD ES CONTENTARSE CON POCO se ha soltado de la chincheta y cuelga con las esquinas dobladas, como una postal ajada de una Suecia de antaño.
El hombre se rasca la barbilla y mira a Joona en la oscuridad de la cocina.
Cuando el agua rompe a hervir, Torkel Ekholm saca tres tazas y una lata de café instantáneo.
—Al final la comodidad es lo que prima —dice encogiéndose de hombros mientras le pasa una cucharilla a Flora.
—He venido para preguntarle sobre un caso de hace mucho tiempo —dice Joona—. Hace treinta y seis años encontraron a una niña muerta junto a la iglesia de Delsbo.